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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 26 de junio de 1991

 

El Espíritu Santo, generador de la fortaleza cristiana

1. Los hombres de hoy, particularmente expuestos a los asaltos, insidias y seducciones del mundo, tienen especial necesidad del don de la fortaleza; es decir, del don del valor y la constancia en la lucha contra el espíritu del mal que asedia a quien vive en la tierra, para desviarlo del camino del cielo. Especialmente en los momentos de tentación y de sufrimiento, muchos corren el riesgo de vacilar o de ceder. También los cristianos corren siempre el riesgo de caer desde la altura de su vocación y de desviarse de la lógica de la gracia bautismal que les ha sido concedida como un germen de vida eterna. Precisamente por esto, Jesús nos ha revelado y prometido el Espíritu Santo como consolador y defensor (cf. Jn 16, 5-15). Por medio de él se nos concede el don de la fortaleza sobrenatural, que es una participación en nosotros de la misma potencia y firmeza del Ser divino (cf. Summa Theologica, I-II, q. 61, a. 5; q. 68, a. 4).

2. Ya en el Antiguo Testamento encontramos muchos testimonios de la acción del Espíritu divino que sostenía a cada uno de los personajes, pero también a todo el pueblo, en las diversas peripecias de su historia. Sin embargo, es sobre todo en el Nuevo Testamento donde se revela la potencia del Espíritu Santo y se promete a los creyentes su presencia y acción en todas las luchas, hasta la victoria final. Muchas veces nos hemos referido a ello en las catequesis anteriores. Aquí me limito a recordar que, en la Anunciación, el Espíritu Santo se revela y se concede a Mana como “poder del Altísimo”, que demuestra que “ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1, 35-37).

Y en Pentecostés, el Espíritu Santo, que manifiesta su poder con el signo simbólico del viento impetuoso (cf. Hch 2, 2), comunica a los Apóstoles y a cuantos se encuentran con ellos “reunidos en un mismo lugar” (Hch 2, 1) la nueva fortaleza prometida por Jesús en su discurso de despedida (cf. Jn 16, 8-11), y poco antes de la Ascensión: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros...” (Hch 1, 8; cf. Lc 24, 49).

3. Se trata de una fuerza interior, arraigada en el amor (cf. Ef 3, 17), como escribe san Pablo a los Efesios: el Padre “os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior” (Ef 3, 16). Pablo pide al Padre que dé a los destinatarios de su carta esta fuerza superior, que la tradición cristiana incluye entre los “dones del Espíritu Santo”, tomándolos del texto de Isaías, quien los enumera como propiedades del Mesías (cf. Is 11, 2 ss.). El Espíritu Santo comunica también a los seguidores de Cristo, entre los dones que colman su alma santísima, la fortaleza, de la que él fue modelo en su vida y en su muerte. Se puede decir que al cristiano empeñado en la “batalla espiritual” se le comunica la fortaleza de la cruz.

El Espíritu interviene con una acción profunda y continua en todos los momentos y bajo todos los aspectos de la vida cristiana, con el fin de orientar los deseos humanos en la dirección justa, que es la del amor generoso a Dios y al prójimo, siguiendo el ejemplo de Jesús. Con este fin, el Espíritu Santo robustece la voluntad, haciendo que el hombre sea capaz de resistir a las tentaciones, vencer en las luchas interiores y exteriores, derrotar el poder del mal y, en particular, a Satanás, como Jesús, a quien el Espíritu llevo al desierto (cf. Lc 4, 1), y realizar la empresa de una vida de acuerdo con el Evangelio.

4. El Espíritu Santo otorga al cristiano la fuerza de la fidelidad, de la paciencia y de la perseverancia en el camino del bien y en la lucha contra el mal. Ya en el Antiguo Testamento el profeta Ezequiel anunciaba al pueblo la promesa de Dios: “Pondré en ellos mi Espíritu”, que tenía como objetivo obtener la fidelidad del pueblo de la nueva alianza (cf. Ez 36, 27). San Pablo, en la carta a los Gálatas, enumera, entre los “frutos del Espíritu Santo”, la “paciencia”, la “fidelidad” y el “dominio de sí” (5, 22). Son virtudes necesarias para una vida cristiana coherente. Entre ellas, se distingue la “paciencia”, que es una propiedad de la caridad (cf. 1 Co 13, 4) y es infundida en el alma por el Espíritu Santo junto con la misma caridad (cf. Rm 5, 5), como parte de la fortaleza que es preciso ejercitar para afrontar los males y las tribulaciones de la vida y de la muerte. Unida a ella va la “perseverancia”, que es la continuidad en el ejercicio de las obras buenas con la victoria sobre la dificultad que implica la larga duración del camino que hay que recorrer; semejante a ésta es la “constancia”, que hace persistir en el bien a pesar de todos los obstáculos externos: ambas son fruto de la gracia, que permite que el hombre llegue al final de la vida humana por el camino del bien (cf. san Agustín, De Perseverantia, c. 1; PL 45, 993; De corrept. et gratia, c. 12: PL 44, 937).

Este ejercicio valeroso de la virtud se exige a todo cristiano que, incluso bajo el régimen de la gracia, conserva la fragilidad de la libertad, como hacía notar san Agustín en la controversia con los seguidores de Pelagio (cf. De corrept. et gratia, c. 12, cita); pero es el Espíritu Santo el que da la fuerza sobrenatural para poner en práctica la voluntad divina y conformar la existencia a los mandamientos promulgados por Cristo. Escribe san Pablo: “La ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte”. Así, los cristianos tienen la posibilidad de “vivir según el espíritu” y de cumplir “la justicia de la ley”, esto es, de cumplir la voluntad divina (cf. Rm 8, 2-4).

5. El Espíritu Santo da también la fuerza para cumplir la misión apostólica, confiada a quienes fueron designados propagadores del Evangelio. Por eso, en el momento de enviar a sus discípulos a la misión, Jesús les pide que esperen el día de Pentecostés, a fin de recibir la fuerza del Espíritu Santo: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros” (Hch 1, 8). Sólo con esta fuerza podrán ser testigos del Evangelio hasta los confines de la tierra, según el mandato de Jesús.

En todos los tiempos, hasta hoy, es el Espíritu Santo el que permite empañar todas las facultades y recursos, emplear todos los talentos, gastar y, si fuera necesario, consumir toda la vida en la misión recibida. Es el Espíritu Santo el que obra maravillas en la acción apostólica de los hombres de Dios y de la Iglesia, a los que él elige e impulsa. Es, sobre todo, el Espíritu Santo el que asegura la eficacia de semejante acción, cualquiera que sea la medida de la capacidad humana de los llamados. San Pablo lo decía en la primera carta a los Corintios, hablando de su misma predicación como de una “demostración del Espíritu y del poder” (1 Co 2, 4) de un apostolado realizado, por tanto, “de palabra y de obra, en virtud de señales y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios” (Rm 15, 18-19). Pablo atribuye el valor de su obra de evangelización a este poder del Espíritu.

Incluso entre las dificultades, a veces enormes, que se encuentran en el apostolado, es el Espíritu Santo el que da la fuerza para perseverar, renovando el valor y socorriendo a quienes sienten la tentación de renunciar al cumplimiento de su misión. Es la experiencia ya realizada en la primera comunidad cristiana, en la que los hermanos, sometidos a las persecuciones de los adversarios de la fe, suplicaban: “Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Hch 4, 29). Y “acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Hch 4, 31).

6. Es el Espíritu Santo el que sostiene a los que sufren persecución, a quienes Jesús mismo promete: “El Espíritu de vuestro Padre hablará en vosotros” (Mt 10, 20). Sobre todo el martirio, que el Concilio Vaticano II define como “don eximio y la suprema prueba de amor”, es un acto heroico de fortaleza, inspirado por el Espíritu Santo (cf. Lumen Gentium, 42). Lo demuestran los santos y santas mártires de todas las épocas, que fueron al encuentro de la muerte por la abundancia de la caridad que ardía en sus corazones. Santo Tomás, que examina un buen número de casos de mártires antiguos —incluso de niñas de tierna edad— y los textos de los Padres que guardan relación con ellos, concluye que el martirio es “el acto humano más perfecto”, porque nace del amor de caridad, cuya perfección destaca en sumo grado (cf. II-II, q. 124. a. 3). Es lo que afirma Jesús mismo en el evangelio: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

Para concluir, es un deber mencionar la confirmación, sacramento en el que el don del Espíritu Santo se confiere ad robur: para la fortaleza. Tiene como finalidad comunicar la fortaleza que será necesaria en la vida cristiana y en el apostolado del testimonio y de la acción, al que todos los cristianos están llamados. Es significativo que el rito de bendición del santo crisma aluda a la unción que el Espíritu Santo concedió a los mártires. El martirio es la forma suprema de testimonio. La Iglesia lo sabe, y encomienda al Espíritu la misión de sostener, si fuera necesario, el testimonio de los fieles hasta el heroísmo.



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