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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 10 de julio de 1991

 

La Iglesia en el Credo

1. Comenzamos hoy un ciclo nuevo de catequesis dedicadas a la Iglesia, cuyo Símbolo niceno-constantinopolitano nos hace decir: «Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica». Este Símbolo, así como también el anterior, llamado de los Apóstoles, une directamente al Espíritu Santo la verdad sobre la Iglesia: «Creo en el Espíritu Santo (...) Creo en la santa Iglesia católica». Este paso del Espíritu Santo a la Iglesia tiene su lógica, que santo Tomás explica al comienzo de su catequesis sobre la Iglesia con estas palabras: «Vemos que en un hombre hay una sola alma y un solo cuerpo y, sin embargo, este cuerpo tiene diversos miembros; así también la Iglesia católica es un solo cuerpo, pero tiene muchos miembros. El alma que vivifica a este cuerpo es el Espíritu Santo. Y, por eso, después de la fe en el Espíritu Santo, se nos manda creer en la santa Iglesia católica» (cf. In Symbolum Apostolorum Expositio, art. 9, edit. taur. n. 971).

2. En el Símbolo niceno-constantinopolitano se habla de Iglesia «una, santa, católica y apostólica». Son las llamadas «notas» de la Iglesia, que exigen cierta explicación introductiva, aunque volveremos a hablar de su significado en las catequesis siguientes.

Veamos qué dicen a este propósito los dos últimos Concilios.

El Concilio Vaticano I se pronuncia sobre la unidad de la Iglesia con palabras más bien descriptivas: «El Pastor eterno (...) decretó edificar la Santa Iglesia en la que, como en casa del Dios vivo, todos los fieles estuvieran unidos por el vínculo de una sola fe y caridad» (cf. Denz.-S., 3050).

El Concilio Vaticano II, a su vez, afirma: «Cristo; único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible». Y más adelante: «La Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales (...) forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino (...). Ésta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos» (Lumen gentium, 8). Hablando de esta Iglesia, el Concilio enseña que es «en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1).

Está claro que la unidad de la Iglesia que confesamos en el Credo es propia de la Iglesia universal, y que las Iglesias particulares o locales son tales en cuanto participan en esta unidad. Se la reconocía y predicaba como una propiedad de la Iglesia ya desde los comienzos: desde los días de Pentecostés. Es, por tanto, una realidad primordial y esencial en la Iglesia, y no sólo un ideal hacia el que se tiende con la esperanza de alcanzarlo en un futuro desconocido. Esta esperanza y esta búsqueda pueden hacer referencia a la actuación histórica de una reunificación de los creyentes en Cristo, pero sin anular la verdad enunciada en la carta a los Efesios: «Un solo cuerpo y un solo espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados» (Ef 4, 4). Ésta es la verdad desde los comienzos, la que profesamos en el Símbolo: «Credo unam (...) Ecclesiam».

3. La historia de la Iglesia, sin embargo, se ha desarrollado ya desde los comienzos entre tensiones e impulsos que comprometían su unidad, hasta el punto de que suscitó llamamientos y amonestaciones por parte de los Apóstoles y, en particular, de Pablo, quien llegó a exclamar: «¿Está dividido Cristo?» (1 Co 1, 13). Ha sido y sigue siendo la manifestación de la inclinación de los hombres a enfrentarse unos a otros. Es como si se debiera, y quisiera, desempeñar el propio papel en la economía de la dispersión, representada eficazmente en las páginas bíblicas sobre Babel.

Pero los padres y pastores de la Iglesia siempre han hecho llamamientos a la unidad, a la luz de Pentecostés, que ha sido contrapuesto a Babel. El Concilio Vaticano II observa: «El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna toda la Iglesia, realiza esa admirable unión de los fieles y tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio, 2). El hecho de reconocer, sobre todo hoy, que del Espíritu Santo brotan todos los esfuerzos leales por superar todas las divisiones y reunificar a los cristianos (ecumenismo) no puede menos de ser fuente de gozo, de esperanza y de oración para la Iglesia.

4. En la profesión de fe que hacemos en el Símbolo se dice, asimismo, que la Iglesia es «santa». Hay que precisar enseguida que lo es en virtud de su origen e institución divina. Santo es Cristo, quien instituyó a su Iglesia mereciendo para ella, por medio del sacrificio de la cruz, el don del Espíritu Santo, fuente inagotable de su santidad, y principio y fundamento de su unidad. La Iglesia es santa por su fin: la gloria de Dios y la salvación de los hombres; es santa por los medios que emplea para lograr ese fin, medios que encierran en sí mismos la santidad de Cristo y del Espíritu Santo. Son: la enseñanza de Cristo, resumida en la revelación del amor de Dios hacia nosotros y en el doble mandamiento de la caridad; los siete sacramentos y todo el culto ―la liturgia―, especialmente la Eucaristía, y la vida de oración. Todo esto es un ordenamiento divino de vida, en el que el Espíritu Santo obra por medio de la gracia infundida y alimentada en los creyentes y enriquecida por carismas multiformes para el bien de toda la Iglesia.

También ésta es una verdad fundamental, confesada en el Credo y ya afirmada en la carta a los Efesios, en la que se explica la razón de esa santidad: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla» (5, 25-26). La santificó con la efusión de su Espíritu, como dice el Concilio Vaticano II: «Fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia» (Lumen gentium, 4). Aquí está el fundamento ontológico de nuestra fe en la santidad de la Iglesia. Los numerosos modos como dicha santidad se manifiesta en la vida de los cristianos y en el desarrollo de los acontecimientos religiosos y sociales de la historia, son una confirmación continua de la verdad encerrada en el Credo; es un modo empírico de descubrirla y, en cierta medida, de constatar una presencia en la que creemos. Sí, constatamos de hecho que muchos miembros de la Iglesia son santos. Muchos poseen, por lo menos, esa santidad ordinaria que deriva del estado de gracia santificante en que viven. Pero cada vez es mayor el número de quienes presentan los signos de la santidad en grado heroico. La Iglesia se alegra de poder reconocer y exaltar esa santidad de tantos siervos y siervas de Dios, que se mantuvieron fieles hasta la muerte. Es como una compensación sociológica por la presencia de los pobres pecadores, una invitación que se les dirige a ellos .y, por tanto, también a todos nosotros, para que nos pongamos en el camino de los santos.

Pero sigue siendo verdad que la santidad pertenece a la Iglesia por su institución divina y por la efusión continua de dones que el Espíritu Santo derrama entre los fieles y en todo el conjunto del «cuerpo de Cristo» desde Pentecostés. Esto no excluye que, según el Concilio, sea un objetivo que todos y cada uno deben lograr siguiendo las huellas de Cristo (cf. Lumen gentium, 40).

5. Otra nota de la Iglesia en la que confesamos nuestra fe es la «catolicidad». En realidad, la Iglesia es por institución divina «católica», o sea «universal» (En griego kath'hólon: que comprende todo). Por lo que se sabe, san Ignacio de Antioquía fue el primero que usó este término escribiendo a los fieles de Esmirna: «Donde está Jesucristo, allí está la Iglesia católica» (Ad Smirn., 8). Toda la tradición de los Padres y Doctores de la Iglesia repite esta definición de origen evangélico, hasta el Concilio Vaticano II, que enseña: «Este carácter de universalidad que distingue al pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tienda, eficaz y perpetuamente a recapitular toda la humanidad (...) bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu» (Lumen gentium, 13).

Esta catolicidad es una dimensión profunda, fundada en el poder universal de Cristo resucitado (cf. Mt 28, 18) y en la extensión universal de la acción del Espíritu Santo (cf. Sb 1, 7), y fue comunicada a la Iglesia por institución divina. Efectivamente, la Iglesia era católica ya desde el primer día de su existencia histórica, la mañana de Pentecostés. «Universalidad» significa estar abierta a toda la humanidad, a todos los hombres y todas las culturas, por encima de los estrechos límites espaciales, culturales y religiosos a los que podía estar ligada la mentalidad de algunos de sus miembros, llamados judaizantes. Jesús dió a los Apóstoles el supremo mandato: «Id (...) y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19). Antes les había prometido: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). También aquí nos hallamos frente a una forma constitutiva de la misión y no frente al simple hecho empírico de la difusión de la Iglesia en medio de personas que pertenecían a «todas las gentes»; es decir, a todos los hombres. La universalidad es otra propiedad que la Iglesia posee por su misma naturaleza, en virtud de su institución divina. Es una dimensión constitutiva, que posee desde el principio como Iglesia una y santa, y que no se puede concebir como el resultado de una «suma» de todas las Iglesias particulares. Precisamente por su dimensión de origen divino es objeto de la fe que profesamos en el Credo.

6. Por último, con la misma fe confesamos que la Iglesia de Cristo es «apostólica», esto es, edificada ―por Cristo y en Cristo― sobre los Apóstoles, de quienes recibió la verdad divina revelada. La Iglesia es apostólica, puesto que conserva esta tradición apostólica y la custodia como su depósito más precioso.

Los custodios designados y autorizados de este depósito son los sucesores de los Apóstoles, asistidos por el Espíritu Santo. Pero no cabe duda de que todos los creyentes, unidos a sus pastores legítimos y, por tanto, a la totalidad de la Iglesia, participan en la apostolicidad de la Iglesia; en otras palabras, participan en su vínculo con los Apóstoles y, por medio de ellos, con Cristo. Por esta razón, la Iglesia no se puede reducir a la sola jerarquía eclesiástica que es, ciertamente, su quicio institucional. Pero todos los miembros de la Iglesia ―pastores y fieles― pertenecen y están llamados a desempeñar un papel activo en el único pueblo de Dios, que recibe de él el don del vínculo con los Apóstoles y con Cristo, en el Espíritu Santo. Como leemos en la carta a los Efesios: «Edificados sobre el cimiento de los Apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo (...), estáis siendo edificados juntamente, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (2, 20. 22).


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora dirigir mi afectuoso saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús y Franciscanas Misioneras de María.

Mi cordial bienvenida igualmente a las diversas peregrinaciones parroquiales de España, a las Hermandades, Delegación de Misiones de la diócesis de Orihuela-Alicante, así como a las peregrinaciones de México y Guatemala.

A todos bendigo de corazón.



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