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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 8 de enero de 1992

 

Dimensión histórica y proyección escatológica
de la unión nupcial de la Iglesia con Cristo

(Lectura:
Apocalipsis, capítulo 19, versículos 6-8)

1. El apóstol Pablo nos dijo que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25). Esta verdad fundamental de la eclesiología paulina, que se refiere al misterio del amor nupcial del Redentor hacia su Iglesia, queda recogida y confirmada en el Apocalipsis, en el que Juan habla de le esposa del Cordero: «Ven, que te voy a enseñar a la novia, a la esposa del Cordero» (Ap 21, 9). El autor ya anticipó la descripción de los preparativos: «Han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura ―el lino son las buenas acciones de los santos―... Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19, 7-9). Así, pues, la imagen de las bodas y del banquete nupcial se repite también en este libro de carácter escatológico, en el que la Iglesia aparece representada en su forma celeste. Pero se trata de la misma Iglesia de la que habló Jesús al presentarse como su Esposo; de la que habló el apóstol Pablo, al recordar la oblación del Cristo-Esposo por ella; y de la que habla ahora Juan como esposa por la que se inmoló al Cordero-Cristo. La tierra y el cielo, el tiempo y la eternidad se funden en esta visión trascendente de la relación entre Cristo y la Iglesia.

2. El autor del Apocalipsis describe a la Iglesia-esposa, ante todo, en una fase descendente: como un don de lo alto. La esposa del Cordero (cf. Ap 21, 9) se presenta como «la ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios» (Ap 21, 10-11), y como «la nueva Jerusalén...engalanada como una esposa ataviada para su esposo» (Ap 21, 2). Si en la carta a los Efesios Pablo presenta a Cristo como Redentor que otorga los dones a la Iglesia-esposa, en el Apocalipsis Juan asegura que la misma Iglesia-esposa, la esposa del Cordero, recibe de él, como de su fuente, la santidad y la participación en la gloria de Dios. En el Apocalipsis predomina, por tanto, el aspecto descendente del misterio de la Iglesia: el don de lo alto, que no sólo se manifiesta en su origen pascual y pentecostal, sino también en toda la peregrinación terrestre bajo el régimen de la fe. También Israel, el pueblo de la antigua Alianza, peregrinaba, y su principal pecado consistió en traicionar esa fe, es decir, en una infidelidad al Dios que lo había elegido y amado como a una esposa. Para la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, el compromiso de fidelidad es aún más fuerte y dura hasta el último día. Como leemos en el concilio Vaticano II, «(La Iglesia) es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera» (Lumen gentium, 64). La fe es el presupuesto fundamental del amor nupcial con el que la Iglesia prosigue la peregrinación comenzada por la Virgen María.

3. También el apóstol Pedro, que cerca de Cesarea de Filipo había profesado con respecto a Cristo una fe rebosante de amor, escribió en la primera carta a sus discípulos: «Vosotros lo amáis (Cristo) sin haberle visto; creéis en él, aunque de momento no le veáis» (1 P 1, 8). Según el Apóstol, la fe en Cristo no consiste sólo en aceptar su verdad; es preciso también referirse a su Persona, acogiéndola y amándola. En este sentido, de la fe deriva la fidelidad, y la fidelidad es la prueba del amor. En efecto, se trata de un amor que es suscitado por Cristo y que, a través de él, alcanza a Dios para amarlo «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas», como dice el primero y el mayor de los mandamientos de la Ley antigua (cf. Dt 6, 5), confirmado y corroborado por Jesús mismo (cf., por ejemplo, Mc 12, 28-30).

4. En virtud de este amor, aprendido de Cristo y los Apóstoles, la Iglesia es la esposa «que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo» (Lumen gentium, 64). Guiada por el Espíritu Santo y movida por el poder que de él recibe, la Iglesia no puede separarse de su Esposo. No puede caer en la infidelidad. Jesucristo mismo, al dar a la Iglesia su Espíritu estableció ese vínculo indisoluble. No podemos menos de notar aquí, con el Concilio, que esa imagen de la Iglesia unida indisolublemente a Cristo, su Esposo, encuentra una expresión particular en las personas vinculadas a él por los santos votos, es decir, en los religiosos y religiosas, y en general en las almas consagradas. Por ello ocupan un lugar esencial en la vida de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 44).

5. Ahora bien, la Iglesia es una sociedad que encierra en su seno también a pecadores. El Concilio, plenamente consciente de esa verdad, escribe: «La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (Lumen gentium, 8). Dado que la Iglesia trata de vivir en la verdad, vive sin duda en la verdad de la Redención obrada por Cristo, pero vive también con la conciencia de que sus hijos son pecadores. Y, efectivamente, en medio de las tentaciones y tribulaciones de su camino histórico, «se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue aquella luz que no conoce ocaso» (Lumen gentium, 9). De este modo, la imagen que el Apocalipsis nos ofrece de la ciudad santa, que desciende del cielo, se realiza constantemente en la Iglesia como imagen de un pueblo en camino.

6. Pero, por este camino la Iglesia avanza hacia la meta escatológica, hacia la plena realización de las bodas con el Cristo descrito por el Apocalipsis, hacia la fase final de su historia. Como leemos en la constitución conciliar Lumen gentium «mientras la Iglesia camina (peregrinatur) en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Co 5, 6), se considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su Esposo en la gloria (cf. Col 3, 14)» (Lumen gentium, 6).

La peregrinación de la Iglesia en la tierra es, pues, un camino lleno de esperanza, que encuentra una expresión sintética en las palabras del Apocalipsis: «El Espíritu y la esposa dicen: "¡Ven!"» (22, 17). Este texto confirma, al parecer, en la última página del Nuevo Testamento, que la Iglesia es la esposa de Cristo.

7. A esta luz entendemos mejor lo que escribe el Concilio: «La Iglesia "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (cf. san Agustín, De civitate Dei, XVIII, 52, 2: PL 41, 614), anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11, 26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos» (Lumen gentium, 8).

En este sentido, «el Espíritu y la esposa dicen: "¡Ven!"».


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, al grupo de jóvenes de Costa Rica y a la peregrinación procedente de Buenos Aires.

Mientras pido al Señor que asista con su gracia a vosotros y a vuestras familias durante este año que acabamos de comenzar, os imparto complacido la bendición apostólica.



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