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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 25 de marzo de 1992

 

El bautismo, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental

1. Leemos en la constitución pastoral Lumen gentium del concilio Vaticano II: «El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes» (n. 11). Eso significa que el ejercicio del sacerdocio universal se halla ligado a los sacramentos, que ciertamente desempeñan un papel fundamental en la vida cristiana. Pero el Concilio asocia «sacramentos» y «virtudes». Esta asociación significativa indica, por una parte, que la vida sacramental no puede reducirse a un conjunto de palabras y de gestos rituales: los sacramentos son expresiones de fe, esperanza y caridad. Por otra parte, dicha asociación subraya que el desarrollo de esas virtudes y de todas las demás en la vida cristiana es suscitado por los sacramentos. Podemos, pues, decir que, según la concepción católica, el culto sacramental tiene su prolongación natural en el florecimiento de la vida cristiana.

El Concilio hace referencia, ante todo, al bautismo, sacramento que, al constituir a la persona humana como miembro de la Iglesia, la introduce en la comunidad sacerdotal. Leemos: «Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia» (Lumen gentium n. 11). Es un texto denso de doctrina, derivada del Nuevo Testamento y desarrollada por la tradición de los Padres y Doctores de la Iglesia. En esta catequesis queremos captar sus puntos esenciales.

2. El Concilio comienza recordando que el bautismo hace entrar en la Iglesia, cuerpo de Cristo. Es un eco de san Pablo, que escribía: «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12, 13).

Es importante subrayar el papel y el valor del bautismo para el ingreso en la comunidad eclesial. También hoy hay personas que manifiestan poco aprecio hacia ese papel, descuidando o aplazando el bautismo, particularmente en el caso de los niños. Ahora bien, según la tradición consolidada de la Iglesia, la vida cristiana se inaugura no simplemente con disposiciones humanas, sino con un sacramento dotado de eficacia divina. El bautismo, como sacramento, es decir, como signo visible de la gracia invisible, es la puerta a través de la cual Dios actúa en el alma ―también en la de un recién nacido― para unirla a sí mismo en Cristo y en la Iglesia. La hace partícipe de la Redención. Le infunde la «vida nueva». La inserta en la comunión de los santos. Le abre el acceso a todos los demás sacramentos, que tienen la función de llevar a su pleno desarrollo la vida cristiana. Por esto, el bautismo es como un renacimiento, por el que un hijo de hombre se convierte en hijo de Dios.

3. El Concilio, hablando de los bautizados, dice: «regenerados como hijos de Dios». Se trata de un eco de las palabras del apóstol Pedro, que bendice a Dios Padre porque «por su gran misericordia... nos ha regenerado» (1 P 1, 3).Y es también un eco de la enseñanza de Jesús en la narración de la conversación con Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3, 5).

Jesús nos enseña que es el Espíritu quien da origen al nuevo nacimiento. Lo subraya la carta a Tito, según la cual Dios nos ha salvado «por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tt 3, 5-6). Ya el Bautista había anunciado el bautismo en el Espíritu (cf. Mt 3, 11). Y Jesús nos dice que el Espíritu Santo es «el que da la vida» (Jn 6, 63). Nosotros profesamos la fe en esta verdad revelada, diciendo con el Credo nicenoconstantinopolitano: «Et in Spiritum Sanctum Dominum et vivificantem». Se trata de la vida nueva, por la que somos hijos de Dios en sentido evangélico: y es Cristo quien hace a los creyentes partícipes de su filiación divina por medio del bautismo, instituido por él como bautismo en el Espíritu.

En este sacramento tiene lugar el nacimiento espiritual a la nueva vida, que es fruto de la Encarnación redentora: el bautismo hace que el ser humano viva la misma vida de Cristo resucitado. Es la dimensión soteriológica del bautismo, del que san Pablo afirma: «cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte... pues, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos..., así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 3-4). Este pasaje de la carta a los Romanos nos permite comprender bien el aspecto sacerdotal del bautismo. Nos demuestra que recibir el bautismo significa estar unidos personalmente al misterio pascual de Jesús, que constituye la única ofrenda sacerdotal realmente perfecta y agradable a Dios. De esta unión todo bautizado recibe la capacidad de hacer que toda su existencia sea ofrenda sacerdotal unida a la de Cristo (cf. Rm 12, 1 ; 1 P 2, 4-5).

4. El bautismo, con la vida de Cristo, infunde en el alma su santidad, como nueva condición de pertenencia a Dios con la liberación y purificación. Así lo dice san Pablo a los Corintios: «habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6, 11).

Siempre según la doctrina del Apóstol, toda la Iglesia es purificada por Cristo «mediante el baño del agua, en virtud de la palabra»: es «santa e inmaculada» en sus miembros, en virtud del bautismo (Ef 5, 26), que es liberación del pecado también para bien de toda la comunidad, cuyo constante camino de crecimiento espiritual sostiene (cf. Ef 2, 21). Es evidente que la santificación bautismal produce en los cristianos ―tanto individuos como comunidad― la posibilidad y la obligación de una vida santa. Según san Pablo, los bautizados están «muertos al pecado» y deben renunciar ala vida de pecado (Rm 6, 2). Y recomienda: «Consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6, 11). En este sentido, el bautismo nos hace participar en la muerte y resurrección de Cristo, en su victoria sobre los poderes del mal.

Ese es el significado del rito bautismal, en el que se pregunta al candidato: «¿Renuncias a Satanás?», para pedirle el compromiso personal por la total liberación del pecado y, por tanto, del poder de Satanás; el compromiso de luchar, a lo largo de toda la vida terrena, contra las seducciones de Satanás. Será una «hermosa lucha», que hará al hombre más digno de su vocación celeste, pero también más perfeccionado en cuanto hombre. Por esta doble razón, la petición y la aceptación del compromiso merecen hacerse también en el bautismo de un niño, que responde por medio de sus padres y padrinos. En virtud del sacramento, es purificado y santificado por el Espíritu, que le infunde la vida nueva como participación en la vida de Cristo.

5. Además de la gracia vivificante y santificante del Espíritu, en el bautismo se recibe la impresión de un sello que se llama carácter, del que el Apóstol dice a los cristianos: «Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa» (Ef 1, 13; cf. 4, 30; 2 Co 1, 22). El carácter (en griego sfragís) es signo de pertenencia: el bautizado se convierte en propiedad de Cristo, propiedad de Dios, y en esta pertenencia se realiza su santidad fundamental y definitiva, por la que san Pablo llamaba «santos» a los cristianos (Rm 1, 7; 1 Co 1, 2; 2 Co 1, 1, etc.). Es la santidad del sacerdocio universal de los miembros de la Iglesia, en la que se cumple de modo nuevo la antigua promesa: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6). Se trata de una consagración definitiva, permanente, obrada por el bautismo y fijada con un carácter indeleble.

6. El Concilio de Trento, intérprete de la tradición cristiana, afirmó que el carácter es un «signo espiritual e indeleble», impreso en el alma por tres sacramentos: bautismo, confirmación y orden (DS 1609). Eso no significa que se trate de un signo visible, aunque en muchos bautizados son visibles algunos de sus efectos, como el sentido de pertenencia a Cristo y a la Iglesia, que se manifiesta en las palabras y en las obras de los cristianos ―presbíteros y laicos― realmente fieles.

Una de esas manifestaciones puede ser el celo por el culto divino. En efecto, según la hermosa tradición cristiana, citada y confirmada por el concilio Vaticano II, los fieles «están destinados por el carácter al culto de la religión cristiana», es decir, a tributar culto a Dios en la Iglesia de Cristo. Lo había sostenido, basándose en esa tradición, santo Tomás de Aquino, según el cual el carácter es «potencia espiritual» (Summa Theologiae, III, q. 63, a. 2), que da la capacidad de participar en el culto de la Iglesia como miembros suyos reconocidos y convocados a la asamblea, especialmente a la ofrenda eucarística y a toda la vida sacramental. Y esa capacidad es inalienable y no puede serles arrebatada, pues deriva de un carácter indeleble. Es motivo de gozo descubrir este aspecto del misterio de la «vida nueva» inaugurada por el bautismo, primera fuente sacramental del «sacerdocio universal», cuya tarea fundamental consiste en rendir culto a Dios.

Con todo, en este momento quiero añadir que la capacidad que encierra el carácter implica una misión y, por tanto, una responsabilidad: quien ha recibido la santidad de Cristo la debe manifestar al mundo «en toda su conducta» (1 P 1, 15) y, en consecuencia, la ha de alimentar con la vida sacramental, en especial con la participación en el banquete eucarístico.

7. La gracia del Espíritu Santo infundida en el bautismo, hace vital el carácter. En su dinamismo, esa gracia produce todo el desarrollo de la vida de Cristo Sacerdote en nosotros: de Cristo que da el culto perfecto al Padre en la Encarnación, en la cruz y en el cielo, y admite al cristiano a la participación de su sacerdocio en la Iglesia, instituida para que sea en el mundo ante todo renovadora de su sacrificio.

Y de la misma forma que Cristo en la tierra conformó toda su vida a las exigencias de la oblación sacerdotal, así sus seguidores ―como individuos y como comunidad― están llamados a extender la capacidad oblativa recibida con el carácter en un comportamiento que entre en el espíritu del sacerdocio universal, al que han sido admitidos con el bautismo.

8. El Concilio subraya en particular el desarrollo del testimonio de la fe: «Regenerados como hijos de Dios, (los bautizados) están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia».

En efecto, el bautismo, según san Pablo, tiene como efecto una iluminación: «Te iluminará Cristo» (Ef 5, 14; cf. Hb 6, 4; 10, 32). Los bautizados, que han salido de la antigua noche, deben vivir en esta luz: «En otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz» (Ef 5, 8).

Esta vida en la luz se traduce también en la profesión pública de la fe, exigida por Jesús: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10, 32). Es una profesión personal que el cristiano hace en virtud de la gracia bautismal: una profesión de la fe «recibida de Dios mediante la Iglesia», como dice el Concilio (Lumen gentium, 11). Por tanto, se inserta en la profesión de la Iglesia universal, que cada día repite en coro, «con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18), su Credo.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús y a las Religiosas Siervas del Espíritu Santo; así como a los grupos de jóvenes procedentes de Badajoz y Alicante.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



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