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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 8 de abril de 1992

 

La Eucaristía, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental

1. Según el concilio Vaticano II, la verdad de la Iglesia como comunidad sacerdotal, que se realiza por medio de los sacramentos, alcanza su plenitud en la Eucaristía. En efecto, leemos en la Lumen gentium que los fieles, «participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (n. 11).

La Eucaristía es la fuente de la vida cristiana, pues quien participa de ella recibe el impulso y la fuerza necesaria para vivir como auténtico cristiano. La ofrenda de Cristo en la cruz, hecha presente en el sacrificio eucarístico, comunica al creyente su dinamismo de amor generoso; el banquete eucarístico nutre a los fieles con el cuerpo y la sangre del Cordero divino, inmolado por nosotros y les da la fuerza para «seguir sus huellas» (cf. 1 P 2, 21 ).

La Eucaristía es el culmen de toda la vida cristiana, porque los fieles llevan a ella todas sus oraciones y obras buenas, sus gozos y sufrimientos, y estas modestas ofrendas se unen a la oblación perfecta de Cristo, quedan plenamente santificadas y se elevan hasta Dios en un culto perfectamente agradable, que introduce a los fieles en la intimidad divina (cf. Jn 6, 56-57). Por ello, como escribe santo Tomás de Aquino, la Eucaristía es «el coronamiento de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos» (Summa Theologiae III, q. 66, a. 6).

2. El doctor angélico hace notar también que «el efecto de este sacramento es la unidad del cuerpo místico (la Iglesia), sin la cual no puede existir la salvación. Por ello, es necesario recibir la Eucaristía, al menos con el deseo (in voto), para salvarse» (Summa Theologiae, III, q. 73, a. 1, arg. 2). En estas palabras se percibe el eco de lo que dijo Jesús mismo acerca de la necesidad de la Eucaristía para la vida cristiana: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 53-54).

Según estas palabras de Jesús, la Eucaristía es prenda de la resurrección futura, pero ya en el tiempo es fuente de vida eterna. Jesús no dice «tendrá vida eterna» sino «tiene vida eterna». La vida eterna de Cristo, con el pan eucarístico, penetra y se da en la vida humana.

3. La Eucaristía requiere la participación de los miembros de la Iglesia. Según el Concilio, «sea por la oblación, o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica (eucarística) una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto» (Lumen gentium, 11).

La participación es común a todo el «pueblo sacerdotal», admitido a unirse en la oblación y en la comunión. Pero es diversa según la situación en que se encuentran los miembros de la Iglesia de acuerdo con la institución sacramental. El ministerio sacerdotal desempeña un papel específico, pero no quita, sino que más bien promueve el papel del sacerdocio común. Se trata de un papel específico querido por Cristo, cuando encargó a sus Apóstoles que realizaran la Eucaristía en conmemoración suya, instituyendo para este oficio el sacramento del orden, conferido a obispos y presbíteros (y a los diáconos, como ministros del altar).

4. El ministerio sacerdotal tiene como finalidad la convocación del pueblo de Dios «de suerte que todos los que a este pueblo pertenecen, por estar santificados por el Espíritu Santo, se ofrezcan a sí mismos como sacrificio viviente, santo y acepto a Dios (Rm 12, 1)» (Presbyterorum ordinis, 2).

Si, como ya puse de relieve en catequesis anteriores, el sacerdocio común está destinado a ofrecer sacrificios espirituales, los fieles pueden hacer esta ofrenda porque están «santificados por el Espíritu Santo». El Espíritu Santo, que animó la ofrenda de Cristo en la cruz (cf. Hb 9, 14), anima también la ofrenda de los fieles.

5. Según el Concilio, gracias al ministerio sacerdotal, los sacrificios espirituales pueden alcanzar su meta. «Por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, mediador único, que, por manos de ellos, en nombre de toda la Iglesia, se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía hasta que el Señor mismo retorne» (Presbyterorum ordinis, 2).

En virtud del bautismo y la confirmación, como hemos dicho en las catequesis anteriores, el cristiano es capacitado para participar «quasi ex officio» en el culto divino, que tiene su centro y culmen en el sacrificio de Cristo, presente en la Eucaristía. Pero la ofrenda eucarística implica la intervención de un ministro ordenado, pues tiene lugar dentro del acto consagratorio realizado por el sacerdote en nombre de Cristo.

Así, el ministerio sacerdotal contribuye a la plena valoración del sacerdocio universal. Como recuerda el Concilio, citando a san Agustín, el ministerio de los presbíteros tiene como finalidad que «toda la ciudad misma redimida, es decir, la congregación y sociedad de los santos, sea ofrecida como sacrificio universal a Dios por medio del gran sacerdote (Cristo), que también se ofreció a sí mismo en la pasión por nosotros para que fuéramos cuerpo de tan extensa cabeza (De civitate Dei, 10, 6: PL 41, 284)» (Presbyterorum ordinis, 2).

6. Realizada la ofrenda, la comunión eucarística que la sigue está destinada a proporcionar a los fieles las fuerzas espirituales necesarias para el pleno desarrollo del «sacerdocio» y especialmente para la ofrenda de todos los sacrificios de su existencia diaria. «Los presbíteros —leemos en el decreto Presbyterorum ordinis— enseñan a fondo a los fieles a ofrecer a Dios Padre la víctima divina en el sacrificio de la misa y a hacer, juntamente con ella, oblación de su propia vida»(n. 5).

Se puede decir que, según la intención de Jesús, que en la última cena formuló el nuevo mandamiento del amor, la comunión eucarística hace a los que participan de ella capaces de ponerlo en práctica: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 13, 34; 15, 12).

7. La participación en el banquete eucarístico es testimonio de unidad, como subraya el Concilio cuando escribe que los fieles, «confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento» (Lumen gentium, 11).

Es la verdad que la fe de la Iglesia ha heredado de san Pablo, que escribía: «El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 16-17). Por esta razón, santo Tomás veía en la Eucaristía el sacramento de la unidad del «cuerpo místico» (Summa Theologiae, III, q. 72, a. 3).

Quisiera concluir esta catequesis eclesiológico-eucarística subrayando que, si la comunión eucarística es el signo eficaz de la unidad, de ella todos los fieles reciben también un nuevo impulso al amor mutuo y a la reconciliación, así como la energía sacramental necesaria para mantener en las relaciones familiares y eclesiales una benéfica concordia.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo de bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los numeroso grupos de jóvenes procedentes de Barcelona, de Madrid, de Oviedo, de Córdoba, Cádiz, La Coruña y de otros lugares de España. A vosotros, queridos chicos y chicas, os repito la palabras del apóstol Jean en su primera carta: «Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros» (1 Jn 2,14).

Saludo igualmente a la peregrinación procedente de México, así como a las demás personas, familias y grupos de los diversos países de América Latina aquí presentes.

Con gran afecto imparto la bendición apostólica.



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