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FUNERAL DEL CARDENAL ALFREDO OTTAVIANI

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Lunes 6 de agosto de 1979

 

Ecce sacerdos magnus, qui in diebus suis placuit Deo et inventus est iustus (cf. Sir 44, 16-17): Son éstas las primeras palabras que espontáneamente me vienen a los labios en el momento en que ofrecemos a Dios el sacrificio eucarístico y nos disponemos a dar el último adiós al venerado hermano cardenal Alfredo Ottaviani. Realmente ha sido un gran sacerdote, insigne por su religiosa piedad, ejemplarmente fiel en el servicio a la Santa Iglesia y a la Sede Apostólica, solícito en el ministerio y en la práctica de la caridad cristiana. Y ha sido al mismo tiempo un sacerdote romano, es decir, adornado de ese espíritu típico, quizá no fácil de definir, que quien ha nacido en Roma —como él nació diez años antes de finalizar el siglo XIX— posee como en herencia y que se manifiesta en una adhesión especial a Pedro y a la fe de Pedro e incluso en una exquisita sensibilidad por lo que es y hace y debe hacer la Iglesia de Pedro.

Por esto, he hablado de "fidelidad ejemplar", y ahora que él ha muerto, después de una larga y laboriosa jornada terrena, resulta más fácil reconocer esta fidelidad como característica constante de toda su vida. Realmente la suya fue una fidelidad a toda prueba; sin intentar recorrer las fases de su actividad en los diversos ministerios a los que le llamaron su gran talento y la confianza de los Sumos Pontífices, él se distinguió siempre por esta cualidad moral, cualidad singular, cualidad que quiere decir coherencia, dedicación, obediencia. Como Sustituto de la Secretaría de Estado y luego Asesor, Pro-Secretario, Pro-Prefecto y Prefecto de la entonces Congregación del Santo Oficio; como prelado. obispo y cardenal. demostró poseer esta cualidad como divisa que le caracterizaba y le identificaba ante los ojos de cuantos —y eran muchos, tanto dentro como fuera de Roma— lo conocían y estimaban. Siendo responsable del dicasterio al que institucionalmente está delegada le tutela del sagrado patrimonio de la fe y de la moral católica. manifestó esta misma virtud con un comportamiento de atención perspicaz, en la convicción, objetivamente fundada y en él cada vez más madura por la experiencia de las cosas y de los hombres, de que la rectitudo fidei, esto es, la ortodoxia, es patrimonio irrenunciable y condición primaria para la rectitudo morum u ortopraxis. Su elevado sentido jurídico, que ya en edad juvenil le había convertido en maestro aplaudido y escuchado por muchas generaciones de sacerdotes, lo sostuvo en el trabajo tenaz que desarrolló en defensa de la fe.

Siempre disponible, siempre pronto a servir a la Iglesia, él captó también en las reformas el signo providencial de los tiempos, de manera que supo y quiso colaborar con mis predecesores Juan XXIII y Pablo VI, como ya lo había hecho con Pío XII, e incluso antes con Pío XI. Su existencia se ha gastado literalmente por el bien de la Iglesia santa de Dios. Nuestro hermano fue en todo y siempre homo Dei, ad omne opus bonum instructus (2Tim 3, 17); y esto sí, esto es una referencia de orden esencial, esto es un parámetro válido para encuadrar bien la fisonomía espiritual y moral.

Fue además un hombre de gran corazón sacerdotal: son muchos todavía los que lo recuerdan en su ministerio cotidiano en medio de los muchachos y de los jóvenes del Oratorio de San Pedro, que lo tuvieron —junto con otros sacerdotes y prelados romanos no olvidados— como amigo y hermano, y mejor diría, como padre, solícito y afectuoso. Esta presencia suya no era una evasión para superar la fatiga tediosa de los papeles de oficina y de los compromisos burocráticos, sino una exigencia que brotaba espontánea, intencionada y generosa de un programa sacerdotal: era un servicio que le exigía su vocación.

Había nacido pobre en el barrio popular del Trastévere, y a este origen hay que atribuir su tierno amor y su solicitud preferencial por los pobres, por los pequeños y por los huérfanos. Y ahora precisamente son estas almas inocentes las que —al lado de tantos sacerdotes y laicos que recibieron del cardenal Ottaviani la luz de la sabiduría, la lección de la sencillez, la medicina de la misericordia— interceden por él ante el altar del Señor, para que se le acelere el premio destinado al "siervo bueno y fiel" (cf. Mt 25, 21).

Por singular coincidencia, este rito fúnebre se desarrolla a la misma hora en que, hace exactamente un año, estaba para dejar este mundo mí amado predecesor Pablo VI. Y me complace evocar con vosotros la voz robusta y emocionada del cardenal que, el 21 de junio de 1965, anunció públicamente la elevación al Pontificado del cardenal Giovanni Battista Montini. En el tono mismo de sus palabras, que, por lo demás, repetían la acostumbrada fórmula latina del Habemus Papam, se traslucía la satisfacción del antiguo maestro que veía exaltado a un colega y amigo, tan digno de estima, que abriría en la Iglesia y para la Iglesia una época intensa, prometedora. Uno y otro, en sus respectivas situaciones de responsabilidad, con la obvia diferencia de su propia personalidad, han terminado ahora ya el ciclo de la existencia terrena, para entrar definitivamente —como todos deseamos y pedimos— en ese Reino en el que los había introducido en esperanza su ardiente e intrépida fe.

A uno y a otro conceda ahora el Señor el descanso en su luz, en su paz. Amén.

 



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