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VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

SANTA MISA EN EL «LOGAN CIRCLE»

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Filadelfia
Miércoles 3 de octubre de 1979

 

Queridos hermanos y hermanas de la Iglesia de Filadelfia:

1. Supone para mí un gran gozo poder celebrar hoy la Eucaristía con vosotros. Todos nosotros nos hallamos reunidos como una comunidad, como un pueblo en la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo; estamos reunidos en la comunión del Espíritu Santo. Nos hemos reunido para proclamar el Evangelio en toda su fuerza, pues el Sacrificio eucarístico es la cumbre y sanción de nuestra proclamación:

¡Cristo ha muerto, Cristo ha resucitado, Cristo vendrá de nuevo! Desde este altar del Sacrificio se eleva un himno de alabanza y acción de gracias a Dios por medio de Jesucristo. Nosotros, que pertenecemos a Cristo, formamos parte de este himno, de este sacrificio de alabanza. El sacrificio del calvario se renueva sobre este altar, y se convierte también en ofrenda nuestra, una ofrenda en provecho de vivos y difuntos, tuna ofrenda por la Iglesia universal.

Reunidos en asamblea en la caridad de Cristo, todos nosotros formamos una sola cosa en su sacrificio: el cardenal arzobispo, llamado a guiar esta Iglesia por los caminos de la verdad y del amor; sus obispos auxiliares y el clero diocesano y regular, que comparte con los obispos la tarea de la proclamación de la Palabra; religiosos y religiosas que, mediante la consagración de sus vidas, muestran al mundo lo que significa ser fiel al mensaje de las bienaventuranzas; padres y madres, con su importante misión de edificar la Iglesia en el amor; todas las categorías de laicos, con su peculiar tarea en la misión eclesial de evangelización y salvación. Este Sacrificio celebrado hoy en Filadelfia es la expresión de nuestra oración comunitaria. En unión con Jesucristo, intercedemos por la Iglesia universal, por el bienestar de nuestros amigos y camaradas, y hoy, en modo particular, por la conservación de todos los valores humanos y cristianos. herencia de esta tierra, de esta región y de esta misma ciudad.

2. Filadelfia es la ciudad de la Declaración de la Independencia, aquel notable documento que contenía una solemne declaración de la igualdad de todos los seres humanos, dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables: vida, libertad y búsqueda de la felicidad, y que a la vez expresaba una "firme confianza en la protección de la divina Providencia". Estos son los profundos principios morales formulados por vuestros padres constituyentes y conservados como algo precioso a lo largo de vuestra historia. En los valores humanos y cívicos contenidos en el espíritu de esta Declaración pueden observarse fácilmente sus estrechos vínculos con los valores básicos religiosos y cristianos. Parte de su herencia está constituida por un sentido de lo que es la religión misma. La Liberty Bell que visité en otra ocasión lleva con orgullo las palabras de la Biblia: "Pregonaréis la libertad por toda la tierra" (Lev 25, 10). Esta tradición lanza un noble reto a todas las futuras generaciones de América: "Una nación sometida a Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos".

3. Como ciudadanos, debéis esforzaros por conservar estos valores humanos, por comprenderlos mejor y por definir sus consecuencias de cara a toda la comunidad, como una valiosa contribución al mundo. Como cristianos, debéis fortalecer estos valores humanos y completarlos mediante su confrontación con el mensaje evangélico, para que podáis descubrir su profundo significado y asumir así, más plenamente, vuestros deberes y obligaciones para con todos los seres humanos que os rodean, con quienes os une un destino común. Para nosotros, que conocemos a Cristo, los valores humanos y cristianos no son, en cierto sentido, más que dos aspectos de una misma realidad: la realidad del hombre, redimido por Cristo y llamado a una plenitud de vida eterna.

En mi primera Encíclica declaré esta importante verdad: «Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha penetrado en su "corazón". Justamente, pues, enseña el Concilio Vaticano II: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación"» (Redemptor hominis, 8). Es, pues, en Cristo donde todo hombre, mujer y niño es llamado a encontrar la respuesta a las cuestiones relativas a los valores que deben inspirar sus relaciones personales y sociales.

4. ¿Cómo puede entonces el cristiano, hombre o mujer, inspirado y guiado por el misterio de la Encarnación y Redención de Cristo, fortalecer sus propios valores y los incorporados a la herencia de esta nación? La respuesta a esta pregunta, para ser completa, debería ser larga. Permitidme, sin embargo, tocar sólo algunos de los puntos más importantes. Estos valores son fortalecidos: cuando poder y autoridad se ejercitan en el total respeto a todos los derechos fundamentales de la persona humana, cuya dignidad es la de quien ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 26); cuando la libertad es aceptada no como un fin absoluto en sí mismo, sino como un don que hace posible la autodonación y el servicio; cuando la familia es protegida y robustecida, cuando su unidad es preservada, y cuando se reconoce y respeta su papel de célula básica de la sociedad. Son cultivados los valores humano-cristianos cuando todos los esfuerzos van dirigidos a que ningún niño del mundo deba enfrentarse a la muerte por falta de alimento, o deba hacer frente a un potencial intelectual y físico mermado por una nutrición deficiente, o tenga que llevar durante toda su vida los estigmas de la privación. Los valores humano-cristianos triunfan cuando no se permite la implantación de un sistema que autorice la explotación de cualquier ser humano; cuando se promueve el servicio justo y la honestidad en los funcionarios públicos; cuando la administración de la justicia es favorable e idéntica para todos; cuando se hace un uso responsable de los recursos materiales y energéticos del mundo (recursos que deben ser para provecho de todos); cuando el medio ambiente se conserva intacto para las futuras generaciones. Los valores humano-cristianos triunfan cuando consideraciones de tipo político y económico se subordinan a la dignidad humana, cuando se las orienta a servir a la causa del hombre, de toda persona creada por Dios, de todo hermano y hermana redimidos por Cristo.

5. He mencionado la Declaración de la Independencia y la Liberty Bell, dos monumentos que ejemplifican el espíritu de libertad sobre el que se asienta este país. Vuestra vinculación a la libertad forma parte de vuestra herencia. Cuando la Liberty Bell (Campana de la Libertad) sonó por vez primera en 1776, fue para anunciar la liberación de vuestra nación, el comienzo de la búsqueda de un destino común, libre de toda coacción externa. Este principio de libertad es capital en el orden político y social, en las relaciones entre Gobierno y pueblo, y entre individuo e individuo. Sin embargo, la vida humana se vive también en otro orden de la realidad: en el orden de su relación con lo que es objetivamente verdadero y moralmente bueno. De este modo, la libertad adquiere un significado más profundo al referirse a la persona humana. En primer lugar, concierne a la relación del hombre consigo mismo. Toda persona humana, dotada de razón, es libre cuando es dueña de sus propias acciones, cuando es capaz de escoger el bien que está en conformidad con la razón, y, por consiguiente, con su propia dignidad humana.

La libertad nunca puede permitir una ofensa contra los derechos de los demás, y uno de los derechos fundamentales del hombre es el derecho a dar culto a Dios. En la Declaración sobre la Libertad religiosa, el Concilio Vaticano II afirmaba que «esta exigencia de libertad en la sociedad humana mira sobre todo  a los bienes del espíritu humano, principalmente a aquellos que se refieren` al libre ejercicio de la religión en la . sociedad... Ahora bien, como la libertad religiosa que los hombres exigen para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (Dignitatis humanae, 1).

6. Cristo mismo vinculó libertad con conocimiento de la verdad. "Conoceréis la verdad, y la verdad os librará" (Jn 8, 32). En mi primera Encíclica, escribí a este respecto: «Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo» (Redemptor hominis, 12).

La libertad, por tanto, nunca puede construirse sin relación a la verdad, tal como fue revelada por Cristo y propuesta por su Iglesia, ni puede servir de pretexto para una anarquía moral, porque todo orden moral debe permanecer unido a la verdad. San Pedro, en su primera Carta, dice: "Vivid como hombres libres y no como quien tiene la libertad cual cobertura de la maldad" (1 Pe 2, 16). No puede haber libertad cuando va dirigida contra un hombre en aquello que él es, o contra un hombre en su relación con los otros y con Dios.

Esto es especialmente relevante cuando uno considera el ámbito de la sexualidad humana. Aquí, como en cualquier otro campo, no puede haber auténtica libertad si no se respeta la verdad referente a la naturaleza de la sexualidad humana y del matrimonio. En la sociedad actual, observamos cantidad de tendencias perturbadoras y un gran laxismo por lo que respecta a la visión cristiana de la sexualidad; y todo ello con algo en común: recurrir al concepto de libertad para justificar todo tipo de conducta que ya no está en consonancia con el verdadero orden moral y con la enseñanza de la Iglesia. Las normas morales no luchan contra la libertad de la persona o de la pareja; por el contrario, existen precisamente de cara a esa libertad, toda vez que se dan para asegurar el recto uso de la libertad. Quienquiera que rehúse aceptar estas normas y actuar en consonancia con ellas, quienquiera (hombre o mujer) que trate de liberarse de estas normas, no es verdaderamente libre. Libre, en realidad, es la persona que modela su conducta responsablemente conforme a las exigencias del bien objetivo. Lo que he dicho aquí se refiere a la totalidad de la moralidad conyugal, pero puede aplicarse también a los sacerdotes por lo que respecta a las obligaciones de su celibato. La cohesión de libertad y ética tiene también sus consecuencias respecto a la consecución del bien común en la sociedad y a la independencia nacional proclamada por la Liberty Bell hace doscientos años.

7. La ley divina es el único modelo de la libertad humana, y se nos da en el Evangelio de Cristo, el Evangelio de la redención. Pero una fidelidad a este Evangelio de la redención nunca será posible sin la acción del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es quien guarda el mensaje portador de vida confiado a la Iglesia. El Espíritu Santo es quien asegura la fiel transmisión del Evangelio a las vidas de todos nosotros. Por la acción del Espíritu Santo, la Iglesia se construye día a día hasta formar un reino: un reino de verdad y vida, un reino de santidad y de gracia, un reino universal de justicia, amor y paz.

Hoy, por tanto, hemos venido ante el Padre a ofrecerle las peticiones y deseos de nuestros corazones, a ofrecerle alabanza y acción de gracias. Hacemos esto, desde la ciudad de Filadelfia, dirigido a la Iglesia universal y a todo el mundo. Hacemos esto como "conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2, 19), en unión con el sacrificio de Cristo Jesús, nuestra Piedra angular, para gloria de la Santísima Trinidad. Amén.

 



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