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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN EL CEMENTERIO ROMANO DEL "CAMPO VERANO"

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Solemnidad de Todos los Santos
Jueves 1 de noviembre de 1979

 

1. Todos nosotros nos hemos reunido hoy en el camposanto principal de Roma. Han venido aquí todos aquellos para quienes este cementerio tiene un valor y una elocuencia especial. Nos habla de los muertos que viven en nosotros: en nuestra memoria, en nuestro amor, en nuestros corazones. Nos habla de nuestros padres, esto es, de los que nos dieron la vida terrena, gracias a los cuales nosotros hemos sido hechos partícipes de la humanidad. Este cementerio nos habla también de otros muchos hombres, cuyo amor, ejemplo e influencia han dejado en nuestras almas huellas duraderas. Vivimos siempre en el ámbito de la verdad que ellos vivieron, en el ámbito de los problemas que ellos han afrontado. En cierto sentido, somos su continuidad. Ellos viven en nosotros y no podemos cesar de vivir en ellos.

Al venir hoy a este camposanto queremos manifestar todo esto. De este modo el cementerio de Roma, así corno todos los cementerios en Italia y en el mundo, se convierte en lugar de una asamblea admirable; un lugar que da testimonio de que los muertos no cesan de vivir en nosotros, que vivimos, porque nosotros, que estamos vivos, no cesamos de vivir de ellos y en ellos.

2. Si esta verdad sicológica, en algún modo subjetiva, no puede ser falaz, nosotros, siguiendo las palabras de la festividad litúrgica de hoy, debemos confesar lo mismo que anuncia el Salmo responsorial con tanta sencillez y fuerza:

"Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes" (Sal 24, 1).

¡Es del Señor...!

Si el mundo, esta tierra y todo lo que contiene, y si, en suma, el hombre mismo no tienen ese Señor, si no le pertenecen, si no son sus criaturas..., entonces nuestro sentido de la comunión con los muertos, nuestro recuerdo y nuestro amor se rompen en el punto mismo en que nace. Entonces debemos abandonar aquello en lo que cada uno de nosotros se expresa tan fuertemente; debemos borrar lo que tan fuertemente decide sobre cada uno de nosotros.

Efectivamente, entonces se descubre —como por una necesidad implacable—esta segunda alternativa: sólo la tierra, que por un cierto tiempo acepta el dominio del hombre, al final, en cambio, se demuestra su dueña. Entonces el cementerio es lugar de la derrota definitiva del hombre. Es el lugar donde se manifiesta una victoria definitiva e irrevocable de la "tierra" sobre todo ser humano, aun tan rico; el lugar del dominio de la tierra sobre la que, durante la propia vida, pretendía ser su dueño.

Estas son las inexorables consecuencias lógicas de la concepción del mundo que rechaza a Dios y reduce toda la realidad exclusivamente a la materia. En el momento en que el hombre hace morir a Dios en su mente y en su corazón, debe tener en cuenta que se ha condenado a sí mismo a una muerte irreversible, que ha aceptado el programa de la muerte del hombre. Este programa, por desgracia y frecuentemente sin una reflexión por nuestra parte, viene ser el programa de la civilización contemporánea.

3. Nosotros, reunidos aquí, hemos venido hoy a este camposanto para confesar la presencia de Dios y su señorío sobre el mundo creado; para confesar su presencia salvífica en la historia del hombre. Nosotros, como dice el Salmo, somos la generación que lo busca, que busca el rostro del Dios de Jacob (cf. Sal 24, 6).

Sí, hemos venido aquí para confesar el misterio del Cordero de Dios, en el que estamos provistos de la salvación y de la vida eterna. Aún más, el Hijo de Dios, verdadero Dios, se hizo hombre y como hombre aceptó la muerte, para darnos participación en la vida del mismo Dios. De esta participación nos habla hoy el Apóstol Juan en su Carta primera: "Ved qué amor nos ha  mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos" (1 Jn 3, 1).

Esta conciencia nos acompaña hoy, al venir a rezar sobre la tumba de nuestros seres queridos y a celebrar, en medio de estas tumbas, el Sacrificio riel Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Al ofrecerlo, pensamos junto con el autor del Apocalipsis en los que "lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre de Cordero" (Ap 7, 14).

Venimos aquí con fe. La fe levanta los sellos de estas tumbas y nos permite pensar en los que han muerto como en personas que, por obra de Cristo, viven en Dios. Con esta conciencia, con esta fe, todos nosotros, el Obispo de Roma y los párrocos de cada una de las parroquias romanas, celebramos aquí hoy el Sacrificio de Cristo. Lo celebramos con la esperanza de la vida eterna, que nos ha dado Cristo. "Y todo el que tiene en El esta esperanza se santifica, como santo es El" (1 Jn 3, 3).

El cristianismo es un programa lleno de vida. Ante la experiencia cotidiana de la muerte, de la que se hace partícipe nuestra humanidad, repite incansablemente: "Creo en la vida eterna". Y en esta dimensión de vida se encuentra la realización definitiva del hombre en Dios mismo: "Sabemos que... seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).

4. Por esto también hoy estamos llamados a encontrarnos en torno a Cristo, cuando pronuncia su sermón de la montaña. El Evangelio de las ocho bienaventuranzas toca estas dos dimensiones de la vida, de las cuales una pertenece a esta tierra y es temporal, mientras que la otra comporta la esperanza de la vida eterna.

Al escuchar estas palabras, se puede mirar hacia la vida eterna a partir de la temporalidad. Pero se puede también y se debe mirar la temporalidad de nuestra vida sobre la tierra, a través de la perspectiva de la vida eterna. Y debemos preguntarnos también cómo debe ser esta vida nuestra, para que la esperanza de la vida eterna pueda desarrollarse y madurar en ella. Entonces comprendemos de manera justa lo que Jesús quiere decir cuando proclama "bienaventurados" a los pobres de espíritu, a los mansos, a los que sufren con una aflicción buena, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los obradores de paz y a los que son perseguidos a causa de la justicia.

Cristo quiere que nosotros seamos tales. Y como tales nos espera el Padre.

No nos alejemos de este camposanto sin una mirada profunda sobre nuestra vida. Mirémosla en la perspectiva de Dios vivo, en la perspectiva de la eternidad. Entonces también nuestro encuentro con los que nos han dejado dará fruto pleno: "Su esperanza está llena de inmortalidad" (Sab 3, 4).

 



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