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VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX

SANTA MISA PARA LOS OBREROS EN SAINT-DENIS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de Saint-Denis
Sábado 31 de mayo de 1980

 

1. "Bienaventurada eres...".

Permitidme, queridos hermanos y hermanas reunidos en el interior y en torno a esta venerable basílica de Saint-Denis, la cual guarda las tumbas de los Reyes de Francia, que salude con vosotros a María, la Madre de Cristo.

Ya conocéis las palabras de este saludo. Con toda certeza las habéis pronunciado más de una vez o las habéis oído pronunciar a otros:

"Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1, 42).

Es un saludo dirigido a una mujer que lleva un hombre en su seno: el fruto de la vida y el comienzo de la vida. Esta mujer viene de lejos, de Nazaret, y entra en la casa de sus familiares, a quienes ha venido a visitar. Desde el umbral de la casa escucha estas palabras: "Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor" (Lc 1, 45).

La Iglesia hace memoria de esta visita y estas palabras el último día de mayo. Saluda a María, la Madre de Jesucristo. Rinde honor a su Maternidad, cuando es tan sólo un misterio en su seno y en su corazón.

Quiero ante todo rendir honor a la maternidad y a la fe en el hombre que la maternidad comporta. Quiero, además, rendir homenaje al trabajo del hombre, el trabajo por medio del cual el hombre gana lo necesario para los suyos, para su familia ante todo —esta familia tiene, por tanto, unos derechos fundamentales—; el trabajo a través del cual el hombre realiza su vocación al amor, ya que el mundo del trabajo humano está construido sobre la fuerza moral, sobre el amor. El amor debe inspirar la justicia y la lucha por la justicia.

2. Rendir honor a la maternidad quiere decir aceptar al hombre en la plenitud de su verdad y en toda su dignidad, y esto desde el momento mismo de la concepción. El hombre comienza a serlo en las entrañas de su madre.

En esta gran reunión, en que participan ante todo los trabajadores, quisiera saludar a cada hombre, a cada mujer, en virtud de la gran dignidad que poseen desde el primer momento de su existencia, ya en las entrañas de su madre. Todo aquello que somos comienza allí.

La primera medida de la dignidad del hombre, la primera condición del respeto de los derechos inviolables de la persona humana, es el honor debido a la madre. Es el culto a la maternidad. No podemos desligar al hombre de su comienzo humano. Hoy hemos llegado a saber tanto sobre los mecanismos biológicos, que determinan este comienzo en sus respectivos aspectos; por eso, es necesario que proclamemos con una consciencia tanto más viva y una convicción tanto más ardiente el comienzo humano —profundamente humano— de todo hombre como el valor fundamental y la base de todos sus derechos. El primer derecho del hombre es el derecho a la vida. Hemos de defender este derecho y este valor. De lo contrario, toda la lógica de la fe en el hombre, todo el programa del progreso verdaderamente humano se tambaleará y se vendrá abajo.

En el umbral de la casa de Zacarías. Isabel dijo a María: bienaventurada tú que has creído (cf. Lc 1, 45). Rindamos honor a la maternidad, porque ella es la expresión de la fe en el hombre. Experimento un gran gozo de hacerlo en este día, víspera de la fiesta que todas las familias francesas dedican a las madres. El acto de fe en el hombre reside en el hecho de que sus padres le den la vida. La madre lo lleva en su seno, y está dispuesta a sufrir todos los dolores del parto; precisamente de este modo proclama ella, con todo su ser femenino y todo su ser maternal, su fe en el hombre. Da testimonio del valor que reside en ella y que a la vez la sobrepasa, del valor que constituye aquel que, todavía desconocido, apenas concebido y totalmente oculto en el seno de su madre, debe nacer y debe manifestarse al mundo como un hijo de sus padres, como una confirmación de su humanidad, como un fruto de su amor, como futuro de la familia: de la familia más cercana, y a la vez de toda la familia humana.

Puede que este niño sea débil, inadaptado, incluso deficiente. Así sucede a veces. La maternidad es siempre dolor —el amor que paga con su sufrimiento— y sucede que este amor debe ser todavía mayor que el mismo dolor del alumbramiento. Este dolor acaso se extienda a toda la vida del niño. El valor de la humanidad se confirma también por medio de estos niños y estos hombres en que se halla retrasada y sufre a veces una dolorosa degradación...

Es un elemento más para afirmar que no es suficiente definir al hombre según los criterios bio-fisiológicos, y que hay que creer en el hombre desde el comienzo.

¡Bienaventurada tú, María, que has creído! Aquel que llevas en tu corazón, como el fruto de tus entrañas, vendrá al mundo en la noche de Belén. Anunciará después a los hombres el Evangelio e irá a la cruz. Pues para ello ha venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. En El se manifestará plenamente la verdad sobre el hombre, el misterio del hombre, su vocación última y más sublime: la vocación de todo hombre, incluso la de aquel en que la humanidad no llegue a desarrollarse de modo completo y normal; de todo hombre sin excepción, sin tener en cuenta las diferencias de cualificación o de grados dé inteligencia, de sensibilidad o de rendimiento físico, sino en virtud de su misma humanidad, del hecho de ser hombre. Pues gracias a ello, gracias a su misma humanidad, es la imagen y semejanza del Dios infinito.

3. Sé que en esta asamblea la mayoría de los que me escuchan son trabajadores. Este barrio, situado alrededor de su basílica cargada de historia, se ha convertido hoy en uno de los barrios más obreros de los alrededores de París. Sé también que muchos de los trabajadores, franceses y extranjeros, viven y trabajan aquí en condiciones a menudo precarias de alojamiento, salario y empleo. Pienso también en la población francesa de ultramar. Un número importante de sus hijos trabaja aquí en París y le representa entre nosotros. Pienso sobre todo en quienes vienen de lejos, de Portugal, de España, de Italia, de Polonia, de Yugoslavia, de Turquía, de África del Norte, de Malí, de Senegal y del Sudeste Asiático. A pesar , de los esfuerzos que se han hecho en favor suyo, y de la acogida que se les dispensa en este país, se añade luego necesariamente a la dura condición obrera un desenraizamiento, tanto más penoso, cuanto que a veces la familia se halla repartida entre el país de origen y el país del trabajo. Existe también el sufrimiento del anonimato que produce la nostalgia del calor afectivo de la ciudad o pueblo natal. Sí, esta vida urbana actual hace difíciles las relaciones humanas, en el jadear de una carrera interminable entre el lugar de trabajo, la vivienda familiar y las zonas comerciales. La integración de los niños, de los jóvenes, de los ancianos plantea, a menudo, problemas agudos. Cuántas llamadas a trabajar juntos para crear condiciones de vida cada vez más humanas para todos: La presencia de los emigrantes es, por otro lado, una fuente de fructíferos intercambios tanto para unos como para los otros.

Deseo, sobre todo, animar el apostolado cristiano que con verdadera preocupación por la evangelización llevan a cabo los sacerdotes, las religiosas y los laicos jóvenes y adultos dedicados por completo a este mundo obrero.

Voy a abordar ahora una reflexión exigente acerca del trabajo del hombre y acerca de la justicia: que sepan todos aquellos, cuyas vidas acabo de evocar, que tengo presente su situación, sus esfuerzos, y que deseo manifestarles todo mi afecto a ellos y a sus familiares.

4. Existe un lazo estrecho, existe un lazo particular entre el trabajo del hombre y el medio fundamental del amor humano que llamamos familia.

El hombre trabaja desde los orígenes para someter la tierra y dominarla. Esta definición del trabajo la encontramos en los primeros capítulos del libro del Génesis. El hombre trabaja para asegurar su subsistencia y la de su familia. También encontramos esta definición del trabajo en el Evangelio, en la vida de Jesús, María y José, y en la experiencia de todos los días. Son las definiciones fundamentales del trabajo humano. Una y otra son auténticas, es decir, plenamente humanistas, y la segunda encierra una particular plenitud de contenido evangélico.

Es preciso seguir estos contenidos fundamentales para asegurar al hombre un lugar adecuado en el conjunto del orden económico. En efecto, es fácil perder este lugar. Se pierde cuando se concibe el trabajo, ante todo, como uno de los elementos de producción, como una "mercancía" o un "instrumento". Importan poco los nombres de los sistemas sobre los que se apoya esta postura: cuando el hombre está sometido a la producción, cuando se convierte tan sólo en el instrumento, entonces se quita al trabajo, al trabajo humano, su dignidad y su sentido específico. Acordémonos aquí de las célebres palabras del cardenal Cardijn: "Un joven trabajador vale más que todo el oro del mundo".

Por esta razón hemos de colocar a la familia en el primer plano, entre las medidas que permiten evaluar el trabajo del hombre. Cuando el hombre trabaja para asegurar la subsistencia de su familia, esto significa que pone en su trabajo toda la fatiga diaria del amor. Pues el amor hace nacer la familia, es su expresión constante y su medio estable. También el hombre puede amar el trabajo por el trabajo, porque éste le permite participar en la gran obra del dominio de la tierra, obra querida por el Creador. Y este amor, ciertamente, corresponde a la dignidad del hombre. Sin embargo, el amor que el hombre pone en su trabajo no alcanza su plenitud si no le relaciona, ni le une a los mismos hombres, y sobre todo a aquellos que son carne de su carne, y sangre de su sangre. El trabajo no puede destruir la familia; por el contrario, debe unirla y ayudarla a perfeccionar su cohesión. Los derechos de la familia deben estar inscritos profundamente en los cimientos mismos de todo código laboral, ya que el trabajo tiene por objeto propio al hombre, y no solamente la producción y el beneficio. ¿Cómo encontrar solución satisfactoria, por ejemplo, al problema —parecido en muchos países—, de la mujer que trabaja en una fábrica a un ritmo vertiginoso, y que priva del cuidado constante de su presencia a sus hijos y a su marido?

Evoco aquí un vasto programa que podría ser objeto de numerosos estudios especializados para desarrollar todo su contenido. Me limito a algunos aspectos que me parecen de una importancia capital. A lo largo de mi vida he tenido la suerte, esta gracia de Dios, de poder descubrir estas verdades fundamentales acerca del trabajo humano, gracias a mi experiencia personal de trabajo manual. Todos los días de mi vida recordaré a aquellos hombres a quienes me unía una misma área de trabajo, fuera en las canteras de piedra o en la fábrica. No olvidaré la benevolencia humana que mis compañeros de trabajo me mostraron. No olvidaré las conversaciones que tuvimos en los momentos libres acerca de los problemas fundamentales de la existencia y de la vida de los trabajadores. Conozco el valor que para estos hombres, que eran a la vez padres de familia, encerraba su hogar, el porvenir de sus hijos, el respeto debido a sus esposas y a sus madres. De esta experiencia de algunos años, saqué la convicción y la certeza de que en el trabajo se expresa el hombre como un sujeto capaz de amar, orientado hacia los valores humanos fundamentales, dispuesto a la solidaridad con todos los hombres...

En la experiencia de mi vida he aprendido lo que es un trabajador, y lo llevo en mi corazón. Sé que el trabajo es también una necesidad, a veces una dura necesidad; y sin embargo el hombre desea transformarla a la medida de su dignidad y de su amor. En ello reside su grandeza. En muchos casos las condiciones de vida obligan a los hombres a abandonar su patria para ir a buscar trabajo, como es el caso de muchos de vosotros. Es de desear que toda sociedad sea capaz de proporcionar el trabajo necesario a sus propios ciudadanos. Si a pesar de todo, la emigración por razón de trabajo es una verdadera necesidad, les deseo antes que nada a todos los que se encuentran en esta situación, que sepan transformar esta necesidad según el amor que les liga a sus allegados: a sus familias y a su país de nacimiento.

Es falso decir que el trabajador no tiene patria. El trabajador es, de un modo particular, el representante de su pueblo, es el hombre de su propia casa. En el trabajo humano se hallan inscritas ante todo la ley del amor, la necesidad del amor, y el orden del amor.

La misma liturgia de hoy habla de esto utilizando las palabras del Apóstol Pablo que, como se sabe, vivía del trabajo de sus propias manos: "Aborreced el mal, adheríos al bien, amándoos los unos a los otros con amor fraternal... Vivid alegres con la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración... sed solícitos en la hospitalidad... Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. Procurad tener unanimidad de sentimientos unos para con otros" (Rom 12, 9-16).

5. El mundo del trabajo humano debe ser ante todo un mundo cimentado sobra la fuerza moral: debe ser el mundo del amor y no el mundo del odio, Es el mundo de la construcción y no el de la destrucción. En el trabajo humano se hallan profundamente inscritos los derechos del hombre, de la familia, de la nación y de la humanidad. El futuro del mundo depende del respeto que les tengamos.

¿Quiere esto decir que el problema fundamental del mundo del trabajo no ha de ser hoy la justicia y la lucha por la justicia social? Todo lo contrarió: quiere decir que no se puede separar la realidad del trabajo humano de esta justicia y de esta noble lucha.

¿Acaso no habla de ello, en cierto modo, la liturgia de hoy en la fiesta de la Visitación de María? ¿Acaso no resuena la verdad de la justicia de Dios a la vez que la adoración de Dios, cuya misericordia alcanza a todas las generaciones, en las palabras que el Evangelista San Lucas pone en boca de la Virgen, que lleva en su seno al Hijo de Dios? "Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes. A los hambrientos los llenó de bienes, y a los ricos los despidió vacíos" (Lc 1, 51-53).

Estas palabras ponen de manifiesto que el mundo querido por Dios es un mundo de justicia. Que el orden que debe gobernar las relaciones entre los hombres se funda en la justicia. Que este orden debe realizarse continuamente en el mundo, e incluso que debe realizarse siempre de nuevo, a medida que crecen y se desarrollan las situaciones y los sistemas sociales, a medida de las nuevas condiciones y de las posibilidades económicas, de las nuevas posibilidades de la técnica y de la producción, así como de las nuevas posibilidades y necesidades de la distribución de los bienes.

Estas palabras del Magníficat de María fueron pronunciadas en el más bello impulso de agradecimiento a Dios, que —como proclama María— ha hecho en Ella maravillas. Ellas proclaman que el mundo querido por Dios no puede ser un mundo en el que unos, poco numerosos, acumulan en sus manos bienes excesivos, y otros —en número claramente superior— sufren la indigencia, la miseria y mueren de hambre.

¿Quiénes son los primeros? ¿Y quiénes son los otros? ¿Se trata tan sólo de dos clases sociales opuestas una a otra? No es necesario que nos encerremos aquí en esquemas demasiado estrechos. Hoy, en efecto, se trata de sociedades enteras, de zonas enteras del mundo, que han sido ya definidas de diversas maneras. Se habla, por ejemplo, de sociedades desarrolladas y de sociedades subdesarrolladas. Pero hay que hablar también de sociedades de consumo y de sociedades en que los hombres mueren literalmente de hambre. Hoy tenemos que tener una visión muy amplia, universal y de conjunto respecto del problema. No son suficientes los esquemas cerrados. Dichos esquemas estrechos, a veces, por el contrario, pueden más bien obstruir el camino que despejarlo, por ejemplo cuando se trata de la victoria de un sistema o de un partido, más que de las necesidades reales del hombre.

Estas necesidades, sin embargo, se dan no sólo en materia de economía, en el campo de la distribución de los bienes materiales. Existen otras verdaderas necesidades del hombre, existen también otros derechos humanos que sufren violencia. Y no sólo los derechos del hombre, sino también los derechos de la familia y los derechos de las naciones. "No sólo de pan vive el hombre..." (Mt 4, 4). No sólo tiene hambre de pan, a veces tiene más hambre aún de verdad; tiene hambre de libertad, cuando son violados algunos derechos suyos tan fundamentales como el derecho a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, el derecho a la educación de los hijos de acuerdo con la fe y las convicciones de los padres y las familias, como el derecho a la educación según la capacidad y no, por ejemplo, según una coyuntura política o una concepción del mundo impuesta por la fuerza.

6. El mundo del trabajo humano, la gran sociedad de los trabajadores, si se hallan cimentados sobre la fuerza moral —¡y debería ser así!— deben, por tanto, ser sensibles a todas estas dimensiones de la injusticia que tienen lugar en el mundo contemporáneo. Deben ser capaces de luchar noblemente por toda clase de justicia: por el verdadero bien del hombre, por todos los derechos de la persona, de la familia, de la nación, de la humanidad. Esta justicia es la condición de la paz, tal como el Papa Juan XXIII lo expresó de forma penetrante en su Encíclica Pacem in terris. La disponibilidad para emprender una lucha tan noble, una lucha por el verdadero bien del hombre en todas sus dimensiones, deriva de las palabras que María pronunció cuando llevaba a Cristo en su corazón, a propósito del Dios vivo, cuando dijo:

"Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes. A los hambrientos los llenó de bienes, y a los ricos los despidió vacíos" (Lc 1, 51-53).

Cristo dirá un día: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos" (Mt 5, 6). Sin embargo, esta hambre de justicia, esta urgencia de luchar por la verdad y por el orden moral en el mundo, no son, ni pueden ser, odio, ni fuente de odio en el mundo. No pueden transformarse en un programa de lucha contra el hombre, sólo porque éste se encuentre, si es que podemos expresarnos de este modo, "en el otro campo". Esta lucha no puede convertirse en un programa de destrucción del adversario, no puede engendrar mecanismos sociales y políticos en los que se manifiesten egoísmos colectivos cada vez mayores, egoísmos poderosos y destructores, egoísmos que destruyen a veces la propia sociedad, la propia nación, que destruyen también sin escrúpulos a los demás: a las naciones y a las sociedades más débiles desde el punto de vista del potencial humano, económico y de la civilización, privándolas de su independencia y de su soberanía efectiva y explotando sus recursos.

Nuestro mundo contemporáneo es testigo del aumento de la terrible amenaza de la destrucción de unos por otros, sobre todo en el hecho de la acumulación de recursos nucleares. Ya el costo de estos recursos y el clima de amenaza que generan han hecho que millones de hombres y pueblos enteros hayan visto reducirse sus posibilidades de pan y de libertad. En esta situación, la gran sociedad de los trabajadores, precisamente en nombre de la fuerza moral que posee, debe preguntar de modo categórico y claro: ¿Dónde, a qué nivel, por qué se ha sobrepasado el límite de la noble lucha por la justicia, de la lucha por el bien del hombre y, en particular, del más marginado y el más necesitado? ¿Donde, a qué nivel, por qué esta fuerza moral y creadora se ha transformado en una fuerza destructora, en odio, en las nuevas formas de egoísmo colectivo, que deja asomar la amenaza de la posibilidad de una lucha de todos contra todos, y de una monstruosa autodestrucción?

Nuestra época exige que nos planteemos esta cuestión, una cuestión tan fundamental. Se trata de un imperativo categórico de las conciencias: de cada hombre, de las sociedades enteras, y en particular de aquellas sobre las que descansa la responsabilidad principal del presente y del futuro del mundo. En esta pregunta se manifiesta la fuerza moral que representa el trabajador, el mundo del trabajo, y al mismo tiempo todos los hombres.

Hemos de preguntarnos aún: ¿En nombre de qué derecho esta fuerza moral, esta disponibilidad para luchar en favor de la verdad, esta hambre y sed de justicia han sido separadas sistemáticamente —incluso en los programas— de las palabras de la Madre que venera a Dios con toda su alma, y que lleva en su corazón al Hijo de Dios? ¿Por qué razón la lucha por la justicia en el mundo ha estado ligada al programa de una radical negación de Dios? ¿Al programa que pretende impregnar de ateísmo a los hombres y a las sociedades?

Aunque sólo fuera en nombre de la verdad integral sobre el hombre, si no por otros motivos, tenemos que preguntarnos esto. En nombre de su libertad interior y de su dignidad. Y también en nombre de toda su historia.

He aquí una pregunta que debe plantearse.

En cualquier caso, los cristianos ni pueden ni quieren preparar este mundo de verdad y de justicia con el odio, sino sólo con el dinamismo del amor.

Y para finalizar, retengamos en nuestra memoria las palabras de la liturgia de hoy: "Vuestra caridad sea sincera, aborreciendo el mal, adhiriéndoos al bien, amándoos los unos a los otros con amor fraternal, honrándoos a porfía unos a otros. Sed diligentes sin flojedad, fervorosos de espíritu, como quienes sirven al Señor. Vivid alegres con la esperanza" (Rom 12, 9-12).

(Saludo especial a los emigrantes portugueses y españoles)

Con un afectuoso saludo y mis mejores votos, exhorto igualmente a los queridísimos emigrantes de lengua portuguesa a que sean fieles a los auténticos valores de la familia —tal como Dios la quiere— y del trabajo honrado. Y esto, aunque sean difíciles las condiciones de vida: lo exige su vocación cristiana y las dignas tradiciones de que son portadores, incluso aunque estén fuera de la patria querida. Y que Nuestra Señora sea para todos luz y ejemplo a seguir y que, como Madre de nuestra confianza, les asista, les conforte y les alcance gracia de Dios.

Quiero dirigir ahora un saludo particularmente cordial, en su propia lengua, a los emigrantes españoles que participan en este acto.

Conozco bien la problemática y dificultades que habéis de afrontar en vuestra vida, en ambiente ajeno y en situación no raras veces de aislamiento. Dad prueba de solidaridad mutua, ayudándoos a mantener y promover vuestra dignidad de hombres y de hijos de Dios. Y no olvidéis los valores cristianos que recibisteis de vuestros antepasados.

Con mi respeto y afectuosa estima hacia vosotros, vuestros hijos y familias, pido al Señor que os bendiga siempre.

 



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