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VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA
EN EL AEROPUERTO DE LE BOURGET

Domingo 1 de junio de 1980

 

Quiero comenzar dando las gracias desde lo profundo de mi corazón a todos los que han querido reunirse aquí esta mañana, viniendo incluso de provincias lejanas de Francia. Para todos, mis mejores deseos, y en particular para las madres de familia, que en este día celebran el día de la madre. Os invito ahora a recogeros conmigo.

1. Las palabras que acabamos de escuchar poseen un doble significado: ponen fin al Evangelio como tiempo de la revelación de Cristo, y a la vez lo abren hacia el futuro como tiempo de la Iglesia, tiempo de un incesante deber y de una misión.

Cristo dice: ¡Id!

Indica la dirección del camino: todas las naciones.

Precisa la tarea: enseñadles y bautizadles.

La Iglesia recuerda estas palabras en este día solemne, en que quiere adorar a Dios de un modo especial en el misterio interior de la vida de la divinidad: Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Sean estas palabras el fundamento esencial de nuestra meditación, ahora que nos encontramos todos, por admirable disposición de la Providencia, muy cerca de París que es la capital de Francia, y una de las capitales de Europa, una entre otras muchas, es verdad, pero única en su género, y una de las capitales del mundo.

En la última frase que recoge el Evangelio, Cristo ha dicho: "Id por todo el mundo" (Mc 16, 15).

Me encuentro hoy con vosotros, queridos hermanos y hermanas, en uno de esos lugares desde los que, de un modo particular, se observa "el mundo", se ve la historia de nuestro "mundo" y se observa el "mundo" contemporáneo, el lugar desde donde este mundo se conoce y se juzga a sí mismo, conoce y juzga sus victorias y sus derrotas, sus sufrimientos y sus esperanzas.

Permitid que me deje penetrar con vosotros por la elocuencia inaudita de las palabras que Cristo dirigió a sus discípulos. Permitid que a través de ellas fijemos los ojos, al menos por un instante, en el misterio insondable de Dios, que lleguemos a alcanzar aquello que hay en el hombre de duradero, y por tanto de más humano.

Permitid que nos preparemos así a la celebración de la Eucaristía en la solemnidad de la Santísima Trinidad.

2. Cristo dijo a los Apóstoles: "Id... enseñad a todas las naciones...". Del mismo modo que hoy me encuentro prácticamente en la capital de Francia, así, hace un año, en este mismo día, del primer domingo después de Pentecostés, me encontraba en una gran pradera de la vieja capital de Polonia, en Cracovia, en la ciudad donde he vivido y desde donde Cristo me llamó a la Sede romana del Apóstol Pedro. Allí tenía frente a mí los rostros conocidos de mis compatriotas, y tuve ante los ojos toda la historia de mi nación, desde su bautismo. Esta historia rica y difícil había comenzado de modo admirable, casi exactamente en el momento en que se realizó la última palabra de Cristo dirigida a sus Apóstoles: "Enseñad a todas las naciones, y bautizadlas...". Con el bautismo fue dada a luz la nación y comenzó su historia.

Esta nación, de la cual yo soy hijo, no es extraña para vosotros. Sobre todo en los períodos más difíciles de su historia, ha encontrado en vosotros el apoyo de que tenía necesidad, los principales formadores de su cultura y los portavoces de su independencia. No puedo dejar de recordarlo en este momento. Hablo de ello con gratitud...

Bastante más tarde que aquí, los caminos misioneros de los sucesores de los Apóstoles llegaron hasta el Vístula, los Cárpatos, el Mar Báltico... Aquí, la misión confiada por Cristo a los Apóstoles después de la resurrección encontró enseguida un comienzo de realización, si no de un modo cierto desde la época apostólica, sí al menos desde el siglo II, con Ireneo, aquel gran mártir y padre apostólico, que fue obispo de Lión. Además se menciona a menudo en el martirologio romano a "Lutetia Parisiorum"...

¡Primero la Galia, y después Francia: la hija primogénita de la Iglesia!

Hoy, en la capital de la historia de vuestra nación, quisiera repetir estas palabras que constituyen vuestro título de orgullo: Hija primogénita de la Iglesia.

Y, al repetir este título, quisiera adorar con vosotros el misterio admirable de la Providencia. Quisiera rendir homenaje al Dios vivo, que, actuando en los pueblos, escribe la historia de la salvación en el corazón del hombre.

Esta historia es tan vieja como el hombre. Se remonta incluso a su "prehistoria", se remonta al comienzo. Lo que Cristo dijo a los Apóstoles: "Id, enseñad a todas las naciones...", lo había confirmado a lo largo de la historia de la salvación, y a la vez ha anunciado esta etapa particular, la última etapa.

3. Esta historia particular se halla escondida en lo más íntimo del hombre, es misteriosa, y sin embargo real también en su realidad histórica, se encuentra revestida, de un modo visible, de hechos, de acontecimientos, de existencias humanas y de individualidades. Los hijos e hijas de vuestra nación han inscrito un gran capítulo de esta historia en la historia de vuestra patria. Sería difícil nombrarlos a todos, sin embargo evocaré al menos a aquellos que más influencia han ejercido en mi vida: Juana de Arco, Francisco de Sales, Vicente de Paúl, Luis María Grignion de Montfort, Juan María Vianney, Bernadette de Lourdes, Teresa de Lisieux, sor Isabel de la Trinidad, el padre de Foucauld, y todos los demás. ¡Se hallan tan presentes en la vida de toda la Iglesia, e influyen tanto mediante la luz y el poder del Espíritu Santo!

Todos ellos os dirían mejor que yo que la historia de salvación comenzó con la historia del hombre, que la historia de la salvación conoce siempre un nuevo comienzo, que inicia en cada hombre que viene a este mundo. De este modo la historia de la salvación entra en la historia de los pueblos, de las naciones, de las patrias y de los continentes.

La historia de la salvación comienza en Dios. Es precisamente lo que Cristo ha revelado y ha declarado plenamente al decir: "Id,... enseñad a todas las naciones y bautizadlas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo".

"Bautizar" quiere decir "sumergir", y el "nombre" significa la realidad misma que expresa. Bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, significa sumergir al hombre en esta misma realidad que nosotros expresamos con el nombre de Padre, Hijo y Espíritu Santo, la realidad que es Dios en su Divinidad: la Realidad absolutamente insondable, que no puede comprenderse ni reconocerse más que por sí misma. Y al mismo tiempo, el bautismo sumerge al hombre en esta realidad que, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, se ha abierto al hombre. Se ha abierto realmente. No hay nada más real que esta apertura, esta comunicación, esta donación del Dios inefable al hombre. Cuando oímos los nombres del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ellos nos hablan precisamente de esta entrega, de esta "comunicación" inaudita de Dios que, en sí mismo, es impenetrable para el hombre... Esta comunicación, este don del Padre, ha alcanzado su culmen histórico y su plenitud en el Hijo crucificado y resucitado, y permanece ahora en el Espíritu, que "aboga por nosotros con gemidos inenarrables" (Rom 8, 26).

Las palabras que Cristo dirigió a sus Apóstoles al final de su misión histórica, constituyen una síntesis absoluta de todo lo que había sido esta misión, etapa por etapa, desde la anunciación hasta la crucifixión... y finalmente hasta la resurrección.

4. En el corazón de esta misión, en el corazón de la misión de Cristo, se encuentra el hombre, cada hombre. A través del hombre se encuentran las naciones, todas las naciones.

La liturgia de hoy es teocéntrica, y sin embargo es una proclamación del hombre. Lo proclama porque el hombre se encuentra en el corazón mismo del misterio de Cristo, el hombre se encuentra en el corazón del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Y esto desde el comienzo. ¿Acaso no fue creado a imagen y semejanza de Dios? Fuera de esto el hombre no tiene sentido. El hombre sólo tiene sentido en el mundo como imagen y semejanza de Dios. De otro modo no tiene sentido, y se llegaría a decir, como algunos afirman, que el hombre no es más que una "pasión inútil".

Sí. También el hombre es proclamado por la liturgia de hoy.

"Cuando contemplo los cielos, obra de tus manos; la luna y las estrellas, que tú has establecido... ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, y el hijo del hombre para que de él te cuides? Y lo has hecho poco menor que Dios, le has coronado de gloria y honor. Le diste el señorío sobre las obras de tus manos, todo lo has sometido debajo de sus pies" (Sal 8, 4-7)^,

5.   El hombre... el elogio del hombre... la afirmación del hombre.

Sí, la afirmación del hombre en su totalidad, en su constitución espiritual y corporal, en lo que le hace aparecer como sujeto exterior e interiormente. El hombre adaptado, en su estructura visible, a todas las criaturas del mundo visible, y al mismo tiempo interiormente unido a la sabiduría eterna. También esta sabiduría es anunciada por la liturgia de hoy, que canta su origen divino, su presencia perceptible en toda la obra de la creación, para decir al final, que "son sus delicias los hijos de los hombres" (Prov 8, 31).

¡Qué no han hecho los hijos e hijas de vuestra nación por el conocimiento del hombre, por expresar al hombre a través de la formulación de sus derechos inalienables! Es conocido el lugar que las ideas de libertad, igualdad y fraternidad ocupan en vuestra cultura y en vuestra historia. En el fondo se trata de ideas cristianas. Lo digo consciente de que aquellos que formularon por primera vez este ideal no se referían a la alianza del hombre con la sabiduría eterna. Sin embargo, ellos querían trabajar en favor del hombre.

Para nosotros, la alianza interior con la sabiduría es el fundamento de toda cultura y del verdadero progreso del hombre.

¿El desarrollo contemporáneo y el progreso de que estamos participando, son fruto de la alianza con la sabiduría? ¿No son sólo una ciencia cada vez más exacta de los objetos y las cosas, sobre la que se construye el progreso vertiginoso de la técnica? ¿Acaso el hombre, artífice de este progreso, no se convierte cada vez más en el objeto de este proceso? Y he aquí que se derrama, cada vez más, en él y alrededor suyo esta alianza con la sabiduría, la eterna alianza con la sabiduría que es en sí misma la fuente de la cultura, es decir, del verdadero crecimiento del hombre.

6.   Cristo ha venido al mundo en nombre de la alianza del hombre con la sabiduría eterna. En nombre de esta alianza, nació de la Virgen María y anunció el Evangelio. En nombre de esta alianza, "crucificado... bajo Poncio Pilato", fue a la cruz y resucitó. En nombre de esta alianza, renovado en su muerte y en su resurrección, nos da su Espíritu... La alianza con la sabiduría eterna continúa en El. Continúa en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Se continúa en el hecho de enseñar a las naciones y de bautizar, en el Evangelio y la Eucaristía. Continúa en la Iglesia, es decir, en el Cuerpo de Cristo, el Pueblo de Dios.

El hombre ha de crecer y desarrollarse como hombre en esta alianza. Debe crecer y desarrollarse a partir del fundamento divino de su humanidad, es decir, como imagen y semejanza del mismo Dios. Y debe crecer y desarrollarse como hijo adoptivo de Dios.

Como hijo adoptivo de Dios, el hombre debe crecer y desarrollarse a través de todo lo que favorece el desarrollo y el progreso del mundo en que vive. A través de todas las obras de sus manos y de su genio. A través del éxito de la ciencia contemporánea y la aplicación de la técnica moderna. A través de todo lo que conoce del macrocosmos y del microcosmos, gracias a unos medios cada vez más perfeccionados.

¿Cómo es posible que, desde hace algún tiempo, el hombre haya encontrado en todo este gigantesco progreso una fuente de amenaza para sí mismo? ¿De qué modo y por qué camino hemos llegado al punto de que, en el corazón mismo de la ciencia y de la técnica modernas, haya aparecido la posibilidad de la gigantesca autodestrucción del hombre, hasta el punto de que la vida diaria nos ofrezca tantas pruebas del empleo, en contra del hombre, de lo que debía ser para el hombre y servirlo?

¿Cómo se ha llegado hasta esto? ¿Acaso el hombre, en camino hacia el progreso, no ha tomado un solo camino, el más fácil, y no ha tenido en cuenta la alianza con la sabiduría eterna? ¿Acaso no ha tomado el camino "ancho", descuidando el camino "estrecho" (cf. Mt 7, 13-14)?

7. Cristo dijo: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18). Y lo dijo cuando el poder terreno —el Sanedrín y el poder de Pilato— mostraban su supremacía sobre El, decretando su muerte en la cruz. Lo dijo también después de su resurrección.

"El poder en el cielo y en la tierra" no es un poder contra el hombre. Tampoco se trata de un poder del hombre sobre el hombre. Es el poder que permite al hombre manifestarse a sí mismo en su realeza, en toda la plenitud de su dignidad. Es el poder, cuya potencia específica ha de descubrir el hombre en su corazón, y por el que debe manifestarse a sí mismo en las dimensiones de su consciencia y en la perspectiva de la vida eterna. Entonces se revelará en él toda la fuerza del bautismo, y será consciente de que se encuentra "sumergido" en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y se encontrará totalmente a sí mismo en el Verbo eterno, en el Amor infinito.

El hombre está llamado a esto en la alianza con la sabiduría eterna.

Este es también el "poder" que Cristo posee "en el cielo y en la tierra".

El hombre de nuestros días ha aumentado de manera considerable su poder sobre la tierra, e incluso piensa en su expansión más allá de nuestro planeta.

Se puede decir también que el poder del hombre sobre otro hombre se hace cada vez más duro. A medida que abandona la alianza con la sabiduría eterna, va dejando de saber gobernarse a sí mismo, y no sabe tampoco gobernar a los demás. ¡Qué apremiante se ha hecho la cuestión de los derechos fundamentales del hombre! ¡Qué rostro tan amenazador presentan el totalitarismo y el imperialismo en los que el hombre deja de ser sujeto, que equivale a decir que deja de contar como hombre! ¡Cuenta sólo como un número y un objeto!

Escuchemos una vez más lo que dice Cristo en estas palabras: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra", y meditemos toda la verdad que encierran.

8. Cristo, al final, dice también esto: "Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20), lo que significa también: hoy, en 1980, para toda nuestra época.

El problema de la ausencia de Cristo no existe. No existe el problema de su alejamiento de la historia del hombre. El silencio de Dios sobre las inquietudes del corazón y la suerte del hombre no existe.

No hay más que un problema que existe siempre y en todo lugar: el problema de nuestra presencia junto a Cristo. De nuestra permanencia en Cristo. De nuestra intimidad con la auténtica verdad de sus palabras y con el poder de su amor. ¡Sólo existe un problema, el de nuestra fidelidad a la alianza con la sabiduría eterna, que es fuente de una verdadera cultura, es decir, del crecimiento del hombre, y el de la fidelidad a las promesas de nuestro bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo!

Así, pues, para concluir, permitidme preguntaros:

Francia, hija primogénita de la Iglesia, ¿eres fiel a las promesas de tu bautismo?

Permitidme preguntaros:

Francia, hija de la Iglesia y educadora de los pueblos, ¿eres fiel, para el bien del hombre, a la alianza con la sabiduría eterna?

Perdonadme esta pregunta. La he hecho como la hace el ministro en el momento del bautismo. La he hecho por solicitud para con la Iglesia, de la que soy el primer sacerdote y el primer servidor, y por amor al hombre, cuya grandeza definitiva, se halla en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 



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