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SANTA MISA EN LA IGLESIA DEL CENTRO «OBRA DE SAN PABLO»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo XXI durante el año
Castelgandolfo, 24 de agosto de 1980

 

Carísimos hermanos e hijos:

Es para mí una alegría encontrarme con vosotros en esta iglesia del barrio de San Pablo, ligado a la memoria de mi inolvidable y amado predecesor Pablo VI, que he tenido ocasión de recordar a la veneración y afecto de todos, en el segundo aniversario de su muerte.

Alegría cristiana la nuestra, que quiere manifestarse en la plegaria común y en la ofrenda del sacrificio eucarístico en este templo, erigido por precisa voluntad de aquel gran Pontífice y también como un concreto estímulo para todo el plan diocesano, que tiende a dotar de nuevos centros de oración y de animación cristiana a las numerosas zonas de reciente desarrollo. El había decidido celebrar aquí la Santa Misa en la festividad de la Asunción de 1978, con el, deseo de encontrarse, ante el altar del Señor y en la intensa comunión de la asamblea litúrgica, con los habitantes de este barrio que él había animado.

Por desgracia, la muerte que le sobrevino pocos días antes, le impidió la realización de ese propósito pastoral.

Queridos hermanos e hijos: Aquí me tenéis, con el ánimo y la aspiración de cumplir yo aquella promesa. Me complazco, ante todo, en dirigir mi cordial saludo al cardenal Secretario de Estado, que ha querido estar aquí con nosotros, hoy. Me dirijo también a vuestro obispo, mons. Gaetano Bonicelli y a los sacerdotes salesianos que animan con celo y con su tradicional entusiasmo la vida eclesial de la parroquia, expresando además mi reconocimiento por el bien que realizan en esta simpática población, para bien de sus habitantes y de los numerosos turistas.

Nuestra alegría cristiana quiere alimentarse de la Palabra de Dios el cual, acogido en la fe, es fuente para nuestro espíritu de interiores certezas, que necesitamos, sobre todo, en momentos de dificultad y desfallecimiento.

1. Consideremos, en primer lugar, la oración inicial de esta Santa Misa. Esa oración, a la vez que nos enlaza con las profundas aspiraciones expresadas en la del pasado domingo, nos abre la puerta a la aceptación, sin vanos temores, de la palabra del Evangelio que, siendo divina, es fuente de infalible certeza, aunque, a primera vista, su lectura puede aparecer turbadora.

Mientras la pasada semana pedimos al Señor "la dulzura de su amor para poderle amar en todo y sobre todas las cosas", a fin de obtener "las promesas que superan todo deseo", hoy, con el mismo espíritu de humilde súplica, pedimos a Dios "amar lo que manda y desear lo que promete", a fin de que "nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría". En las dos oraciones hay una idéntica orientación fundamental del cristiano hacia los bienes que sobrepasan toda previsión y experiencia, que ningún ojo puede ver y ninguna mente imaginar; hay la misma ansia del don de Dios, único que puede transformar el corazón de sus fieles, haciéndolo sensible a sus promesas y dispuesto a afrontar, por amor, la lucha requerida contra el espíritu del mundo, superando así "la puerta estrecha".

Al pedir a Dios hoy, en especial, que nos haga "amar lo que El manda", pedimos entrar en el secreto de la libertad cristiana, la cual induce a una decisión irrenunciable y fiel de elegir el bien, aunque vaya acompañada, como muchas veces sucede, por el cansancio, la lucha y el sufrimiento.

El cristiano, efectivamente, no obedece a un imperativo externo, sino que, afrontando la "puerta estrecha", sigue la atracción que le pone en su corazón el Espíritu Santo. He ahí por qué todos cuantos se comprometen a obedecer al Señor con la más profunda y leal generosidad, ponen en esa obediencia una espontaneidad y un amor que los profanos no saben explicarse.

Preparados así por la oración a acoger en el corazón "lo que Dios manda", nos sentimos dispuestos a no rebelarnos, a no desanimarnos, a no rechazar, antes bien a comprender y amar la palabra evangélica que Jesús hoy nos dirige.

2. En el Evangelio Jesús recuerda que todos estamos llamados a la salvación y a vivir con Dios, porque frente a la salvación no hay personas privilegiadas. Todos deben pasar por la puerta estrecha de la renuncia y de la donación de sí mismos. La lectura profética expone con vivas imágenes el designio que Dios tiene de recoger en la unidad a todos los hombres para hacerles partícipes de su gloria. La extraída del Nuevo Testamento exhorta a soportar las pruebas como purificación procedente de las manos de Dios, "porque el Señor, a quien ama, le reprende" (Heb 12, 6; Prov 3, 12). Pero los motivos de esas dos lecturas puede decirse que se hallan concentrados en el pasaje del Evangelio.

La interrogación en torno al problema fundamental de la existencia: "Señor, ¿son pocos los que se salvan?" (Lc 13, 23), no nos puede dejar indiferentes. A esa pregunta, Jesús no responde directamente, sino que exhorta a la seriedad de los propósitos y de las decisiones: "Esforzaos a entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán" (Lc 13, 24). El grave problema adquiere en los labios de Jesús una perspectiva personal, moral, ascética. Jesús afirma con vigor que el conseguir la salvación requiere sufrimiento y lucha. Para entrar por esa puerta estrecha, es necesario, como dice literalmente el texto griego, "agonizar", es decir, luchar vigorosamente con todas las fuerzas, sin pausa y con firmeza de orientación. El texto paralelo de Mateo parece todavía más categórico. "Entrad por la puerta estrecha,, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición y son muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida y cuán pocos los que dan con ella!" (Mt 7, 13-14).

La puerta estrecha es, ante todo, la aceptación humilde, en la fe pura y en la confianza serena, de la Palabra de Dios, de sus perspectivas sobre nuestras personas, sobre el mundo y sobre la historia; es la observancia de la ley moral, como manifestación de la voluntad de Dios, en vista de un bien superior la que realiza nuestra verdadera felicidad; es la aceptación del sufrimiento como medio de expiación y de redención, para sí y para los demás, y como expresión suprema de amor; la puerta estrecha es, en una palabra, la aceptación de la mentalidad evangélica, que encuentra en el sermón de la montaña su más pura explicación.

Es necesario, en fin de cuentas, recorrer el camino trazado por Jesús y pasar por esa puerta, que es El mismo: "Yo soy la puerta; el que por Mí entrare, se salvará" (Jn 10, 9). Para salvarse, hay que tomar como El nuestra cruz, negarnos a nosotros mismos en las aspiraciones contrarias al ideal evangélico y seguirle en su camino: "Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame" (Lc 9, 23).

Queridos hijos y hermanos: Es el amor lo que salva, el amor que, ya en la tierra, es felicidad interior para quien se olvida de sí mismo y se entrega en los más diferentes modos: en la mansedumbre, en la paciencia, en la justicia, en el sufrimiento y en el llanto. ¿Puede el camino parecer áspero y difícil, puede la puerta aparecer demasiado estrecha? Como dije ya al principio, semejante perspectiva supera las fuerzas humanas, pero la oración perseverante, la confiada súplica, el íntimo deseo de cumplir la voluntad de Dios, conseguirán de nosotros que amemos lo que El manda.

Y esto es lo que pido para todos vosotros. Y sobre vuestros propósitos, sobre vuestras personas, sobre vuestras familias descienda mi afectuosa bendición apostólica.

 


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