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SANTA MISA DEL DOMINGO MUNDIAL DE LAS MISIONES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Domingo 19 de octubre de 1980

 

Venerados hermanos e hijos queridísimos:

1. Nos autem praedicamus Christum crucifixum (1 Cor 1, 23).

He querido tener esta especial celebración en la fiesta del Domingo mundial de las Misiones para invitar y estimular, una vez más, a toda la comunidad eclesial a reflexionar, en el recogimiento de la oración, en torno a una causa de por sí primaria y siempre actual, como es la del anuncio de Cristo a las gentes. Y he querido tener a mi alrededor, como concelebrantes, a algunos misioneros, que quieren ser actores y protagonistas directos de esta misma causa y, precisamente porque dentro de poco recibirán de mis manos el crucifijo —símbolo más expresivo que ningún otro de su trabajo y de su sacrificio—, tienen un derecho preferencia! y puesto de relieve especial en el contexto de este rito sagrado. A ellos, como a sus hermanos y colaboradores lejanos, religiosos, religiosas y laicos, se dirige ahora, también en nombre de todos los que estáis aquí presentes, mi saludo agradecido y afectuoso por el testimonio ejemplar y calificado que han ofrecido y ofrecen a la Iglesia y al mundo.

2. Pero, ¿por qué —quisiera preguntar— se celebra cada año el Día de las Misiones? ¿Se trata acaso de un hecho habitual que, a causa de su ritmo repetido, se ha convertido en escasamente importante y le falta, por esto, una influencia concreta? Sabéis bien que esta jornada constituye, en realidad, una iniciativa relativamente reciente: fue instituida el año 1926 por mi venerado predecesor Pío XI, que precisamente ese año había dedicado al desarrollo de las misiones la Encíclica Rerum Ecclesiae (cf. AAS 18, 1926, págs. 65-83), y por las singulares atenciones dedicadas a este sector vital, fue definido en sus tiempos "el Papa de las misiones". Acogiendo muy gustosamente la instancia del consejo superior de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe, quiso "prescribir" esta "jornada de oraciones privadas y públicas en favor de las santas misiones, que se celebraría el mismo día en todas las diócesis, parroquias e institutos del mundo católico" (cf. Súplica y Rescripto en AAS 19, 1927, págs. 23-24). Por lo que se refiere a las finalidades, que se asignaban, eran —como son todavía— evidentes y pueden resumirse bien con una sola palabra: sensibilizar, esto es, interesar, educar e implicar en la causa misionera a todos los hijos de la Iglesia, haciéndoles caer en la cuenta de la perenne validez del mandato evangélico mediante una acción coordinada, que comprende ante todo la oración por las misiones, luego, el conocimiento y la ilustración de los problemas relativos a ellas, así como también la recaudación de las ayudas necesarias.

Desde entonces, durante todos los años sucesivos, la celebración ha tenido lugar con toda regularidad y ha sido respetada como una sagrada consigna, como lo demuestra, entre otras cosas, la misma asamblea litúrgica que nos ve reunidos aquí.

3. Pero después vino el Concilio Vaticano II, que elaboró de nuevo toda la "materia misionera" y profundizó su amplia problemática, también en relación con los cambios de las circunstancias históricas —como, por ejemplo, el fenómeno de la llamada "descolonización" y los otros fenómenos unidos a él, de la independencia de los nuevos pueblos y de su sacrosanto camino hacia un desarrollo ordenado y original. De aquí surgió el Decreto Ad gentes que nos ha ofrecido como una nueva "carta magna" acerca de la actividad misionera de la Iglesia en nuestros tiempos, sobre la base de los inmutables principios doctrinales (cf. núms. 2-9). Son cosas que conocéis bien, queridísimos hermanos e hijos. Lo que quisiera subrayar aquí es que dicho documento conciliar se sitúa en coherente continuidad con la precedente y central Constitución dogmática Lumen gentium: la Iglesia, que en ésta se había presentado a sí misma como "sacramento universal de salvación" (cf. núm. 48), desde las primeras palabras de aquel tomaba tal definición y declaraba formalmente ser por su naturaleza misionera (cf. núms. 1 y 2).

Por tanto, podemos decir: la Iglesia, como se ha repetido a sí misma con más fuerza, que por voluntad de su divino Fundador., debe ser signo e instrumento de salvación para los hombres, así también ha añadido paralelamente que, para estar a la altura de esta función, para corresponder a ella concretamente en su itinerario a través de la historia, deberá tener siempre el espíritu y el estilo, la tensión vigilante y la santa ambición de ser y permanecer siendo auténticamente misionera. Jamás le será lícito a la Iglesia usar la fórmula conclusiva "misión cumplida" para replegarse y dispensarse, de este modo, de insistir en el compromiso asumido: la autodefinición, a la que he aludido antes es, en definitiva, prueba y confirmación de la autoconciencia que el Concilio —este gran acontecimiento de luz y de gracia— ha desarrollado y reforzado en ella. Es como si el Espíritu le hubiese repetido también: "¡Conócete a ti misma, y sé tú misma! ¡Tú eres en Cristo el órgano de salvación para todas las gentes: por lo tanto, sé misionera!".

4. Pero ya es hora de penetrar más adentro en lo vivo de esta celebración, pasando de la admirable perspectiva eclesiológico-pastoral, que nos ha abierto el Concilio, a la atmósfera mística que es connatural y, por esto, indispensable cada vez que nos disponemos a renovar sobre nuestros altares el Sacrificio de la cruz. Ahora, para introducirnos, no hay modo mejor que el de detener nuestra atención en las lecturas bíblicas, que acaban de ser proclamadas. Siempre es verdad que la Palabra de Dios es el camino maestro para dirigirnos hacia El, en unión con Jesucristo, su Hijo predilecto y nuestro amadísimo Salvador.

Ya la lectura profética de Isaías, al proponer la visión de todas las gentes que afluyen allá arriba hacia el templo del monte del Señor, no sólo nos pone en sintonía con el universalismo que es característica peculiar de la actividad misionera, sino que nos inserta, además, en esa corriente salvífica que —como bien sabemos— se ofrece a todos los hombres, sin alguna discriminación o distinción de lengua, de raza, de color y de condición: salus pro omnibus, porque es infinito e inagotable el valor del cuerpo, que Cristo nos ha dado, y de la sangre que ha derramado por nosotros (cf. Lc 22, 19-20; 1 Cor 11, 24-29; l Pe 1, 19; 1 Jn 1, 7).

Después de las palabras del Profeta hemos escuchado las del Apóstol y luego, sobre todo, las de Jesús, tomadas del Evangelio según Marcos. Frente a la consigna, o mandato supremo: "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación" (16, 15) —en las que resuena una vez más, con toda claridad, el acento universal— no hay que considerar solamente o poner de relieve la prontitud, la exactitud o la puntualidad de la ejecución: "Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes" (16, 20). No se trata sólo de eso: diría que, a propósito de esas magníficas palabras del Señor, el Apóstol nos sugiere algo que representa, al mismo tiempo, un comentario autorizado y un análisis penetrante. Efectivamente, si Jesús, después de haber impartido el mandato de ir y de predicar, había advertido que la salvación depende de la fe y, de recibir el bautismo (16, 16), Pablo, mediante un lúcido examen lógico y teológico individua las varias fases y distintos momentos que vinculan íntimamente entre sí la salvación y la misión. ¿Cómo se nos da la salvación? El responde: se nos da la salvación si se invoca al Señor; pero para invocarlo es necesario creer; y para creer es preciso oír hablar; y para oír hablar es necesario anunciar; y para anunciar es necesario ser enviados (cf. Rom 10, 13-15). He aquí, pues, los pasos obligados entre el punto de partida y el de llegada. He aquí cómo del envío o misión viene a depender el deseado destino final que es la salvación, a través del camino crucial de la fe, recibida después de la escucha atenta de quien la anuncia y, cuando se haya convertido en opción personal y convicción profunda del corazón, se manifiesta también en la confesión de la boca (ib., 9-10).

5. De este modo el Apóstol nos ha enseñado la importancia fundamental y determinante, o mejor, lo insustituible de la misión y de la predicación evangélica en la vida y para la vida de la Iglesia: efectivamente, se trata de tareas que configuran su vocación específica y su identidad más profunda (cf. Evangelii nuntiandi, 14). Así ocurría en los tiempos de San Pablo, cuando él y los coapóstoles, fidelísimos y obedientísimos intérpretes de la voluntad del Maestro, afrontando molestias y dificultades de todo género, se fueron a todas las regiones del mundo entonces conocido para anunciar el Evangelio. Fortalecidos interiormente por el Espíritu, pero humanamente siempre desprovistos de recursos y medios, ellos trabajaron con gran celo; pero atendamos bien a la expresión del Evangelista: era Dios quien actuaba soberanamente, potentemente con ellos: "y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la palabra con los signos que les acompañaban" (Mc 16, 20).

¡Hoy es como entonces! ¡Hoy debe ser como entonces! Es necesario que obedezcamos al mandato que no se puede preterir de nuestro Señor y, por lo tanto, debemos trabajar comprometiéndonos todos, bien que en la variedad de formas y en la diversidad de aportaciones, pero con orgánica y sustancial unidad de intentos, al anuncio y a la difusión del Evangelio. Sí, hermanos, aun cuando no vayamos a las tierras de misión, tenemos todos, tenemos siempre, tenemos en todas partes la posibilidad y la obligación de colaborar en esta actividad evangelizadora, que ha sido presentada como "officium Populi Dei fundamentale" en el citado Decreto (núm. 35). Precisamente por esta suprema razón, se pasa allí revista claramente, para los fines de la cooperación misionera, a los respectivos deberes de la Iglesia universal, de cada una de las comunidades cristianas, de los obispos, de los presbíteros, de los institutos de perfección y de los laicos (cf. ib., núms. 36-41).

Por otra parte, conscientes de nuestra insuficiencia y pobreza, deberemos recordar siempre que nuestra actividad —hecha de diligencia, de fidelidad y de sacrificio— no basta por sí misma ni podrá bastar jamás: el que actúa, el que convierte, el que llama a la fe, iluminando las mentes y tocando los corazones, el que efectivamente conduce a la salvación es Dios omnipotente y misericordioso. Bajo este segundo aspecto podemos afirmar, sin duda, que la misión es humildad y, por lo tanto, va acompañada necesariamente por esa actitud interior que nos hace repetir "Siervos inútiles somos" (Lc 17, 10) y exige un generoso espíritu de servicio. Así precisamente nos ha enseñado, con la palabra y todavía más con el ejemplo, Jesucristo mismo, que "vino no a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos" (Mt 20, 28).

Esta vida que el Señor nos ha dado —y nosotros sabemos bien de qué modo y a qué precio—, está todavía, como siempre, a nuestra disposición, y está al mismo tiempo a disposición de todos los hombres, nuestros hermanos. Dentro de pocos instantes, en el misterio inefable del Sacrificio eucarístico, esta vida será inmolada de nuevo y ofrecida "por nosotros y por todos" sobre nuestro altar. En íntima unión con Cristo, sacerdote y víctima, debemos sacar de ella en abundancia para salvarnos, para salvar.

 



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