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MISA EN EL 150 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE SIMÓN BOLÍVAR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Capilla Sixtina, 17 de diciembre de 1980

 

Queridos hermanos y hermanas,

1. En este sugestivo marco de la Capilla Sixtina, nos hemos congregado para la celebración de la Eucaristía, en una fecha que tanto significa para vosotros los aquí presentes, representantes de los diversos países latinoamericanos y miembros de la comunidad de América Latina residente en Roma.

Habéis querido reuniros junto al altar, en torno al Sucesor de Pedro, en la conmemoración del 150 aniversario de la muerte de Simón Bolívar, como lo hicieron vuestros antepasados con mi Predecesor el Papa Pío XI, en ocasión del centenario del mismo acontecimiento.

En esta singular circunstancia, en la que revive el recuerdo de una figura que habéis apellidado como prócer, gustosamente me uno a vosotros en un homenaje a vuestra historia humana y cristiana, así como a vuestros respectivos países desde los que peregrina hacia el Padre una porción señalada de la Iglesia de Dios. Son los países sobre los que volcó su vida y energías el Libertador, al que instintivamente viene asociado el nombre de José de San Martín —por no citar más que éste— sobre todo desde el histórico encuentro de ambos en Guayaquil.

2. No se trata de hacer aquí un acto académico en honor de una persona insigne, sino de reflexionar, desde una óptica cristiana, en este acto litúrgico de unión con Dios y de comunión con los hermanos, sobre algunas de las lecciones de futuro que la conmemoración hodierna nos confía como un legado, y que rebasa los confines de las naciones de pura esencia bolivariana.

3. En efecto, la aspiración a la unidad dentro de la “Patria grande” o de la confederación americana —que fue el gran sueño del forjador de la independencia de una buena parte de vuestras Naciones— y que debía respetar las diversidades de los diferentes Estados, constituye una llamada integradora que interpela al cristiano, para que sepa discernirla con justos y serenos criterios.

No puede negarse, efectivamente, que para el afianzamiento de la paz, para un más eficaz y armónico desarrollo económico, para un mayor enriquecimiento cultural y espiritual, así como para poder hallar un puesto de conveniente dignidad en el concierto internacional, juega un papel muy importante la capacidad de asociarse debidamente pueblos diversos, movidos por un impulso de solidaria complementariedad.

4. La Iglesia no es indiferente a este problema, sino que lo asume y, en lo que de ella depende, lo favorece con su activa colaboración. Por ello, yo mismo decía no hace mucho al Episcopado latinoamericano que “como lo demuestra la historia con elocuentes ejemplos, (la Iglesia) ha sido en América Latina el más vigoroso factor de unidad y de encuentro entre los pueblos. Seguid pues prestando todo vuestro aporte, dilectos pastores, a la causa de la justicia, de una bien entendida integración latinoamericana, como un esperanzado servicio a la unidad” (Río de Janeiro, Discurso en el XXV aniversario del CELAM, 8).

Partiendo de una visión de la hermandad universal de los hombres bajo la paternidad divina —hermandad que halla una sublime realización en la participación en la misma mesa eucarística— y del respeto dinámico a la vocación integral del ser humano y sus manifestaciones religiosas, sociales o culturales, la Iglesia es bien consciente del papel armonizador que puede ejercer en una sociedad, sobre todo donde —como es vuestro caso— una mayoría de ciudadanos se encuentran estrechamente vinculados por lazos comunes de fe, de lengua y de cultura.

Por este motivo, el Episcopado latinoamericano, válida muestra de unidad eclesial y aun social en sus actuaciones colectivas, proclama en el Documento de Puebla: “La Iglesia... mira con satisfacción los impulsos de la humanidad hacia la integración y la comunión universal. En virtud de su misión específica, se siente enviada, no para destruir sino para ayudar a las culturas a consolidarse en su propio ser e identidad, convocando a los hombres de todas las razas y pueblos a reunirse, por la fe, bajo Cristo, en el mismo y único Pueblo de Dios” (Puebla, 425). Es una unión que no se detiene pues en el solo aspecto religioso, sin pretender la simple uniformidad, sin absorber las diversas culturas ni mucho menos favorecer el dominio de un pueblo o sector social sobre los otros. Pero sin renunciar tampoco a esa integración justa, en los cuadros “de una gran patria latinoamericana y de una integración universal” (Puebla, 428).

En esta línea de integradora solidaridad son de apreciar y alentar los esfuerzos desplegados por las Organizaciones Internacionales regionales de América Latina, que tratan de promover y dar eficaz concreción a esa corriente unificadora en el continente latinoamericano.

5. Otro de los puntos de reflexión que la actual conmemoración nos ofrece es el amor a la libertad que ella conlleva. Aquel anhelo de constituir una gran nación, “menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria” (Carta de Bolívar, Kingston, 6 de septiembre de 1815), es un reto de perenne validez para las naciones y pueblos de América Latina.

Sin embargo, superada la fase libertaria que culminó en la independencia, se trata ahora de ir construyendo progresivamente espacios efectivos de auténtica libertad. Libertad en armonía con la ley divina, en un clima de solidaridad, de justicia generalizada, de respeto a los derechos de cada comunidad política, de cada asociación legítima, de cada sector social o familia. Y, como fundamento de todo ello, dentro del respeto a los derechos sagrados de cada persona y de su explícita relación a Dios, en privado y en público.

La llamada a esa construcción de la libertad debe hallar eco eficaz —como insistentemente enseña la Iglesia— en la superación de sistemas económicos e ideologías que no están al servicio de la dimensión completa del hombre y que la sofocan injustamente: “Dado que no en todo aquello que los diversos sistemas, y también los hombres en particular, ven y propagan como libertad está la verdadera libertad del hombre, tanto más la Iglesia, en virtud de su misión divina, se hace custodia de esa libertad que es condición y base de la verdadera dignidad de la persona humana” (Redemptor hominis, 12; cf. Discurso inaugural de la Conferencia de Puebla, 28 de enero de 1979, III, 2, 3).

Por ello hay que tener en cuenta que esta libertad personal y social quedará en mero sueño, si cada comunidad política no sabe erigirse —con sus normas constitucionales y su observancia práctica— en defensora y promotora de la dignidad de cada miembro suyo, ayudándole a desarrollar sus propias facultades, empezando por evitar toda forma de injusticia o discriminación; realidades que, por desgracia, no pertenecen sólo al pasado (cf. Juan Pablo II, Mensaje a la Organización de las Naciones Unidas, 2 de diciembre de 1978).

6. En este marco de reflexiones, que obviamente no pueden ser exhaustivas, y que sugiere la ocasión de nuestro encuentro, no quiero dejar de hacer una rápida alusión a la presencia cercana de la Santa Sede en aquellos delicados y trascendentales momentos de vuestra historia.

Cuando, por ejemplo, desde principios del pasado siglo, primero las guerras civiles, luego la gesta de la independencia y las sacudidas que ello provoca, crean divisiones en la Iglesia y originan un desmantelamiento de sedes episcopales, la Santa Sede provee, no sin dificultades y de acuerdo con la delegación de Ignacio Tejada, a la designación de Obispos “propietarios” que atiendan al bien espiritual de la gran Colombia.

Aquella solicitud por el cuidado moral de vuestros pueblos y por la promoción de los espíritus, que era una elocuente prueba de presencia amigable y alentadora, pervive con renovada intensidad en los propósitos de esta Sede Apostólica. Ella valora altamente vuestra condición de naciones nobles y cristianas y quiere ayudarlas, con respeto a las legítimas instancias y fiel a las exigencias de su propia misión, para que cada uno de sus hijos se realice en su doble vertiente terrena y eterna.

Este es el significado más profundo de este nuestro encuentro ante el altar del Señor en esta fecha señalada.

7. A Cristo, Príncipe de la paz y esperanza de los pueblos, como nos lo presenta la liturgia en este período de Adviento, confiamos estas aspiraciones en el Sacrificio eucarístico que estamos celebrando. Quiera El conducir el destino de vuestros países por derroteros de progreso, de concordia, de rectitud moral.

A la Santísima Virgen María, a quien bajo múltiples advocaciones acuden confiados los fieles de Latinoamérica conscientes de la poderosa intercesión de tan excelsa Madre, reitero por vosotros, por vuestras naciones y conciudadanos la misma súplica que pronuncié peregrino en el Tepeyac:

“Haz que todos, gobernantes y súbditos, aprendan a vivir en paz, se eduquen para la paz, hagan cuanto exige la justicia y el respeto de los derechos de todo hombre, para que se consolide la paz... Que tu maternal presencia en el misterio de Cristo y de la Iglesia se convierta en fuente de alegría y de libertad para cada uno y para todos; fuente de aquella libertad por medio de la cual “Cristo nos ha hecho libres”, y finalmente fuente de aquella paz que el mundo no puede dar, sino que sólo la da El, Cristo” (Homilía en la basílica de Guadalupe, 27 de enero de 1979, 5). Así sea.

 



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