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MISA DE NOCHEBUENA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica Vaticana
Jueves 24 de diciembre de 1981

 

"Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado" (Is 9, 6).

1. Nace un Niño. Estamos reunidos en esta venerable basílica —así como muchos hermanos y hermanas nuestros en la fe se reúnen hoy, a medianoche, en todo el mundo— porque: nace un Niño.

Viene al mundo del seno de la Madre, al igual que tantos niños desde el comienzo y continuamente...

Nace...

Durante el censo ordenado en todo el Estado romano por César Augusto, cuando José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, debía dirigirse a Belén, pues pertenecía a la estirpe de David, y Belén era precisamente la ciudad de David.

Allí se cumplieron para María los días del parto.

Nace, por consiguiente, un Niño, el Hijo primogénito de María de Nazaret.

La Madre lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en la posada.

Aunque único e irrepetible por su divinidad, así como por su virginal concepción y nacimiento, el Niño ha nacido como nacen los hijos de los pobres. Esto no lo había profetizado Isaías, aunque sí había anunciado este nacimiento en lo más profundo de la noche, al escribir:

"El pueblo que caminaba en tinieblas, vio una luz grande; habitaban, tierras de sombras, y una luz les brilló" (Is 9, 2).

2. Nosotros, los aquí reunidos, así como todos nuestros hermanos y hermanas del mundo entero, vamos al encuentro de esa Luz:

Se nos ha dado un hijo: Hijo de la Luz, Dios de Dios, Luz de Luz. Un hijo nos ha sido dado: "Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo..." (Jn 3, 16).

Este es el momento en el que se manifiesta al mundo el Don del Padre: un Hijo.

Desde la profundidad de esta noche de Adviento, que describe Isaías, El es el esperado desde hace tanto tiempo...

Y, a la vez, del todo inesperado ya que rodean su nacimiento la noche silenciosa con el vacío de la gruta —establo para el ganado, en las cercanías de Belén— y únicamente dos personas, María y José, en este vacío y en esta soledad.

Este vacío y esta soledad son penetrantes.

Pero son grandes por el nacimiento de Dios: un hijo nos ha sido dado.

En El hemos recibido todo. El Eterno Padre no nos podía dar más.

3. Escribe el Apóstol Pablo: "Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres" (Tit 2, 11).

¿Qué es la gracia? Es precisamente el amor que dona.

En el vacío y en la soledad de esa noche de Belén, el amor "que dona" el Padre, viene al mundo en el Hijo, nacido de la Virgen: un Hijo se nos ha dado.

Ya desde el primer instante de su venida: "nos enseña —como escribe el Apóstol— a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa..." (Tit 2, 12-13).

Esto nos enseña el Niño que ha nacido, el Hijo que se nos ha dado.

Sin embargo, en este momento, ninguno parece escuchar su voz. Da la impresión que nadie siente su nacimiento. Nadie, excepto María y José.

¿Nadie? Y, con todo, hay ya algunos que han sido los primeros en conocerlo. Han sido los primeros en acoger la buena noticia. Y han venido los primeros.

Son los pastores. El Ángel les había dicho: "Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2, 12).

Se encaminaron a la dirección indicada.

Son los primeros entre los habitantes de la tierra que se unieron "al ejército celestial", proclamando la llegada del Hijo Eterno y el comienzo del reino de Dios en el corazón de los hombres.

4. ¿Qué poder se da sobre los hombros de este Niño que nace en la soledad y el vacío de la noche de Belén?

En efecto, dice el Profeta: "Lleva al hombro el principado" (Is 9, 6).

Y añade a continuación: "Para dilatar el principado con una paz sin límites... desde ahora y por siempre..." (Is 9, 6).

Nada parece confirmar esta soberanía y dominio en el vacío y soledad de la noche de Belén.

Antes bien, todo habla de pobreza, de "desheredación"....

La primera noche terrena del Hijo del Hombre contiene ya en sí como un lejano presagio de la última noche, cuando "se humilló haciéndose obediente hasta la muerte..." (Flp 2, 8).

Esta primera noche sin techo del Hijo que se nos ha dado, está libre de cualquier signo de poderío y fuerza humana.

Todo lo contrario...

5. Y, sin embargo, esta noche de Belén, que recordamos cada año con la mayor emoción posible, suscita esperanza y es portadora de alegría: una alegría que el mundo no puede dar a pesar de todos y sus bien conocidos medios de poderío y fuerza terrena.

De esta alegría está llena la liturgia de la Iglesia, que "canta al Señor un cántico nuevo" (Sal 95 [96], 1), e invita "toda la tierra" a este canto.

"Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque" (Sal 95 [96], 11-12).

El reino de Dios sobre la tierra comienza en el transcurso de la noche de esta vigilia, no con los signos del poderío y la fuerza humana, sino con la alegría de las almas y los corazones, que llena a todos los que le han acogido.

Así, hace ocho siglos, esta misma alegría llenó el alma y el corazón de San Francisco, el Pobrecillo de Asís.

6. A todos vosotros, los que me escucháis aquí —en esta basílica— y en cualquier lugar de la tierra, os deseo de todo corazón la revelación de esta Gracia.

¡Gloria a Dios en los cielos y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad! Así sea.

 



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