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CELEBRACIÓN DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 2 de junio de 1983

 

1. «Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he trasmitido» (1 Cor 11, 231.

El testimonio de Pablo, que acabamos de escuchar, es el testimonio de los otros Apóstoles: transmitieron lo que habían recibido. Y como ellos, también sus sucesores han continuado transmitiendo fielmente lo que recibieron. De generación en generación, de siglo en siglo, sin solución de continuidad, hasta hoy.

Y así, esta tarde, en la emocionante atmósfera de la celebración que reúne en plegaria a los diversos miembros de la Iglesia en Roma, el Sucesor de Pedro, que os habla, se hace eco fiel de ese mismo testimonio: «Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido».

Y lo que los Apóstoles nos han transmitido es Cristo mismo y su mandamiento de repetir y entregar a todas las gentes lo que El, el Divino Maestro, dijo e hizo en la última Cena: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros» (1 Cor 11, 24).

2. Al insertarnos en una tradición que dura desde hace casi dos mil años, también nosotros repetimos hoy el gesto de «partir el pan». Lo repetimos en el 1950 aniversario de aquel momento inefable, en que Dios se halló muy cerca del hombre, testimoniando en el don total de Sí la dimensión «increíble» de un amor sin límites.

«Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». ¿Cómo no experimentar en el espíritu una profunda vibración pensando que, al pronunciar ese «vosotros», Cristo quería referirse también a cada uno de nosotros y se entregaba a Sí mismo a la muerte por cada uno de nosotros:

¿Y cómo no sentirnos íntimamente conmovidos, pensando que esa «ofrenda del propio cuerpo» por nosotros no es un hecho lejano, consignado en las páginas frías de la crónica histórica, sino un acontecimiento que revive también ahora, aunque de modo incruento, en el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre, colocados en la mesa del altar? Cristo vuelve a ofrecer, ahora, por nosotros su Cuerpo y su sangre, para que sobre la miseria de nuestra realidad de pecadores se vuelque una vez más la ola purificadora de la misericordia divina, y en la fragilidad de nuestra carne mortal sea echado el germen de la vida inmortal.

3. «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; quien coma de este pan vivirá para siempre» (Aclamación antes del Evangelio). ¿Quien no desea vivir eternamente? ¿Acaso no es ésta la aspiración más profunda que late en el corazón de cada ser humano? Pero es aspiración que desmiente de modo brutal e inapelable la experiencia cotidiana.

¿Por qué? Se nos da la respuesta en la palabra de la Escritura: «EL pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte» (Rom 5, 12), ¿No hay, pues, esperanza para nosotros? No hay esperanza desde que domina el pecado; pero puede renacer la esperanza una vez que el pecado sea vencido. Y esto es precisamente lo que sucedió con la redención de Cristo. En efecto, está escrito: «Si por la transgresión de uno solo, esto es, por obra de uno solo, reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo» (ib., v. 17).

He aquí por qué dice Jesús: «Quien coma de este pan vivirá para siempre». Bajo las apariencias de ese pan está presente El en persona, el vencedor del pecado y de la muerte, el Resucitado! Quien se alimenta de ese pan divino, además de encontrar la fuerza para derrotar en sí mismo las sugestiones del mal a lo largo del camino de la vida, recibirá con él también la prenda de la victoria definitiva sobre la muerte —«el último enemigo destruido será la muerte» como dice el Apóstol Pablo (1 Cor 15, 26)—, de tal manera que Dios pueda ser «todo en todos» (ib., v. 28).

4. ¡Cómo se comprende, al reflexionar sobre el misterio, el amor celoso con que la Iglesia guarda este tesoro de valor inestimable! ¡Y cómo parece lógico y natural que los cristianos, en el curso de su historia, hayan sentido la necesidad de manifestar, inclusa exteriormente, la alegría y la gratitud por la realidad de un don tan grande! Han tomado conciencia del hecho de que la celebración de este misterio divino, no podía quedar encerrada dentro de los muros de un templo, por muy grande y artístico que fuera, sino que había que llevarlo por los caminos del mundo, porque Aquel a quien velan las frágiles especies de la Hostia, ha venido a la tierra precisamente para ser la «vida del mundo» (Jn 6, 51).

Así nació la procesión del Corpus Domini que la Iglesia celebra, desde hace ya muchos siglos, con solemnidad y alegría totalmente especial. También nosotros dentro de poco comenzaremos la procesión por las calles de nuestra ciudad. Iremos entre cantos y plegarias llevando con nosotros el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Pasaremos entre las casas, las escuelas, los talleres, los comercios; pasaremos por donde hierve la vida de los hombres, por donde se agitan sus pasiones, donde explotan sus conflictos, donde se consuman sus sufrimientos y florecen sus esperanzas. Iremos a testimoniar con humilde alegría que en esa pequeña Hostia blanca está la respuesta a los interrogantes más apremiantes, está el consuelo al dolor más dilacerante, está, en prenda, la satisfacción de la sed abrasadora de felicidad y de amor que cada uno lleva dentro de sí, en el secreto del corazón.

Recorreremos la ciudad, pasaremos entre la gente apremiada por los mil problemas de cada día, saldremos al encuentro de estos hermanos y hermanas nuestros y mostraremos a todos el sacramento de la presencia de Cristo:

«He aquí el pan de los ángeles, / pan de los peregrinos, / verdadero pan de los hijos.»

He aquí: el pan que el hombre gana con el propio trabajo, pan sin el cual el hombre no puede vivir ni mantenerse con fuerzas, he aquí que este pan se ha convertido en testimonio vivo y real de la presencia amorosa de Dios que nos salva. En este Pan el Omnipotente, el Eterno, el tres veces Santo, se ha hecho cercano a nosotros, se ha convertido en el «Dios con nosotros», el Emmanuel. Comiendo de este Pan, cada uno puede tener la prenda de la vida inmortal.

Nuestro deseo, más aún, la oración apasionada, es que en los corazones de todos los que nos encontremos pueda florecer el sentimiento maravillosamente expresado en la secuencia de la liturgia de hoy:

«Buen Pastor, pan verdadero, / oh Jesús, ten piedad de nosotros: / nútrenos y defiéndenos, / llévanos a los bienes eternos / en la tierra de los vivientes.

Tú que todo lo sabes y puedes, / que nos alimentas en la tierra, / llévanos a tus hermanos / a la mesa del cielo / en la gloria de tus santos». Amén.

 



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