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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO

SANTA MISA PARA LOS TRABAJADORES DE TRUJILLO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Lunes 4 de febrero de 1985

 

Señor Arzobispo,
Cardenales,
Hermanos obispos,
Autoridades,
queridos hermanos y hermanas:

«En nombre del Señor Jesucristo... trabajamos con fatiga y cansancio» (2 Thess. 3, 6-8).

1. Estas palabras de San Pablo, nos invitan a unirnos todos los aquí presentes, representantes del mundo del trabajo, en el espíritu del Evangelio y en la celebración de la Eucaristía.

Experimento gran gozo al encontrarme en esta bella ciudad de Trujillo, centro —en épocas precolombinas— de la cultura Chimú. Sus huellas se han perpetuado en esa monumental ciudad de barro —Chan Chan— que ha resistido ala acción destructora del tiempo y de la intemperie. Gozo íntimo y emotivo, también, al presidir esta Eucaristía cuando Trujillo se apresta a celebrar el 450 aniversario de su fundación y, al mismo tiempo, de la Primera Misa que en la misma fecha se celebró en esta ciudad. Saludo ante todo al Pastor de esta Diócesis de Trujillo, a los Obispos de Cajamarca, Huaraz, Chiclayo, Chimbote, Chota, Chachapoyas, a los Huamachuco, Huarí, Moyobamba y San Francisco Javier.

Me siento particularmente contento de estar físicamente con todos vosotros, los que habéis venido hasta aquí; y, en espíritu, con todos los que trabajáis a lo largo y ancho del país. Es a vosotros, hijos de la Iglesia presente en el mundo del trabajo, a quienes va en esta ocasión mi afectuoso saludo y mi comprensión. A los que trabajáis en el campo, en las minas, en las canteras en la siderurgia, en la industria. A los que trabajan en los pueblos y en la ciudad, en las cooperativas y en las oficinas. Los que se encuentran en esta región Norte y en el Perú entero. También a los hermanos empresarios y a todos los trabajadores del mundo intelectual y manual, que formáis la gran comunidad del trabajo.

De manera muy especial deseo saludar afectuosamente al importante sector de los pescadores del Perú, que repetidas veces me invitaron y a los que tan vivamente he querido visitar por separado para corresponder a su cordial invitación. Deseo asegurares, queridísimos pescadores, que como Sucesor de Pedro, vuestro Patrón, el pescador de Galilea, me siento particularmente cercano a vosotros y a vuestras familias. Sabed encontrar a Dios en el mar y dirigíos a El en toda vuestra vida. Vosotros estáis más cercanos a El, porque la mayoría de los Apóstoles fueron pescadores.

2. Jesucristo el hombre del trabajo. El texto evangélico que acabamos de escuchar nos habla del trabajo humano, que para el cristiano encuentra su máxima inspiración y ejemplo en la figura de Cristo, el Hombre del trabajo. Antes de comenzar su labor mesiánica en la proclamación del Evangelio a las gentes, ha trabajado durante treinta años en la silenciosa casa de Nazaret. Desde su primera juventud, Jesús aprendió a trabajar, al lado de José, en su taller de carpintero, y por eso le llamaban el «hijo del carpintero» (Matth. 13, 55). Éste trabajo del Hijo de Dios constituye el primer y fundamental Evangelio, el Evangelio del trabajo. Después, durante su predicación apostólica se referirá continuamente, especialmente en sus parábolas, a las diferentes clases de trabajo humano.

 Jesús predicaba ante todo el reino de Dios. Y a la vez, el destino definitivo del hombre a la unión con Dios. Pero esta perspectiva sobrenatural mostraba igualmente el profundo significado del trabajo del hombre. Porque no pertenece solamente al orden económico temporal de la sociedad humana, sino que entra también en la economía de la salvación divina. Y aunque no sólo el trabajo sirve ala salvación eterna, el hombre se salva también mediante su trabajo. Esta es la enseñanza del Evangelio que la Sagrada Escritura nos transmite, repetidas veces, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

3. La lectura de hoy, tomada de San Mateo, recoge en la parábola de los talentos esta doctrina fundamental. Tres personas reciben de su amo los talentos. El primero, cinco; el segundo, dos; el tercero, uno. El talento significaba entonces una moneda, se podría decir un capital; hoy lo llamaríamos sobre todo la capacidad, las dotes para el trabajo. El primero y el segundo de los siervos, han duplicado lo que han recibido. El tercero, en cambio, esconde su talento bajo la tierra y no multiplica su valor.

En los tres casos se nos habla indirectamente del trabajo.

Partiendo de estas dotes que el hombre recibe del Creador a través de sus padres, cada uno podrá realizar en la vida, con mayor o menor fortuna, la misión que Dios le ha confiado. Siempre mediante su trabajo. Esta es la vía normal para redoblar el valor de los propios talentos. En cambio, renunciando al trabajo, sin trabajar, se derrocha no sólo «el único talento» de que habla la parábola, sino también cualquier cantidad de talentos recibidos.

Jesús, a través de esta parábola de los talentos, nos enseña, al menos indirectamente, que el trabajo pertenece ala economía de la salvación. De él dependerá el juicio divino sobre el conjunto de la vida humana, y el reino de Dios como premio. En cambio, «el derroche de los talentos» provoca el rechazo de Dios.

4. La doctrina de San Pablo. El texto de San Pablo, que hemos oído en la primera lectura, de la epístola a los Tesalonicenses, lo podemos considerar como un comentario apostólico a la parábola de Cristo; y en cierto sentido, a todo el Evangelio del trabajo, que Jesús de Nazaret nos enseño con su vida y palabra. El Apóstol pone en guardia a todos aquellos que no trabajan, que viven desordenadamente y en continua agitación; como hacía Jesús con los que derrochan sus talentos. Además San Pablo da a los destinatarios de la Carta, los Tesalonicenses, un ejemplo de trabajo personal, al margen de su incansable labor apostólica, «para no ser una carga a ninguno de vosotros». Este comportamiento del Apóstol es una indicación, y debe ser causa de remordimiento para los que no trabajan. Por esto añade: «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma». Y manda y exhorta a todos en el Señor Jesucristo «a que trabajan con sosiego para comer su propio pan».

5. De esta manera, el tema y el problema del trabajo aparecen ya como fundamentales desde el comienzo mismo de la vida cristiana. Constituyen una constante de la enseñanza social de la Iglesia, a través de los tiempos; especialmente en el último siglo, cuando el trabajo se convirtió en el centro de la llamada «cuestión social» y de todos los problemas relacionados con el justo orden social.

Este problema se presenta con caracteres graves, y a veces hasta trágicos, en tierras de Latinoamérica. La Iglesia, en la persona de sus Pastores, guiada por las enseñanzas del Concilio Vaticano II, lo ha podido constatar y denunciar adecuadamente, primero en Medellín y más recientemente en Puebla: «A la luz de la fe es un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente brecha entre ricos y pobres. El lujo de unos pocos se convierte en insulto contra la miseria de las grandes masas. Esto es contrario al plan del Creador y al honor que se le debe» (Puebla, 28). Yo mismo he recordado a vuestros obispos «la tragedia del hombre concreto de vuestros campos y ciudades, amenazado a diario en su misma subsistencia, agobiado por la miseria, el hambre, la enfermedad, el desempleo; ese hombre desventurado que, tantas veces, más que vivir sobrevive en situaciones infrahumanas. Ciertamente en ellas no está presente la justicia ni la dignidad mínima que los derechos humanos reclaman» (A los obispos de Perú durante su visita «ad Limina», n. 4, 4 de octubre de 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 740).

En la raíz de estos males de la sociedad se encuentran sin duda situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas, a veces de alcance internacional, que la Iglesia denuncia como «pecados sociales». Pero sabe, al mismo tiempo, que ello es fruto de la acumulación y de 1a concentración de muchos pecados personales, que sería necesario evitar como raíz. «Pecados de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o al menos limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo» (Reconciliatio et Paenitentia, 16). Pecado de los dirigentes y responsables de la sociedad y también de los trabajadores que no cumplen con sus deberes. En definitiva, pecados de insolidaridad ý egoísmo, de búsqueda del poder y del lucro, por encima del servicio a los demás.

Frente a estas situaciones, la Iglesia sigue inspirándose en el Evangelio y en su propia doctrina social, para ofrecer su colaboración constante y decidida a la causa de la justicia.

Por eso quiere estar cerca de los injustamente tratados y de los más pobres, para mejorar su situación en todos los sentidos. No sólo en campo económico, sino también cultural, espiritual y moral.

Porque pobre es quien carece de lo material, pero no menos quien está sumido en el pecado; quien no conoce su dimensión personal que va más allá de la muerte; quien no tiene libertad para pensar y actuar según su conciencia; quien es sometido por los dirigentes de la sociedad a limitaciones, según las cuales el que practica su fe se ve privado de beneficios que se otorgan a los que siguen las normas dictadas desde lo alto; quien es visto como mero objeto de producción.

La Iglesia quiere una liberación de todas esas esclavitudes. En esa misma línea se mueven vuestros obispos en las normas marcadas en su reciente Documento sobre la Teología de la liberación (Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe,  Instrucción sobre algunos aspectos de la «Teología de la liberación»).

6. En la concepción cristiana de la sociedad figura siempre como principio fundamental la afirmación de la dignidad inviolable de la persona, y por consiguiente de la dignidad de todo trabajador. A esta dignidad personal corresponden una serie de derechos fundamentales. El primero de todos, el derecho a tener un trabajo. Un trabajo para vivir, para realizarse como hombres, para dar el pan a su familia. Un trabajo que enriquece a la sociedad. Un trabajo que debe desarrollarse con las condiciones dignas de una persona, es decir, que no dañen ni a la salud física ni a la integridad moral de los trabajadores.

Por eso el desempleo, e incluso el subempleo, constituyen un mal, y muchas veces «una verdadera calamidad social» (Laborem Exercens, 18). Humilla a las personas, y crea sentimientos de frustración, con peligrosas consecuencias sicológicas y morales, especialmente en los jóvenes y en los padres de familia. La primera preocupación de todos los responsables ha de ser, pues, dar trabajo a todos. Tarea nada fácil, pero que debiera movilizar las energías de toda la nación.

El trabajador tiene además que ser ayudado, técnica y culturalmente, a prepararse para realizar un trabajo que le satisfaga y al mismo tiempo contribuya al bienestar de la sociedad. La Iglesia tiene en este campo una tradición que debe conservar y perfeccionar.

Un salario justo, que cubra las necesidades normales de una familia, sigue siendo la medida concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico, y en cualquier caso, de su justo funcionamiento (Ibíd.). Igualmente, todas aquellas prestaciones sociales (pensiones, vejez, accidentes, derecho al descanso, etc.), que tienen como finalidad la de asegurar la vida y la salud de los trabajadores y de su familia (Ibíd.).

Soy consciente de las dificultades que entrañan, en estos momentos de crisis económico-social tan aguda, la realización concreta y eficaz de estos derechos. Sin embargo, quiero llamar la atención de todos los responsables, directos e indirectos, del orden económico-social, para que se esfuercen en hacer posible, cuanto antes, este ideal. La Iglesia y los cristianos tienen el derecho y la obligación de contribuir a ello, en la medida de sus posibilidades, cumpliendo diligentemente sus relativos deberes. Y lo deben hacer unidos a través de las asociaciones e instituciones que la sociedad va creando para la consecución del bien común de todos los ciudadanos.

Una palabra, en fin, a los empresarios, sin los cuales no sería posible hacer efectivos muchos de estos derechos. Quisiera recordarles, con la enseñanza social de la Iglesia, que deben infundir a sus empresas una esencial función social. No las deben concebir únicamente como factor de producción y de lucro, sino también como comunidad de personas (Puebla, 1246). De la unión de los trabajadores y empresarios, bajo la dirección responsable de los hombres de gobierno, dependerá la realización gradual de una sociedad más justa.

7. Volvamos de nuevo a la Palabra de Dios, en la liturgia de hoy. Hemos escuchado el Evangelio del trabajo, de los mismos labios de Cristo, en la parábola de los talentos. Hemos recibido las enseñanzas apostólicas de San Pablo, hemos intentado señalar, siguiendo la enseñanza social de la Iglesia, cómo el trabajo humano pertenece al orden económico temporal, pero también ala economía de la salvación divina. A la luz de esta doctrina hemos examinadο algunos de los problemas acuciantes de vuestra sociedad.

Tanto en una como en la otra dimensión del trabajo humano tienen aplicación los deseos del Apóstol de las Gentes: «Que el Señor de la paz os conceda la paz siempre y en todos los órdenes. El Señor sea con todos vosotros» (2 Thess. 3, 16).

En resumen: Paz.

Paz mediante el trabajo: «Comer el propio pan trabajando en paz». El pan debe llegar a todos. No puede sobreabundar para algunos (quizás sin trabajo), y faltar a los demás (a pesar del trabajo).

Trabajo para la salvación eterna.

Trabajo para el desarrollo de los hombres y de los pueblos. Para ese desarrollo que Pablo VΙ definió como «el nuevo nombre de la paz».

Por consiguiente: el desarrollo mediante el trabajo, y la paz como fruto del auténtico desarrollo; y desarrollo de todos y para todos.

He aquí las principales ideas del Evangelio del trabajo que la Iglesia anuncia al mundo contemporáneo.

«El Señor sea con todos vosotros». 



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