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VIAJE APOSTÓLICO A COLOMBIA

CORONACIÓN DE LA IMAGEN DE
LA VIRGEN DE LA CANDELARIA EN LA EXPLANADA DE CHAMBACÚ

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Cartagena de Indias
Domingo 6 de julio de 1986

 

Queridos hermanos en el Episcopado,
amadísimos hermanos y hermanas:

1. ¡ Qué hermoso y significativo es el canto que acaba de salir de vuestros labios y de vuestro corazón!

«Anunciaremos tu reino, Señor, tu reino, Señor, tu reino».

Desde las orillas del Mar Océano, camino providencial del Evangelio, en la histórica y heroica ciudad de Cartagena de Indias, saludo con afecto a todos los que esta noche habéis querido congregaros para conmemorar y dar gracias a Dios por la evangelización de América.

Os saludo, hermanos obispos de la Costa Atlántica, Pastores de las sedes más antiguas de Colombia y de las circunscripciones eclesiásticas que de ellas han surgido. En particular, al arzobispo de Cartagena y a los Ordinarios de esta provincia eclesiástica: Magangue, Montería, Sincelejo y Alto Sinú.

Os saludo, sacerdotes, misioneros, religiosas y laicos comprometidos que continuáis con ejemplar dedicación la labor de llevar el Evangelio a todos los ambientes.

Os saludο, fieles de Cartagena y de la costa, que con gozo y entusiasmo habéis esperado este encuentro de fe y amor.

Nos hallamos al pie del Cerro de la Popa, desde donde la Madre de Dios, la Virgen de la Candelaria, cuya venerada imagen vamos a coronar solemnemente, protege desde hace más de cuatro siglos al pueblo que aquí peregrina.

Este santuario, vigía de la fe de un pueblo, se erige esta noche en signo glorioso de los quinientos años transcurridos desde el comienzo de la obra evangelizadora de la Iglesia en América. Bajo la mirada de María, la Virgen fiel, Madre de todos los hombres, os invito a profundizar en lo que ya indiqué en la ciudad de Santo Domingo, esto es, en el significado y las perspectivas de la celebración de este centenario, que viene precedido de una novena de años (Homilía con ocasión de la apertura de la Novena de Años en preparación de V Centenario del comienzo de la evangelización de América, Santo Domingo, 12 de octubre de 1984).

Desde hace ya casi cinco siglos, resuena en estas tierras el salmo de alabanza a Dios por haber recibido la fe en Cristo resucitado: « ¡Alabad al Señor todas las naciones!... ¡Por que es fuerte su amor hacia nosotros! » (Sal 117 (116), 1-2)

2. Los primeros misioneros llegaron a vuestras tierras impulsados por el celo ardiente de hacer que todos los pueblos conocieran y vivieran la redención, alabando a Dios por su bondad. A la vista de inmensas regiones todavía no evangelizadas, se preguntaban como San Pablo: «¿Cómo van a invocarlo si no creen en El? ¿Cómo van a creer si no oyen hablar de El? ¿Y cómo van a oír hablar sin alguien que proclame? ¿Υ cómo van a proclamar si no los envían?» (Rm 10, 14-15).

De este modo, los primeros misioneros fueron fieles al mandato del Señor y ala naturaleza misionera de la Iglesia. En virtud de su obediencia a Cristo, la Iglesia ha enviado incesantemente evangelizadores a todas las regiones de la tierra y a todas las situaciones humanas, para gloría de Dios y salvación de todos los hombres (cf Ad gentes, 1; Lumen gentium, 17)

¡Anunciaremos tu Reino, Señor!

Sí, anunciad a Cristo en vuestra vida y en vuestra cultura, es decir, a partir del Evangelio recibido en lo más hondo de vuestro ser y en la raíz de vuestro modo de vivir. El Evangelio ha penetrado vuestra cultura hasta el punto de hacerla expresión de los valores salvíficos para vosotros, para vuestros descendientes y también, ¿por qué no? para otros pueblos que todavía esperan recibir el anuncio evangélico.

3. La vida de las Iglesias particulares fundadas en América Latina ha seguido un proceso de continuo crecimiento en la fe, mediante un ininterrumpido anuncio del Evangelio, que ha encontrado hombres, instituciones y culturas en quienes encarnarse, hasta llegar a constituir en verdad un continente marcado por el sello de la fe católica y dispuesto a colaborar responsablemente en la evangelización universal.

Todos sabemos muy bien que « la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo ».(Rm 10, 17) Tal fue la encomiable labor de una legión de predicadores bien organizados que, impulsados por su ardor misionero, remontaron corrientes de ríos, atravesaron montañas y surcaron valles anunciando el mensaje evangélico. En aquellos años, las doctrinas fundamentales del Concilio de Trento se vaciaron en moldes populares, incluso con expresiones poéticas y musicales. La América hispana representa un caso peculiar de evangelización, que explica la perseverancia, a lo largo de generaciones, de una formulación doctrinal, en un mismo catecismo. De este modo, la fe se transmitió en la familia, en la escuela y en la Iglesia.

4. Hoy, como antaño, la religiosidad o piedad popular contribuye eficazmente a presentar y propagar la fe en el alma del pueblo. América Latina conoce y siente cercano a Dios y a su Hijo Jesús, nuestro Redentor, que nos ha dado a su Madre María como Madre nuestra. Por ello vive en sintonía y comunión con toda la Iglesia. Las ceremonias sagradas, los sacramentos, los tiempos litúrgicos, son, para el hombre latinoamericano, algo que siente y vive como individuo, como familia y como grupo social. Si no fuera por esta acendrada piedad popular, que es eminentemente eucarística y mariana, la escasez de sacerdotes y las grandes distancias habrían sido motivos suficientes para que se desvaneciera la fe de la primera evangelización. La familia evangelizada se mantuvo firme y unida, gracias a la oración, especialmente del santo rosario, como he recordado en Chiquinquirá. Sea esta oración mariana fuente de unidad de la familia, hoy asediada por tantos peligros.

5. El Episcopado, en sus acciones individuales y en los Concilios provinciales, característicos de la América hispana, asumió como tarea evangelizadora no secundaría, el proceso de transformar las condiciones sociales del indígena, elaborando un plan según el cual los nativos pudieran vivir la religión cristiana y asimilar los valores de una cultura foránea sin perder la propia. De ahί arranca la religiosidad latinoamericana, verdaderamente mestiza. Habría que destacar la labor de defensa de los derechos de los indios, emprendida por los religiosos y misioneros en medio de dificultades, y llevada a cabo por obispos de la talla de Juan del Valle, Agustín de la Coruña y Luis Zapata de Cárdenas, que consiguieron una legislación social más justa.

La Iglesia fue pionera en el desarrollo de la cultura, puesto que a ella se debe principalmente la temprana creación de la universidad, la oportuna apertura ala promoción de la mujer y la iniciativa artística y científica en diversos campos.

Entre los personajes providenciales, no podemos olvidar en esta ciudad de Cartagena, a dos sacerdotes jesuitas: Alonso de Sandoval y San Pedro Claver, que imprimieron a su labor apostólica una orientación tan nueva para su tiempo y tan atrevida ante las autoridades civiles y religiosas, que han valido a esta ciudad el título de Cuna de los Derechos Humanos.

La obra clásica del padre Sandoval lleva un título que es ya todo un programa: De instauranda Aethiopum salute. Se trataba de una cruzada que, con armas espirituales, conquistaría para Cristo una nueva raza, abriendo camino para la futura evangelización de África, para la abolición de la esclavitud en América y para el decidido pronunciamiento de la Iglesia en contra de la segregación racial.

6. Esta labor liberadora no se limitó a razonamientos escritos, sino que se llevó a la práctica en la asombrosa actividad de San Pedro Claver, que se llamó a sí mismo « Esclavo de los negros para siempre », según consta en la fórmula de su profesión religiosa. Esta ciudad de Cartagena fue testigo de su vida, un martirio continuado de casi cuarenta años, demostrando al mundo cómo la fuerza de la fe y la gracia del sacerdocio purifica y perfecciona la entraña de una cultura, ya que los esclavos, instruidos por la Palabra de Dios y renacidos espiritualmente por el bautismo, obtenían la más profunda liberación. Así, por ejemplo, cuando las naves que transportaban los esclavos se acercaban a estas costas, el primero que subía a ellas era Pedro Claver, para atender a los enfermos y necesitados. Se consagró por completo a la misión de catequizarlos pacientemente, bautizarlos y defenderlos con valentía de todos los abusos. Convirtió a miles y miles, dedicando siete horas diarias al ministerio de la reconciliación, orientándoles espiritualmente y ayudándoles a profundizar y asimilar las verdades aprendidas en la catequesis. Para todos tenía palabras de amor y confianza. Aquella actividad era sostenida por una profunda vida de oración que duraba hasta cinco horas diarias. Verdaderamente, cuando un apóstol ama al Señor encuentra tiempo para lo que ama, es decir, para la oración y para la caridad apostólica.

El santuario que alberga su cuerpo y el convento que fuera su casa religiosa son hoy meta de peregrinación de quienes admiran su obra y desean perpetuar en la sociedad contemporánea la civilización del amor, «considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés, sino el de los demás » (Flp 2, 4), y cultivando los mismos sentimientos que tuvo Jesús (cf. Ibíd. 2, 5)

La historia y la vida de los pueblos de América Latina han estado ligadas a la vida misma de la Iglesia. El anuncio del Evangelio ha configurado el rostro peculiar de estas amadas comunidades y han sido motor y garantía de su progreso. Sentíos orgullosos de vuestra historia, de lo que sois, y comprometed más vuestras energías en la tarea de una nueva evangelización.

7. Quinientos años de presencia del Evangelio significan para este continente muchas gracias recibidas de Dios; gracias de las que tiene que dar cuenta la Iglesia en América Latina respondiendo con valentía a su compromiso de evangelizar las culturas. Se recibe la fuerza divina del Evangelio para responsabilizarse de una tarea evangelizadora sin fronteras. El tercer milenio de la historia de la Iglesia espera mucho de América Latina, a quien la divina Providencia, en sus arcanos designios, podría llamar a desempeñar un papel relevante en el mundo y en toda la obra de evangelización « ad gentes ». Por ello, en esta hora importante, os exhorto a un compromiso conjunto de Pastores y fieles.

Este compromiso misionero tiene para vosotros una característica peculiar: llevar el Evangelio a las culturas y situaciones humanas. San Pablo, en el texto bíblico con que hemos dado comienzo a nuestro encuentro, nos recuerda que la fe se recibe en el corazón y se expresa con los labios y con la vida: « con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación » (Rm 10,10). Los labios, la palabra, vienen a ser como la expresión de toda la cultura, el instrumento para la proclamación del misterio cristiano. Este es el verdadero proceso de «inculturación», mediante el cual la palabra de la cultura de cada pueblo se vuelve apta para manifestar y pregonar a los cuatro vientos que Cristo es el Hijo de Dios, el Salvador, que ha resucitado y es el centro de la creación y de la historia humana. Así, pues, la fe, recibida en el corazón de cada persona y de cada pueblo, se expresa y vive de modo permanente en la propia cultura cuando ésta ha sido impregnada por el espíritu evangélico, que es el espíritu de las bienaventuranzas y del mandamiento del amor.

La cultura está relacionada con la religiosidad y también con las situaciones socio-económicas y políticas. Los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla, siguiendo las directrices y la práctica evangelizadora de San Pablo, contemplaron la integración de la cultura en la evangelización bajo la visión teológica original del señorío universal de Cristo resucitado (Puebla, 407). El discurso de San Pablo en el Areópago de Atenas viene a ser el paradigma de toda «inculturación» (cf Hch 17, 22-31).

La Iglesia, por tanto, junto a su ineludible actitud de denuncia de los falsos ídolos, ideológicos o prácticos, presentes en ciertas manifestaciones culturales de todos los tiempos y latitudes (cf. Puebla, 405), ha de empeñarse sobre todo en hacer realidad el principio de la « encarnación ». En efecto, Cristo nos salvó encarnándose, haciéndose semejante a los hombres; por ello, la Iglesia «cuando anuncia el Evangelio y los pueblos acogen la fe, se encarna en ellos y asume sus culturas» (Ibíd. 400; cf. Ad gentes, 10).

La misión, que es el dinamismo de Cristo presente en la Iglesia, implica exigencias de inserción en cada pueblo, de respuesta a sus legítimas aspiraciones a la luz del misterio redentor y de búsqueda de medios concretos para evangelizar cada situación cultural.

En el panorama actual de la Iglesia en Colombia no faltan incentivos y signos claros de la Providencia divina, que urgen a una acción pastoral renovada en vistas a un mejor proceso de evangelización. Recordemos algunos de estos signos de gracia, que son también exigencias de renovación.

El ansia creciente de la Palabra de Dios, que se nota en vuestras comunidades y que se convierte muchas veces en una acti­tud de oración y de compromiso de caridad, pide por ello mismo una dedicación prioritaria en el campo de la proclamación de la Buena Nueva, especialmente por una catequesis a todos los niveles, sobre todo en la familia y en los ambientes juveniles. Esta dedicación a la formación catequética llevará espontáneamente hacía una celebración litúrgica más consciente y participada, que debe influir en la experiencia de una vida nueva en el Espíritu Santo, a nivel personal y social. De esta manera, el pueblo sencillo, religioso por naturaleza, encontrará, en las celebraciones litúrgicas y en la prác­tica de la piedad popular, motivaciones suficientes para dar razón de su fe, y los ambientes descristianizados hallarán cauces culturales que los conduzcan a su reencuentro con el Señor.

10. Nunca será demasiado el esfuerzo de los Pastores por fomentar en el cristiano una mayor coherencia entre fe y vida. Ante las transformaciones culturales, políticas, económicas y sociales de la sociedad actual, nos encontramos tal vez ante uno de los mayores retos de la historia, que reclama una nueva síntesis creativa entre el Evangelio y la vida. La Iglesia en Latinoamérica, y concretamente en y desde Colombia, está llamada a dar un alma cristiana a esta situación de cambios audaces y acelerados. Todo cristiano está llamado a una participación más activa e intensa en todos los campos de la sociedad actual. Hay que redescubrir y vivir pues con más autenticidad las virtualidades que emanan del hecho de ser bautizado.

Efectivamente, en el bautismo recibe el cristiano la virtud de la caridad, que lo capacita para amar a Dios y a los hermanos. Si ejerciendo esta virtud, coloca a Dios en el centro de su existencia, como primer valor de la escala de valores, las obras de amor al prójimo fluirán como algo espontáneo y transformarán la sociedad y la cultura haciéndolas caminar hacía la plenitud evangélica. Esta es la ori­ginalidad cristiana, reto a los creyentes de América Latina sí quieren de veras contribuir con obras, y no sólo con palabras, al advenimiento de una nueva civilización.

¿Por qué hay injusticias tan grandes en nuestro continente, que es mayoritariamente católico? La denuncia evangélica de las injusticias es parte integrante del servicio profético de la Iglesia, que no puede dejar de hablar; pero sabemos que esto no basta. Todo católico, en comunión con los Pastores, ha de ser verdadero testigo y agente de la justicia en la animación cristiana de lo temporal y en todos los sectores de la sociedad. Ello es una exigencia evangélica que reclama personas abiertas humildemente a la Palabra de Dios, fieles a la acción renovadora del Espíritu Santo, dispuestas a compartir su tiempo y sus bienes para construir una comunidad basada en el mandamiento del amor, una sociedad humana que hαyα asimilado los valores fundamentales del Evangelio en favor de la dignidad de cada persona, de cada familia y de cada pueblo.

11. Es hermoso comprobar que una familia que crece y se difunde no pierde su unidad. La Iglesia latinoamericana es esta gran familia que, al cumplir cinco siglos de existencia, extiende cada vez más su presencia a todos los sectores y situaciones humanas, incluso más allá de este continente. Pero ha de ser celosa en mantener su unidad frente a ideologías extrañas a su propia idiosincrasia, y frente a actividades proselitistas y sectarias que intentan fragmentar la grey de Cristo. Las comunidades cristianas perseverarán en esta unidad y comunión eclesial si profundizan en la vida eucarística y mariana, con un auténtico sentido y amor a la Iglesia. El Episcopado colombiano, que ha gozado de unidad de criterio y ha vivido en edificante comunión eclesial los setenta y cinco años de existencia de su Conferencia Episcopal, sabe que la cohesión interna de Pastores y fieles hace creíble y eficaz la presencia de la Iglesia en el mundo. Esta unidad «es ya un hecho evangelizador» (Puebla, 663).

No olvidéis que cuanto más ligada esté una Iglesia particular a la Iglesia universal, «en la caridad y la lealtad, en la apertura al Magisterio de Pedro, en la unidad de la lex orandi, que es también lex credendi... tanto más esta Iglesia será capaz de traducir el tesoro de la fe en la legítima variedad de expresiones de la profesión de fe» (Evangelii Nuntiandi, 64).

Sólo a partir de esta unidad se puede pensar en una evangelización de la pluralidad cultural.

A esta unidad nos anime la oración del mismo Jesús, dirigida al Padre durante la última Cena: «Que todos sean uno en nosotros; yo en tι y tú en mí; que todos sean uno para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).

La nueva evangelización de América Latina ha de ser pues promovida por una Iglesia orante, bajo la guía del Espíritu. «Nuestra difícil época tiene especial necesidad de oración», recordaba en mi reciente Encíclica «Dominum et Vivificantem».

A María, Madre de la unidad y Estrella de la evangelización, confío estas intenciones, mientras a todos imparto con afecto mi Bendición Apostólica.

 



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