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VIAJE PASTORAL A SANTIAGO DE COMPOSTELA Y ASTURIAS
CON MOTIVO DE LA IV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LOS FIELES DE ASTURIAS


Aeroclub de Llanera - Principado de Asturias
Domingo 20 de agosto de 1989

 

1. “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad...”.

La Iglesia repite cada día estas palabras en la celebración de la Santísima Eucaristía, en la ofrenda del pan.

Amadísimos hermanos y hermanas aquí presentes:

Deseo meditar con vosotros esta bendición litúrgica. La verdad sobre la santificación del trabajo humano halla en esta bendición su expresión más sencilla y, a la vez, mas plena.

Sí, “el trabajo del hombre” forma parte del Sacrificio de Cristo. Encuentra su lugar allí donde está la “fuente de vida y de santidad”.

En esta Santa Misa que estoy celebrando en medio de vosotros, que sois Iglesia viva, santuario de Dios, no podía faltar mi saludo fraterno y afectuoso, que va dirigido cordialmente a todos y cada uno de los asturianos. Asimismo, correspondo a la visita que me hicisteis en Roma un grupo numeroso de fieles, acompañados por vuestros Obispos y Autoridades del Principado, con motivo de la canonización de vuestro primer santo, San Melchor de Quirós, lo cual ha constituido un momento de legítimo gozo para esta Comunidad eclesial de Oviedo.

Como Sucesor de Pedro, llego con la esperanza de ejercer entre vosotros la misión que Cristo me ha confiado de confirmar en la fe a los hermanos. Vengo deseoso de alentar vuestras tareas evangelizadoras y animar vuestra copiosa y fecunda labor misionera que ha impulsado a tantos hermanos y hermanas vuestros a proclamar la Buena Nueva de la salvación en otros continentes, particularmente en África y América. Deseo citar, a modo de ejemplo, la cooperación generosa que dais a otras Iglesias hermanas necesitadas en Burundi, Guatemala, y desde hace poco tiempo en Benín. Todo esto habla en favor de la catolicidad de la Iglesia de Dios en Oviedo.

Me es grato saludar asimismo a los Pastores y fieles de las diócesis de Astorga, León y Santander, que forman parte de esta provincia eclesiástica, así como a cuantos siguen esta liturgia a través de la radio o la televisión.

2. ¡Señor, Dios del universo! Ante todo queremos meditar el misterio de la creación, o sea, la verdad sobre tu paternal generosidad. Pues la creación es el don primero y fundamental. Todo cuanto existe, existe gracias a Ti que, por ser Único, “eres la Existencia”. Gracias a Ti, cuyo nombre (como sabemos por el libro del Éxodo y el testimonio de Moisés) es: “El que es”.

Por tanto, sólo Tú, “El que es”, eres principio y fin.

En Ti “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28).

La creación del hombre es una dádiva singular, ya que el ser humano –el hombre y la mujer– ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, su Creador.

“Y los bendijo Dios y les dijo:
Creced, multiplicaos,
llenad la tierra y sometedla...
Y vio Dios todo lo que había hecho:
y era muy bueno”.

3. Así pues, el comienzo del trabajo humano está dentro del misterio de la creación, aquel admirable “trabajo” del mismo Creador.

La narración del Libro del Génesis nos hace ver a Dios creador que, a semejanza del hombre, trabaja durante seis días para descansar el séptimo.

El trabajo humano conlleva dos elementos. El primero es el talento; el segundo, la fatiga. El talento es lo que cada hombre recibe del Creador por medio de sus padres; y también directamente, por medio de los demás, del medio ambiente, de los educadores y los maestros.

La parábola de los talentos, que acabamos de leer, nos está indicando que el talento debe ser bien utilizado; no puede ser desperdiciado (“escondido en tierra”). Para utilizar los talentos el hombre debe afrontar la fatiga del trabajo.

Esta “fatiga” no es otra cosa que el esfuerzo de la inteligencia y de la voluntad de cada hombre para dominar el don que le es ofrecido gratuitamente por el Creador y el patrimonio transmitido por la cultura a la que pertenece.

De este modo desarrolla los “talentos” recibidos merced a su laboriosidad; los hace crecer; hace que correspondan cada vez más a las necesidades presentes y futuras. La historia del trabajo es, bajo esta perspectiva, el desarrollo creador de esta “fatiga” humana ante la conciencia continuamente renovada de las necesidades, incolmables por su naturaleza; así como el desarrollo de las posibilidades que surgen del patrimonio de los “talentos”, o sea, las cosas y los conocimientos acumulados en el pasado.

Por lo tanto, el trabajo nunca es la aplicación de una fuerza anónima, sino una expresión dinámica de la cultura. Aquí se inserta el sentido primordial y subjetivo de esta “fatiga” para dominar la tierra: es un acto de una persona “imagen de Dios”, es decir, un sujeto “capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse a sí mismo” (Laborem Exercens, n. 6). El trabajo no debe limitarse a la producción eficiente de las cosas en el ámbito de la máquina social, sino que debe ser, sobre todo, humanización de la naturaleza y crecimiento del hombre en su humanidad, elemento decisivo de la prueba de la verdad sobre el hombre.

Esta base ética del trabajo –verificable según tenga en cuenta la dignidad de las personas que trabajan y sus relaciones de libertad y solidaridad– juzga toda pretensión de no dar responsabilidad al hombre reducido a simple engranaje de una máquina que se mueve según presuntas leyes inexorables de las cosas. Toda la sabiduría encerrada en la admirable máxima “ora et labora” –reza y trabaja– se basa en la correlación entre “talentos” y “fatiga”, entre iniciativa soberana de Dios y colaboración libre del hombre. Se enriquecen mutuamente la contemplación del don y la laboriosidad responsable. ¡Que el trabajo sea una experiencia de síntesis entre la belleza, la verdad y el bien para una vida cada vez más humana!

4. Esto mismo lo indica también el Salmo de la liturgia de hoy. Mientras la parábola del Evangelio de Mateo habla de la necesidad de la fatiga, para que el trabajo humano pueda dar los frutos adecuados, el Salmo indica la ayuda y la cooperación de Dios mismo, sin las cuales el trabajo puede llegar a ser inútil.

“Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 127 [126], 1).

Todos sabemos bien que una casa no se construye sin el trabajo humano. Sin embargo el Salmista indica, al mismo tiempo, un aspecto fundamental para toda la “espiritualidad” del trabajo humano.

En efecto, mediante el trabajo el hombre construye constantemente sobre lo que ya ha sido creado. La obra del Creador está siempre al principio.

5. Son ciertamente extraordinarios y admirables los progresos científicos y tecnológicos que han disminuido la “fatiga” de los hombres, perfeccionando su trabajo y multiplicando los bienes disponibles para satisfacer sus necesidades. ¿Cómo no ver en ello el cumplimiento, por parte del hombre, del mandato de Dios de someter y dominar la tierra? Y, no obstante, la referencia a Dios como creador y principio ha sido ofuscada en el hombre de nuestra civilización urbano-industrial. Las grandes “conquistas” cegaron a los hombres, sometidos a la tentación del Génesis. La ruptura de su pertenencia como creatura corresponde al desatarse de su voluntad de poder.

De ahí la radical ambivalencia del progreso obtenido, donde el dominio cada vez mayor sobre las cosas va acompañado por la desorientación sobre el sentido de la vida del hombre, donde el gran desarrollo técnico del trabajo no consigue realizar los principios esenciales de dignidad y solidaridad, provocando consecuentemente una mayor masificación, desinterés y explotación; donde el hombre pasa de ser dominador de la naturaleza a ser su destructor. El mandatario libre y responsable en la obra de la creación quiere ser ahora el “dueño”. Se reconoce autosuficiente; no cree tener necesidad de la “hipótesis Dios”. Separa el “ora” y el “labora”. Se abandona a su voluntad de poder. Y termina así por toparse con el hecho de que toda sociedad que se construye sin Dios se vuelve posteriormente contra el mismo hombre, constructor de “torres de Babel”. ¿No está a la vista de todos el fracaso de las sociedades del materialismo ateo con su organización colectivista-burocrática del trabajo humano? Pero no tiene ciertamente menores problemas la sociedad neocapitalista, preocupada a menudo por los beneficios, lo cual puede alterar el justo equilibrio del mundo laboral; sociedad afectada también por una creciente cultura materialista.

6. La tarea de los cristianos hoy, para el bien de todos los hombres, es pues testimoniar con las obras de su trabajo una auténtica humanización de la naturaleza, dejando en ella una huella de justicia y belleza, manifestando el verdadero sentido humano del trabajo y rindiendo de este modo obediencia y gloria al Creador. Ante todo, se trata de reconstruir en el mundo del trabajo y de la economía un sujeto nuevo, portador de una nueva cultura del trabajo. No es suficiente que cada uno ejerza bien el papel de empresario, sindicalista o político, consumidor o economista, que le ha sido asignado por la estructura social; es preciso realizar hechos nuevos, intentar obras nuevas, nuevas iniciativas, nuevas formas de solidaridad y organización del trabajo basadas en esta cultura.

El impulso para emprender tales obras puede derivar sólo del sentido de “gratuidad” que nace, antes que cualquier cálculo de conveniencia, de la conciencia de pertenecer a un destino común de liberación inscrito en la economía de la creación y de la redención. Precisamente por esto, las obras del trabajo del hombre serán juzgadas sobre todo por las mismas palabras del evangelio de hoy: “Muy bien... empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu Señor” (Mt 25,21.23).

7. Dado que el trabajo tiene esta dimensión definitiva, es menester, por consiguiente, practicar lo que dice San Pablo en la Carta a los Colosenses: “Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor... en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Col 3, 23. 17).

Y por último:

“Por encima de todo, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada” (ib. 3, 14). Porque la medida fundamental y definitiva del valor del trabajo humano es la caridad.

Trabajad “con amor”, no solamente con las manos y la mente, sino unidos a Cristo.

8. “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad”.

“Sabiendo que recibiréis del Señor en recompensa la herencia” (Col 3, 24). Con esta herencia se mide, definitivamente, el valor, el valor intransferible y eterno de todo trabajo humano.

La caridad es la clave de esta herencia.



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