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VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO

SANTA MISA PARA LOS FIELES DE LA DIÓCESIS DE TABASCO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Villahermosa, México
 Viernes 11 de mayo de 1990

 

“Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5).

1. El apóstol de los Gentiles, prisionero en Roma, nos exhorta a conservar solícitamente la unidad de la Iglesia. El mismo es testigo heroico de esa unidad, que es don y gracia del Espíritu Santo; esa unidad tan querida por Cristo y por la cual pedía al Padre: “que todos sean uno..., para que el mundo crea” (Jn 17, 21).

Por eso san Pablo nos apremia a “conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que habéis sido llamados” (Ef 4, 3-4).

Sí, Cristo es uno: “ un solo Señor ”; y, por tanto, tenemos “una sola fe, un solo bautismo” (Ibíd. 4, 5). Cristo es uno; y uno solo es también el Espíritu, que actúa en los corazones, edificando el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Por tanto, también la Iglesia es una sola. Esta unidad eclesial proviene de la unidad de Dios y la debe encarnar en el mundo. En efecto, hay “un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo” (Ef 4, 6).

2. Evocando este misterio de la Iglesia en el que estamos unidos, me es grato saludar a todos y cada uno de vosotros; en primer lugar al señor obispo de Tabasco, monseñor Rafael García González y a los amados obispos de esta provincia eclesiástica de Yucatán. En sus estimadas y veneradas personas y en las de cuantos estáis aquí presentes —presbíteros y diáconos, religiosos y religiosas, hombres y mujeres cristianos de toda condición— saludo a todos los fieles de las poblaciones de Tabasco y de la península de Yucatán.

La historia de vuestra comunidad se ve enriquecida por esa unidad eclesial. En ella ha estado presente el amor hacia todos, y especialmente hacia los pobres, que animó la vida del venerable Leonardo Castellanos, el obispo pobre. En ella se fraguó la entrega del indio Gabriel García que dio su vida por la fe. Desde ella se ha impulsado el crecimiento de la Iglesia en esta región. Una realidad que no es sólo un pasado, sino que ahora se dispone a renovarse, con la ayuda del Espíritu Santo, a través del Sínodo pastoral diocesano, para afrontar el camino que tiene por delante.

Ante esta alentadora realidad, deseo dirigir un particular saludo a los queridos chontales y choles:

Kiitzonlop aj chontalop: Q’Papla uyolin k’en aj chontalop uchen u etzen y ejemplo aj antibalop kaama Gabriel García uy’ki u vida por u fe; che’ uchen aj chontalop che miclop por u fe.

(Hermanos chontales: el Papa os quiere mucho y os anima a seguir el ejemplo de vuestro antepasado el indio Gabriel García, quien dió su vida por la fe. Así también los chontales han de ser fieles en su fe).

Bajche’ añetla kermañujo’ choles. Tiuli kula’ añetla ucbu la lumal ti’ Tabasco com joñon mi aña’ tiala’ pa’milil cha’ añ mi ashik labu la sumbal ti Sínodo.

(¿Cómo estáis, hermanos choles? He venido a visitaros aquí en Tabasco. Quiero que os deis cuenta de la importancia que tiene para vosotros seguir caminando en el Sínodo Diocesano).

3. Aquí en Villahermosa, meditamos hoy con profunda alegría sobre el misterio de la Iglesia, que ha sido instituida una sola por Cristo. Es una, porque expresa la unidad de Dios mismo, la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Lumen gentium, 4). Es una porque realiza la obra salvífica de Dios Uno y Trino. La obra redentora de Cristo se extiende a todos los hombres y pueblos para llevarlos a la unidad de Dios.

Hoy meditamos este misterio y elevamos a Dios nuestras fervientes plegarias por la unidad de la Iglesia. En nuestra oración volvemos con nuestra mirada al Cenáculo de Jerusalén. Allí los Apóstoles “perseveraban unánimes en la oración, con María la Madre de Jesús” (Hch 1, 14). Con la oración se preparaban para el momento de Pentecostés. Allí la Iglesia, nacida del costado abierto de Cristo en la cruz, se manifestará ante el mundo con la fuerza del Espíritu de Verdad, dando testimonio de esa unidad divina.

En nuestras oraciones por la unidad de la Iglesia en el mundo, por la unidad de la Iglesia en México, recurrimos de modo especial a la intercesión de María, Madre de la Iglesia. A Ella imploramos que los cristianos lleguen a ser una sola cosa con Cristo en la Iglesia, para que, santificados así en la fidelidad por el Espíritu vivificador, “tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu” (Lumen gentium, 4). Y ¿a quién podemos encomendar esta unidad, sino a la Madre de Dios? Efectivamente, se trata de la unidad de todos nosotros con Cristo, como “los sarmientos con la vid”(cf. Jn 15, 1).

4. Hermanos míos: al considerar este misterio, tenemos presente el hecho doloroso de que algunos han roto ese vínculo de unidad salvífica, uniéndose a las sectas; y a otros les asaltan dudas y vacilaciones por falta de fe.

Todo esto ha de constituir una llamada a reavivar vuestra unión con Cristo en la Iglesia, sintiendo como propia la responsabilidad de sostener a los que vacilan y de recuperar a los alejados o indiferentes. No hay que ahorrar esfuerzos con el fin de dar un testimonio concorde de unidad. Asimismo hay que procurar que ese vínculo de unión con Cristo aliente una vida cristiana verdaderamente centrada en El.

Ninguno de vosotros, ningún católico de México, puede considerarse ajeno a esta responsabilidad. Y, si respondéis con generosidad y firmeza tendrá lugar un nuevo crecimiento, una renovada vitalidad de la Iglesia en vuestras comunidades.

5. Estas exigencias que provienen de acendrados sentimientos de comunión en la verdad y en la caridad, os han de estimular para renovar vuestra unidad en Cristo, como el sarmiento está unido a la vid. Se os pide, sobre todo, que deis fruto como el Señor espera.¿Y en qué consiste este dar fruto? La respuesta se puede resumir así: en amar a los hermanos abnegadamente, hasta las últimas consecuencias, como Jesús nos amó en la cruz.

Toda actividad, el trabajo y el descanso, la vida familiar y social, el ejercicio de vuestras responsabilidades políticas, culturales, económicas han de tener como nervio esa actitud de amor y de servicio (cf. Lumen gentium, 10). Viviendo así, vuestro corazón quedará transformado en un altar (cf. San Agustín, De Civitate Dei, X, 3) para ofrecer sacrificios gratos a Dios por mediación de Jesucristo. A la vez, seréis portadores de paz y de reconciliación. Allí donde un cristiano se esfuerza en amar como Cristo, se crea un clima de cordialidad, de afecto, de comprensión, de búsqueda serena y eficaz de la solidaridad y de la justicia.

6. En este proceso de crecimiento hacia la unidad querida por Cristo se va mostrando la naturaleza de la Iglesia como una comunión, donde reina la fraternidad y al mismo tiempo se da en ella una diversidad de ministerios. (cf. 1Co 12, 5)

La Iglesia, porque participa de la vida divina de la Trinidad, es un misterio de comunión que debe manifestarse en el ámbito de cada comunidad eclesial. Esta comunión se fundamenta en la unidad de la fe, la esperanza y el amor cristianos, recibidos en el bautismo. Se refuerza constantemente por la participación en la eucaristía, como expresión máxima de la unidad de la Iglesia. Se renueva por el sacramento de la conversión o penitencia, que nos reconcilia con Dios y con los hermanos. Se concretiza al compartir los propios bienes y mediante la disponibilidad personal. Al mismo tiempo, esta comunión eclesial está llamada a ser fermento de reconciliación y de paz entre los hermanos, en medio de los cuales actúa movida por el Espíritu Santo.

7. Esta misma comunión, en cada Iglesia local, está presidida por el obispo, unido al Papa como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro. El Papa, a su vez, es el centro de la colegialidad o comunión episcopal, ya que está a la cabeza de la Iglesia que “preside en la caridad” (San Ignacio de Antioquía, Ad Romanos).

Al mismo tiempo, esta comunión se verifica en la Iglesia a través de sus variadas comunidades presididas por los presbíteros, los cuales, como cooperadores inmediatos de los obispos, participan de su solicitud pastoral al servicio del pueblo (cf. Lumen gentium, 28). El sacerdote, revestido de entrañas de misericordia ante toda miseria humana, ha de estar disponible sobre todo para los que sufren. De este modo, la Iglesia se podrá presentar ante el mundo como “un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando” («Prex eucharistica» V/b..

8. Al evocar el gran valor y el gran don de la unidad, vienen a mi mente aquellas personas que se han alejado de la Iglesia católica. A ellos me dirijo ahora, con toda la ansiedad de mi alma.

Quisiera encontraros uno por uno para deciros: ¡regresad al seno de la Iglesia, vuestra Madre!

La Virgen de Guadalupe, con su “mirada compasiva”, ha querido mostraros a su Hijo, el “verdaderísimo Dios por quien se vive”; lo ha ensalzado “al ponerlo de manifiesto con todo su amor personal” (cf. Nicán Mopohua, 26-28).

Bien asentado en el corazón tenéis este convencimiento: Ella no os ha podido engañar. Siempre ha estado a vuestro lado en todas las contingencias de vuestra vida; y os ha escuchado en todas vuestras necesidades.

Quizás, como sucedió a Juan Diego, alguna preocupación espiritual y material a la vez, os haya llevado a esquivar el encuentro con la Santísima Virgen, a alejaros de Ella (cf. Ibíd. 94-103). Es posible que os hayáis quedado solos con esa preocupación, pensando que acercarse a Dios depende, antes que nada, del propio esfuerzo. Incluso habéis podido creer que para alcanzar el bienestar económico hay que dejar de lado la fe católica. Y a estos motivos se podrían añadir otros muchos, como el sentiros más acogidos en un grupo pequeño, de gente conocida y que se ayuda mutuamente.

Pues bien; os invito fervientemente a considerar todo eso ante la Virgen de Guadalupe. Sentid que Ella como a Juan Diego os ayuda en todas vuestras preocupaciones y ansiedades, y hoy os repite: “¿No estoy Yo, que soy tu Madre?” (Ibíd. 19).

 ¡Volved, pues, sin miedo! La Iglesia os espera con los brazos abiertos para reencontraros con Cristo. Nada haría más feliz el corazón del Papa, en este viaje pastoral a México, que el retorno al seno de la Iglesia de aquellos que se han alejado.

¡Que Cristo os ilumine y os mueva a la conversión!

9. “El Señor es mi Pastor, nada me falta” (Sal 22 [21], 1). Estas confortadoras palabras del salmo nos hacen contemplar la imagen de Cristo, Buen Pastor, así como su solicitud constante por todos, por cada una y cada uno de nosotros.

Seguir al Buen Pastor significa también estar unidos a la vid verdadera. En efecto, el Buen Pastor, Cristo, no sólo desea que le sigamos, sino también que permanezcamos unidos a El, como el sarmiento que, permaneciendo en la vid, da fruto. Cristo, el Buen Pastor, quiere que demos fruto, mucho fruto. Por eso quiere que permanezcamos en El como miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. Y si el Buen Pastor busca a cada oveja perdida, lo hace para protegerla de los peligros y al mismo tiempo para que no se separe de la vid vivificante.

10. ¡Madre del Buen Pastor! Tú que perseveras en la oración con los Apóstoles y con toda la Iglesia, obtén que todos tus hijos e hijas de México permanezcan siempre fieles a Cristo en su Iglesia: Una, Santa, Católica y Apostólica.

Que se comporten siempre de manera digna de la vocación a la que han sido llamados, y así, cada uno, “a la medida del don de Cristo” (Ef 4, 1. 7), contribuya a esta unidad del Cuerpo que es constituida por el Espíritu de la Verdad. En esa Verdad que nos une, está la esperanza de la vida eterna: la vida eterna en Dios. Amén.



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