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XXV ANIVERSARIO DEL PONTIFICIO COLEGIO MEXICANO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Martes 24 de noviembre de 1992

 

“Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste; porque son tuyos, y todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío” (Jn 17, 9-10).

Queridos hermanos en el episcopado,
amadísimos sacerdotes, religiosas,
hermanos y hermanas:

1. Con inmenso gozo me encuentro nuevamente en este Pontificio Colegio Mexicano para celebrar, junto con todos vosotros, el XXV Aniversario de su fundación.

Mi primera visita tuvo lugar a mi regreso de aquel viaje apostólico a México en 1979, del que conservo tan entrañables recuerdos, y durante el cual el Señor me concedió la gracia de poder inaugurar en Puebla de los Ángeles la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tan sazonados frutos eclesiales produjo, particularmente en el aumento de las vocaciones al sacerdocio, a la vida religiosa y al apostolado laical.

En esta ocasión, y después del viaje a Santo Domingo, donde inauguré la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, me encuentro de nuevo entre vosotros para dar fervientes gracias a Dios por los veinticinco años de vida de esta institución eclesiástica, que es como una parcela de la Nación mexicana aquí en Roma.

2. Las palabras de Jesús en su oración sacerdotal, que acabamos de escuchar, nos introducen en la plegaria comunitaria de esta Liturgia de la Palabra. Como los Apóstoles reunidos en el Cenáculo con María, nos hemos congregado aquí bajo la mirada maternal de Nuestra Señora de Guadalupe, para elevar nuestra ferviente acción de gracias a Dios por los muchos dones que ha concedido a este Colegio y, por su medio, a la Iglesia en México, durante estos cinco lustros de formación y vida sacerdotal.

Mi saludo cordial y agradecido se dirige a los Señores Obispos de México que nos acompañan y a cuantos desde la patria se unen espiritualmente a nuestra celebración. Un recuerdo especial, también lleno de gratitud, a los Superiores del Colegio y a aquellas personas que, de diversas formas, han contribuido a hacer de esta institución válido instrumento para bien de la Iglesia en México. Saludo asimismo a todos los presentes y, en especial, a los actuales alumnos que representáis a tantos sacerdotes de numerosas diócesis mexicanas, que se enriquecieron en este centro con una esmerada formación sacerdotal e intelectual junto a la Sede de Pedro. Los años de vuestra permanencia en Roma os permiten, sin duda, adquirir una especial experiencia de la Iglesia universal, no sólo por estar cerca del Sucesor de Pedro sino también por los variados y enriquecedores contactos con Pastores de las Iglesias particulares y con otros eclesiásticos de diversos países y continentes, así como con compañeros estudiantes procedentes de todas las partes del mundo. Toda esta riqueza de experiencias, queridos sacerdotes, debe ayudaros a corroborar sólidamente la virtud del equilibrio, tanto a nivel personal como eclesial, lo cual se refleje benéficamente en vuestros respectivos presbiterios diocesanos, en la íntima y sincera comunión con vuestros Obispos, y en la colaboración fraterna con los religiosos.

Un saludo afectuoso quiero reservar a las religiosas y personal auxiliar que, con su labor constante y callada, colaboran a hacer más acogedora la vida diaria de la casa.

3. Quiero poner de relieve que este Colegio tiene la delicada misión de favorecer, juntamente con las Universidades eclesiásticas de Roma, la formación de los presbíteros, que son enviados por sus respectivos Obispos para obtener alguna especialización en las ciencias sagradas y humanas, con el objeto de ofrecer un mejor servicio pastoral en los Seminarios e Instituciones de las Iglesias diocesanas en México.

Para alentaros en este proceso formativo, deseo recordar y destacar algunos aspectos de la formación permanente, que he propuesto en la Exhortación Apostólica “Pastores Dabo Vobis”. Ojalá que con vuestro esfuerzo y el de los sacerdotes en vuestras diócesis, se logren elaborar unos “programas de formación permanente, capaces de sostener, de una manera real y eficaz, el ministerio y vida espiritual de los sacerdotes” (Pastores Dabo Vobis, 3).

En primer lugar, recordemos que “la formación permanente encuentra su fundamento y su razón de ser original en el dinamismo del sacramento del Orden”, (ib. 70) que tiene diversos aspectos y un significado profundo. En efecto, ella “es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más, a su propio ser... es una exigencia intrínseca del don del ministerio sacramental recibido” (ib.).

4. En la liturgia de la Palabra, que estamos celebrando, hemos escuchado el discurso de Pedro en la casa de Cornelio, en el que resume toda la vida de Jesús con estas pocas palabras: “pasó haciendo el bien” (Hch 10, 38). Es él, “Jesús de Nazaret”, el “ungido con el Espíritu Santo y con poder”, el que murió y resucitó, del que san Pedro dice, en nombre de los demás apóstoles, “nosotros somos testigos” ((ib. 10, 39).

Pues bien, el sacerdote ministro ha de ser signo y transparencia de la caridad de Cristo, Buen Pastor. Por el hecho de participar de su consagración, puede prolongar su misma misión y está llamado a presentar su mismo estilo de vida. Todas las dimensiones de la formación permanente tienden a este objetivo: “Así como toda la actividad del Señor ha sido fruto y signo de la caridad pastoral, de la misma manera debe ser también para la actividad ministerial del sacerdote” (Pastores Dabo Vobis, 72). Por esto, el “significado profundo” de la formación permanente “es el de ayudar al sacerdote a ser y a desempeñar su función en el espíritu y según el estilo de Jesús Buen Pastor” (ib. 73).

La diversas dimensiones de la formación permanente se armonizan entre sí, porque todas ellas tienden a crear pastores dispuestos a dar la vida como el Señor. Así pues, “alma y forma de la formación permanente del sacerdote es la caridad pastoral” (ib. 70). Para ser “signo” del Buen Pastor, que “pasó haciendo el bien”, el sacerdote debe ahondar en su formación humana, hasta tener un “apasionado amor al hombre”, compartiendo con él alegrías y trabajos. Esta solidaridad con el hombre, al estilo de Jesús, no será posible sin una profunda y sólida formación espiritual, que se traduce en una íntima relación personal con el Señor y en el seguimiento evangélico, hasta llegar a una participación “cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo”. La formación intelectual –continuamente actualizada– debe centrarse en el Misterio de Cristo, anunciado, celebrado, comunicado, vivido: “El sacerdote, participando de la misión profética de Jesús e inserto en el misterio de la Iglesia, Maestra de verdad, está llamado a revelar a los hombres el rostro de Dios en Jesucristo” (ib. 73).

5. La oración sacerdotal de Jesús durante la última cena, cuyas primeras palabras hemos escuchado en esta celebración, nos ofrece un aspecto esencial de la vida del presbítero: su íntima unión con Jesucristo. El Señor repite constantemente: “los que tú me has dado... los que me has dado sacándolos del mundo... tú me los has dado...” (Jn 17, 6). ¿Cómo no ver en estas palabras la fuente y centro de nuestra vocación en todas las etapas y dimensiones de formación inicial y permanente? Nuestro ser, nuestro obrar y nuestro estilo de vida deben ser, ante los hombres, como una “prolongación visible y signo sacramental de Cristo” (Pastores Dabo Vobis, 16).

Las singladuras de la vida sacerdotal, queridos hermanos, están claramente trazadas en la doctrina, tradición y vida de la Iglesia. De ello estamos todos convencidos. Queda en pie, sin embargo, la cuestión que se plantean muchos sacerdotes: ¿cómo encontrar mejor en el propio Presbiterio, con el propio Obispo, los medios necesarios para cumplir con todas estas exigencias evangélicas? He aquí el por qué de un “programa” de vida que hay que elaborar para llevar a cabo una formación permanente eficaz y que responda a las necesidades propias y de las comunidades que se os confían. Se trata, en efecto, de “hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas” (Pastores Dabo Vobis, 79).

6. La formación permanente ayuda a los sacerdotes a construir esta “familia” sacerdotal y “fraternidad sacramental” querida por el Concilio (Christus Dominus, 28; Presbyterorum ordinis, 8), en la que todos colaboren responsablemente a hacer realidad la “íntima fraternidad” que nace “de la común ordenación sagrada y de la común misión” (Lumen gentium, 28). Porque “dentro de la comunión eclesial, el sacerdote está llamado de modo particular, mediante su formación permanente, a crecer en y con el propio Presbiterio unido al Obispo... La fisonomía del Presbiterio es, por tanto, la de una verdadera familia” (Pastores Dabo Vobis, 74).

Los deseos ardientes de Jesús, manifestados durante la última cena, urgen a cada uno a asumir, personal y responsablemente, esa tarea de la que depende en gran parte el futuro de la Iglesia. La gracia del Espíritu Santo, recibida en el sacramento del Orden, nos urge a sentirnos hermanos de los demás sacerdotes, asumiendo la tarea de hacer del propio Presbiterio –siempre en comunión con el propio Obispo– una verdadera familia sacerdotal en la que todos se sientan acogidos y unidos para compartir y ayudarse en los diversos campos de la vida y ministerio.

Si dejamos penetrar en nuestro corazón el intenso amor de Cristo a sus sacerdotes, como se manifiesta en la oración sacerdotal de la última cena, nos sentiremos llamados a servir con nuestros hermanos del Presbiterio a la Iglesia que es misterio, comunión y misión (cf. Pastores Dabo Vobis, 73).

7. La comunidad eclesial, queridos sacerdotes, necesita ver en nosotros el signo personal del Buen Pastor, que “pasó haciendo el bien” (Hch 10, 38). Invito, pues, a todos a seguir las huellas de tantos sacerdotes ejemplares que México ha tenido a lo largo de su historia, incluida la más reciente. De ésta son una muestra elocuente los veintidós sacerdotes mártires, que he beatificado en la fiesta de Cristo Rey. La Iglesia y la sociedad de hoy necesitan testigos creíbles que realicen, como estos Beatos, una labor apostólica profética y martirial, “prolongando cada sacerdote, y unido a los demás, aquella actividad pastoral que ha distinguido a los hermanos que les han precedido” (Pastores Dabo Vobis, 74). Con ellos podremos decir también nosotros: “Jesús de Nazaret... pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos... y nosotros somos testigos de todo lo que hizo” (Hch 10, 38-39).

Para instaros más a este compromiso de abnegada vida sacerdotal, os encomiendo a la Santísima Virgen, la cual, con “su ejemplo y mediante su intercesión, sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal” (Pastores Dabo Vobis, 82) en la Iglesia.

Deseo terminar con las palabras que pronuncié en Durango, durante mi inolvidable visita pastoral, y donde tuve la alegría de ordenar a un centenar de sacerdotes de todo el país: “¡México necesita sacerdotes santos! ¡México necesita hombres de Dios que sepan servir a sus hermanos en las cosas de Dios¡ ¿Seréis vosotros esos hombres? El Papa, que os ama entrañablemente, así lo espera. ¡Sed los santos sacerdotes que necesitan los mexicanos y que anhela la Iglesia! ¡Que Nuestra Señora de Guadalupe os acompañe siempre por los caminos de la nueva evangelización de América! Así sea” (Santa Misa en Durango, n. 10, 9 de mayo de 1990).



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