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VIAJE APOSTÓLICO A GUATEMALA,
NICARAGUA, EL SALVADOR Y VENEZUELA

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA EXPLANADA «SIGLO XXI»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

San Salvador, jueves 8 de febrero de 1996

 

«Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente» (Sal 71 [70], 7)

¡Queridos hermanos y hermanas,
hijos del Dios de la paz,
os saludo a todos en el nombre del Señor!

1.Con inmenso gozo me encuentro de nuevo en medio de vosotros, como peregrino del Evangelio, para traeros el anuncio de Cristo, el Salvador del mundo. Este título divino de Jesús, que nos habla de perdón, de redención y de vida, es el nombre de vuestra Nación y de su Capital; un nombre que os honra y os compromete a ser fieles al Evangelio y al bautismo con que habéis sido consagrados y unidos a su Iglesia.

Las palabras del Salmista son mi invocación a Dios y mi deseo más ardiente para todos vosotros, en estos momentos en que celebramos el Sacrificio Eucarístico, fuente del perdón y de la paz: «Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente» (Sal 71 [70], 7). Hoy puedo constatar que la semilla sembrada en momentos difíciles, fecundada por el sufrimiento y el esfuerzo de todo un pueblo, está dando frutos de reconciliación y de justicia. Ésta es la tarea de los cristianos, el compromiso de los hijos de la Iglesia: «Los que procuran la paz están sembrando la paz y su fruto es la justicia» (St 3, 18). Cada día hay que sembrar la semilla de la paz evangélica, si queremos gozar siempre de los frutos de la justicia.

Me complace saludar al Señor Presidente de la República y a las Autoridades aquí presentes. Agradezco a Monseñor Fernando Sáenz Lacalle, Arzobispo de San Salvador, las amables palabras con que ha querido acogerme. Con todo afecto saludo al Presidente y Miembros de la Conferencia Episcopal, así como a los demás Obispos, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, y a todos los fieles que os habéis congregado para rezar con el Papa. Y saludo también a esta gran multitud que me ha recibido al pasar por las calles de la Capital, lo cual agradezco mucho.

2. Pasados los años más tristes de vuestra historia reciente, vale la pena preguntarnos con las palabras del apóstol Santiago: «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros?» (Ib. 4, 1). También vosotros os habéis preguntado alguna vez: ¿Qué es lo que ha sucedido en esta tierra bendita, en esta nación cristiana de El Salvador? ¿Cuál ha sido la causa y la raíz de tantos males?

Al ver tantos sufrimientos, no podemos excluir, como causa última, el pecado que está en el corazón del hombre, ni las responsabilidades personales y sociales de cuantos han contribuido a prolongar una situación de conflictos y odios. Por eso hay que pedir todos juntos perdón al Señor. Pero también es evidente que vuestra Nación forma parte de los países hermanos de Centroamérica. En esta área del Continente se ha librado en los últimos lustros una continua lucha, de amplios intereses estratégicos, por hacer prevalecer, incluso con sistemas violentos, ideologías políticas y económicas opuestas, como el marxismo y el capitalismo desenfrenados, las cuales, siendo ajenas a vuestro carácter y tradición de valores humanos y cristianos, han lacerado el tejido de vuestra sociedad y han desencadenado los horrores del odio y de la muerte. Son ideologías que en sus expresiones más radicales no respetan la persona, en la que está inscrita la imagen del Creador, y llegan a veces a atentar violentamente contra el carácter sagrado de la vida humana.

Cuántos lutos y lágrimas, cuántas muertes violentas se hubieran evitado si, renunciando al egoísmo y sin ceder a dichas ideologías y sistemas, se hubiera emprendido, por parte de todos, un camino de justicia, de fraternidad verdadera, de progreso social. Si miramos hacia atrás, es para implorar la misericordia divina sobre las víctimas de la guerra e invitar a todos, como lo han hecho vuestros Obispos con su Carta pastoral «Reconciliaos con Dios», a proseguir en esa actitud fundamental de reconciliación, fuente de perdón y de solidaridad fraterna. Lo hacemos también para recordar a aquellos que han impulsado eficazmente el proceso de reconciliación, incluso a costa del sacrificio de su vida.

Con la ayuda del Señor, han pasado ya los años aciagos y tristes que sembraron odio y destrucción y causaron heridas dolorosas, todavía abiertas, en la convivencia social y en las familias. Este período ha frenado el progreso de las poblaciones más pobres y marginadas en busca de una mayor integración social y de prosperidad. Por otra parte, ha destruido muchos hogares, ha desplazado muchas poblaciones, ha sacrificado muchas vidas inocentes. Por eso, no puedo menos de clamar: ¡Nunca jamás la guerra! Que la justicia verdadera haga fructificar siempre la paz.

Gracias a Dios las circunstancias están cambiando. Vuestra nación, como la mayor parte de las naciones hermanas de Centroamérica, superados en parte los contrastes entre esas ideologías opuestas, goza ahora de un clima más propicio para la convivencia. Es éste el momento favorable para afianzar el proceso de paz. Sólo así se podrá edificar una sociedad nueva con ese espíritu cristiano que, casi al límite de la utopía humana pero con la certeza de que responde a la voluntad de Dios, llamamos la « civilización del amor ». Ésta podrá convertirse en realidad si se desarrolla una apropiada pedagogía del perdón, muy necesaria, ya que han sido tan fuertes los contrastes y tan demoledores sus efectos.

Precisamente porque el mal anida todavía en muchos corazones y el pecado es la causa última del desorden personal y social, de todos los egoísmos y opresiones, de las violencias y venganzas, es necesario que los cristianos se comprometan a fomentar la tarea de educación a la paz mediante la práctica del perdón y así se hagan dignos de la bienaventuranza de Jesús: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, por-que ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9).

Las palabras del Evangelio que hemos escuchado son exigentes, fuera de la lógica humana, pero capaces de hacer realidad esa revolución del amor que empieza por abrir el corazón al perdón y a la misericordia: «Habéis oído que se os dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian... » (Ib. 5, 43-44).

Estas palabras nos invitan a la conversión. Si se percibe una cierta contraposición entre lo que nos propone el Evangelio y nuestros sentimientos es porque estas palabras vienen del cielo y no de la tierra. Las proclama Cristo, que las ha cumplido perfectamente con su ejemplo y que nos ha concedido el don de su Espíritu para poder amar a nuestros enemigos, hacer bien a los que nos aborrecen, rezar por los que nos persiguen y calumnian. En realidad, Cristo mismo, con su ejemplo, con su muerte y resurrección, es la medida del perdón que recibimos de Dios para que también nosotros sepamos perdonar completamente. Es Él quien nos anuncia la Paz en la mañana de Pascua, para que la podamos compartir en un mundo renovado por el amor; nos llena de su Espíritu para que podamos amar a todos.

El perdón de los enemigos, como hicieron los mártires de todos los tiempos, es la prueba decisiva y la manifestación fehaciente de la radicalidad del amor cristiano. Hemos de perdonar porque Dios nos perdona y nos ha renovado en Cristo. Si no perdonamos del todo, no podemos pretender ser perdonados. En cambio, si nuestros corazones se abren a la misericordia, sí se sella el perdón con un abrazo fraterno y se estrechan los vínculos de la comunión, estamos proclamando ante el mundo la fuerza sobrenatural de la redención de Cristo. Como constructores de la paz, somos llamados hijos de Dios; somos «hijos del Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45).

5. De aquí nace también la sabiduría de la paz. Lo hemos escuchado en la exhortación del apóstol Santiago. Hay una sabiduría del mundo que él llama «terrena, animal y diabólica» (St 3, 25). Es la que nace de instintos mundanos y provoca la división de los corazones, que viene siempre del maligno al servicio de intereses personales. Pero la sabiduría que viene de lo alto es «pura..., amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y de buenas obras, constante, sincera» (Ib. 3, 17). Es como si Dios os pusiera ante dos caminos para elegir el futuro de vuestra Nación: el camino de la muerte o el camino de la vida; una convivencia regida por la vana sabiduría del mundo que destruye la concordia, o bien guiada por la sabiduría que viene de lo alto y construye la civilización del amor.

¡Construid un futuro de esperanza con la sabiduría de la paz! Dejad a los jóvenes, a los niños, a las familias salvadoreñas un futuro luminoso y próspero de solidaridad y de justicia. Volvamos juntos los ojos a Dios, Padre de todos, para que nos enseñe el camino de la reconciliación. Escuchemos la apremiante invitación de Jesús a ser perfectos y misericordiosos como es perfecto el Padre celestial.(cf. Mt 5, 48; Lc 6, 36).

6. En este horizonte nuevo, que mira al futuro con esperanza, re-suena el mensaje de la Palabra de Dios que ha sido proclamada. «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande... Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado... y es su nombre: Maravilla de Consejero... Príncipe de la Paz» (Is 9, 15). Con estas palabras se anuncia cada año, en la noche de Navidad, la paz a los hombres que ama el Señor (cf Lc 2, 14). Son también el mensaje del Sucesor de Pedro. Como a los pastores en la noche luminosa de Belén, os anuncio el gozo de la presencia de aquel que es nuestra Paz: «Os ha nacido un Salvador, el Cristo Señor» (Ib. 2, 11). Para construir la paz en la justicia, para edificar la fraternidad y la reconciliación, el Redentor ha recorrido el camino opuesto a la violencia, a la soberbia, al egoísmo, a la lógica del poder, escogiendo la pobreza y el servicio. Ha curado nuestras heridas con la medicina del amor y de la humildad, pues Cristo, el Salvador, es nuestra Paz.

Al acercarnos a la celebración del Gran Jubileo del año 2000, el bimilenario del nacimiento de Jesús, os aliento a ofrecerle el propósito de construir juntos una era de paz en vuestra patria, estableciendo con Él una sociedad nueva, sostenida y consolidada «con la justicia y el derecho» (Is. 9, 6).

Con esa intención estamos celebrando la Eucaristía. Queremos sellar con Dios, no con documentos ni simples palabras, sino con la sangre bendita de Cristo derramada en la cruz, una alianza de amor y de paz con Él y entre nosotros; para renunciar al odio y a la violencia, para emprender un camino nuevo de fraternidad y de progreso social buscando el bien de todos los salvadoreños.

¡Iglesia de El Salvador, hijos todos de esta nación! Pidamos por la intercesión de la Virgen María, invocada por vosotros como Madre de Cristo y Reina de la Paz: ¡Señor, haz que florezca la justicia en esta tierra de El Salvador; haz que abunde en ella para siempre la paz! (cf. Sal 71 [70], 7) .

 


Palabras del Papa al final de la Santa Misa

Hermanos y Hermanas:

Deseo renovar mi alegría por haber podido volver, después de trece años, a esta hermosa nación, y por haber encontrado una atmósfera de paz. ¡No la perdáis nunca! Os deseo un progreso espiritual y material que sea dinámico y que, en él, cada uno encuentre su lugar para la construcción de la sociedad nueva y para realizarse como persona e hijo de Dios.

Os agradezco esta presencia, esta hermosa celebración, el testimonio de la fe, los cantos, las oraciones.

Llevad el saludo del Papa a vuestras casas, a todas las personas que no han podido venir, sobre todo a los enfermos, los ancianos, los niños. Llevadles mi saludo y mi bendición. Muchas gracias. Que Dios os bendiga.

 



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