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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA SANTA MISA DE BEATIFICACIÓN
DE CINCO SIERVOS DE DIOS


Domingo 12 de octubre de 1997

 

1. «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?» (Mc 10, 17).

Esta pregunta, que plantea un joven en el texto evangélico de hoy, se la han dirigido a Cristo en el decurso de los siglos innumerables generaciones de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, clérigos y laicos.

 «¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna?». Es el interrogante fundamental de todo cristiano. Ya conocemos muy bien la respuesta de Cristo. Ante todo, recuerda a su interlocutor que debe cumplir los mandamientos: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no serás injusto, honra a tu padre y a tu madre» (Mc 10, 19; cf. Ex 20, 12-16). El joven replica con entusiasmo: «Maestro, todo esto lo he cumplido desde pequeño » (Mc 10, 20). En ese momento —subraya el evangelio— el Señor, fijando en él su mirada, lo amó y añadió: «Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo—; luego, ven y sígueme». Pero, como prosigue el relato, el joven «abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 21-22).

2. Los nuevos beatos, elevados hoy a la gloria de los altares, por el contrario, acogieron con prontitud y entusiasmo la invitación de Cristo: «Ven y sígueme » y lo siguieron hasta el fin. Así se manifestó en ellos el poder de la gracia de Dios y en su vida terrena llegaron a realizar incluso lo que humanamente parecía imposible. Al haber puesto en Dios toda su confianza, para ellos todo resultó posible. Precisamente por eso hoy me complace presentarlos como ejemplos del seguimiento fiel de Cristo. Son: Elías del Socorro Nieves, mártir, sacerdote profeso de la orden de San Agustín; Juan Bautista Piamarta, sacerdote de la diócesis de Brescia; Doménico Lentini, sacerdote de la diócesis de Tursi-Lagonegro; María de Jesús, en el siglo Emilia d’Hooghvorst, fundadora del instituto de las religiosas de María Reparadora; y María Teresa Fasce, monja profesa de la orden de San Agustín.

3. «Entonces Jesús, fijando en él su mirada, lo amó» (Mc 10, 21). Estas palabras del texto evangélico evocan la experiencia espiritual y apostólica del sacerdote Juan Bautista Piamarta, fundador de la congregación de la Sagrada Familia de Nazaret, al que hoy contemplamos en la gloria celestial. También él, siguiendo el ejemplo de Cristo, supo llevar a muchos niños y jóvenes a encontrarse con la mirada amorosa y exigente del Señor. ¡Cuántos, gracias a su acción pastoral, pudieron afrontar con alegría la vida por haber aprendido un oficio y sobre todo por haberse podido encontrar con Jesús y su mensaje de salvación! La labor apostólica del nuevo beato fue muy variada y abarcó muchos ámbitos de la vida social: desde el mundo del trabajo hasta el de la agricultura, desde la educación escolar hasta el sector editorial. Dejó una gran huella en la diócesis de Brescia y en la Iglesia entera.

¿De dónde sacaba este extraordinario hombre de Dios la energía necesaria para sus múltiples actividades? La respuesta es clara: la oración asidua y fervorosa era la fuente de su celo apostólico incansable y del benéfico atractivo que ejercía sobre todos las personas de su entorno. Él mismo, como recuerdan los testimonios de sus contemporáneos, afirmaba: «Con la oración obtenemos la misma fuerza de Dios... Omnia possum ». Todo es posible con Dios, por él y con él.

4. «Sácianos de tu misericordia, Señor » (Salmo responsorial). La conciencia profunda de la misericordia del Señor animaba al beato Doménico Lentini, que en su predicación itinerante proponía incansablemente la invitación a la conversión y a volver a Dios. Por esto, su actividad apostólica iba acompañada por el asiduo ministerio del confesonario. En efecto, sabía muy bien que en la celebración del sacramento de la penitencia el sacerdote se transforma en dispensador de la misericordia divina y testigo de la nueva vida que nace gracias al arrepentimiento del penitente y al perdón del Señor.

Sacerdote de corazón indiviso, supo conjugar la fidelidad a Dios con la fidelidad al hombre. Con ardiente caridad se dirigió en particular a los jóvenes, a los que enseñaba a permanecer firmes en la fe, y a los pobres, a los que ofrecía todo aquello que poseía con una confianza absoluta en la divina Providencia. Su entrega total al ministerio hizo de él, según la expresión de mi venerado predecesor el Papa Pío XI, «un sacerdote cuya única riqueza era su sacerdocio».

5. En la segunda lectura de la liturgia, hemos escuchado: «La palabra de Dios es viva (...), penetra hasta lo más íntimo del alma» (Hb 4, 12). Emilia d’Hooghvorst acogió esta palabra en lo más profundo de su corazón. Aprendiendo a someterse a la voluntad de Dios, cumplió ante todo la misión de todo matrimonio cristiano: hacer de su hogar «un santuario doméstico de la Iglesia» (Apostolicam actuositatem, 11). Habiendo quedado viuda, impulsada por el deseo de participar en el misterio pascual, la madre María de Jesús fundó la Compañía de María Reparadora. Con su vida de oración, nos recuerda que, en la adoración eucarística, donde acudimos a la fuente de la vida que es Cristo, encontramos la fuerza para la misión diaria. Ojalá que cada uno de nosotros, cualquiera que sea nuestro estado de vida, «escuche la voz de Cristo», «que debe ser la regla de nuestra existencia», como solía decir ella. Esta beatificación es también para las religiosas de María Reparadora un estímulo a proseguir su apostolado, prestando una atención renovada a los hombres de nuestro tiempo. Según su carisma específico, responderán a su misión: despertar la fe en nuestros contemporáneos y ayudarles en su crecimiento espiritual, participando así activamente en la edificación de la Iglesia.

6. A los discípulos, asombrados ante las dificultades para entrar en el Reino, Jesús les advierte: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo» (Mc 10, 27). Acogió este mensaje el padre Elías del Socorro Nieves, sacerdote agustino, que hoy sube a la gloria de los altares como mártir de la fe. La total confianza en Dios y en la Virgen del Socorro, de quien era muy devoto, caracterizó toda su vida y su ministerio sacerdotal, ejercido con abnegación y espíritu de servicio, sin dejarse vencer por los obstáculos, los sacrificios o el peligro. Este fiel religioso agustino supo transmitir la esperanza en Cristo y en la Providencia divina.

La vida y el martirio del padre Nieves, que no quiso abandonar a sus fieles a pesar del riesgo que corría, son por sí mismas una invitación a renovar la fe en Dios que todo lo puede. Afrontó la muerte con entereza, bendiciendo a sus verdugos y dando testimonio de su fe en Cristo. La Iglesia en México cuenta hoy con un nuevo modelo de vida y poderoso intercesor que le ayudará a renovar su vida cristiana; sus hermanos agustinos tienen un ejemplo más que imitar en su constante búsqueda de Dios en fraternidad y en el servicio al pueblo de Dios; para toda la Iglesia es una muestra elocuente de los frutos de santidad que el poder de la gracia de Dios produce en su seno.

7. La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, nos recuerda que la sabiduría y la prudencia brotan de la oración: «Pedí y se me concedió la prudencia; supliqué y me vino el espíritu de sabiduría» (Sb 7, 7). Estas palabras se aplican muy bien a la existencia de otra nueva beata, María Teresa Fasce, que vivió en constante contemplación del misterio de Cristo. La Iglesia la pone hoy como brillante ejemplo de síntesis viva entre vida contemplativa y testimonio humilde de solidaridad con los hombres, especialmente con los más pobres, humildes, abandonados y afligidos.

La familia agustiniana vive hoy una jornada extraordinaria, pues ve unidos en la gloria de los altares a los representantes de las dos ramas de la orden, la apostólica con el beato Elías del Socorro Nieves, y la contemplativa con la beata María Teresa Fasce. Su ejemplo constituye para los religiosos y las religiosas agustinos motivo de alegría y de legítima satisfacción. Ojalá que este día sea también ocasión providencial para un renovado compromiso en la total y fiel consagración a Dios y en el servicio generoso a los hermanos.

8. «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18). Cada uno de estos nuevos beatos escuchó esta esencial aclaración de Cristo y comprendió dónde debía buscar la fuente original de la santidad. Dios es la plenitud del bien que tiende por sí mismo a difundirse. «Bonum est diffusivum sui» (santo Tomás de Aquino, Summa Theol., I, q.5, a.4, ad2). El sumo Bien quiere donarse y hacer semejantes a sí mismo a cuantos lo buscan con corazón sincero. Desea santificar a los que están dispuestos a abandonarlo todo para seguir a su Hijo encarnado.

La primera finalidad de esta celebración es, por tanto, alabar a Dios, fuente de toda santidad. Demos gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, porque los nuevos beatos, bautizados en el nombre de la santísima Trinidad, colaboraron con perseverante heroísmo con la gracia de Dios. Participando plenamente de la vida divina, contemplan ahora la gloria del Señor cara a cara, gozando de los frutos de las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el Sermón de la montaña: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3). Sí. El reino de los cielos pertenece a estos fieles siervos de Dios, que siguieron a Cristo hasta el fin, fijando su mirada en él. Con su vida han dado testimonio de Aquel que por ellos y por todos murió en la cruz y resucitó.

Se alegra la Iglesia entera, madre de los santos y los beatos, gran familia espiritual de los hombres llamados a participar en la vida divina.

Juntamente con María, Madre de Cristo y Reina de los santos; y juntamente con los nuevos beatos, proclamamos la santidad de Dios: «Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo». Amén.



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