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MISA SOLEMNE DE CLAUSURA DE LA ASAMBLEA ESPECIAL
PARA AMÉRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Viernes 12 de diciembre de 1997

 

1. «En aquellos días María se puso en camino» (Lc 1, 39).

¡Qué sugestivo es volver a escuchar la página evangélica de la Visitación durante esta celebración, con la que se concluye la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos!

La Iglesia siempre está en peregrinación, «en camino». Ha sido enviada y existe para caminar en el tiempo y en el espacio, anunciando y dando testimonio del Evangelio hasta los últimos confines de la tierra.

Hace cerca de cinco siglos, la Iglesia peregrinante en la historia se puso en camino hacia el continente americano, recién descubierto. Desde entonces, ha arraigado en las diversas culturas de esas tierras, ha asumido los rasgos de la gente del lugar, como lo demuestra de forma elocuente la imagen de la Virgen de Guadalupe, cuya memoria celebramos en la liturgia de hoy.

Y he aquí que este año, mientras todo el pueblo de Dios está en camino hacia el gran jubileo del año 2000, se ha celebrado este Sínodo continental. Se trata, ciertamente, de un punto de llegada; pero, más aún, de un nuevo punto de partida: la comunidad cristiana, a ejemplo de María, se vuelve a poner en camino, impulsada por el amor a Cristo, para llevar a cabo la nueva evangelización del continente americano. Es el inicio de una renovada misión, que ha encontrado en la Asamblea especial del Sínodo de los obispos su «cenáculo» y su «Pentecostés », precisamente al inicio de un año totalmente dedicado al Espíritu Santo.

Es el Espíritu que guía incesantemente al pueblo cristiano por los caminos de la historia de la salvación. Por esto queremos hoy dar gracias al Señor, reconociendo que Cristo mismo está presente entre nosotros y camina con nosotros.

Venerados hermanos en el episcopado, amadísimos hermanos y hermanas, dirijámonos juntos, en una peregrinación espiritual, a Belén y depositemos los frutos de nuestro esfuerzo a los pies del Hijo de Dios, que viene a salvarnos: «Regem venturum, Dominum, venite, adoremus!».

2. Durante estas semanas hemos hecho nuestras las últimas palabras de Cristo, el Hijo de Dios encarnado, su testamento, que para los bautizados es también su gran mandato misionero: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).

Vosotros, pastores de las Iglesias que están en América, fieles a ese mandato en el que se funda nuestro ministerio, no dejéis de anunciar a un mundo sediento de la verdad a Cristo vivo, nuestra única salvación. Sólo él es nuestra paz; sólo él es la riqueza, en la que siempre podemos encontrar fuerza y alegría interior.

A lo largo de los trabajos sinodales ha resonado el eco de las voces de los primeros evangelizadores de América, que nos han recordado el deber de una profunda conversión a Cristo, única fuente de auténtica comunión y solidaridad. Ha llegado el tiempo de la nueva evangelización, una ocasión providencial para guiar al pueblo de Dios que está en América a cruzar el umbral del tercer milenio con renovada esperanza.

¡Cómo no dar gracias a Dios, hoy, por todos los misioneros que durante cinco siglos de historia han trabajado en la evangelización del continente! La Iglesia les debe muchísimo. De muchos conocemos los nombres, pues han llegado a la gloria de los altares. Pero la mayor parte de los misioneros permanecen desconocidos, sobre todo religiosos, a los que América les debe mucho, no sólo en el campo religioso, sino también en el cultural. Como en Europa, de donde procedían los misioneros, también en el continente americano el íntimo vínculo entre fe, evangelización y cultura ha dado origen a numerosas obras de arte, de arquitectura, de literatura, así como a celebraciones y tradiciones populares. De esta forma, ha nacido una rica tradición, que constituye un patrimonio significativo de las poblaciones de América del sur, del centro y del norte.

Entre estas regiones hay diferencias que se remontan a los orígenes mismos de su evangelización. Sin embargo, el Sínodo ha puesto de manifiesto, con gran claridad, que el Evangelio las ha armonizado. Los participantes en el Sínodo han experimentado esta unidad, manantial de solidaridad fraterna. De este modo, el Sínodo ha cumplido su principal objetivo, el que indica su mismo nombre, syn-odos, que quiere decir comunión de caminos. Damos gracias al Señor por esta comunión de caminos, por los que han avanzado enteras gene solidaridad. raciones de cristianos en ese gran continente.

3. Queridos hermanos y hermanas, a lo largo de la Asamblea sinodal se han examinado los problemas y las perspectivas de la nueva evangelización en América. Toda solución se funda en la conciencia del deber urgente de proclamar con celo y valentía a Jesucristo, Redentor de todo hombre y de todo el hombre. Sólo acudiendo a esta fuente viva se pueden afrontar eficazmente todos los desafíos.

Quisiera recordar algunos: la enseñanza auténtica de la doctrina de la Iglesia y una catequesis fiel al Evangelio, adaptada a las necesidades de nuestro tiempo; las tareas y la interacción de las diferentes vocaciones y de los diversos ministerios en la Iglesia; la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su término natural; el papel primordial de la familia en la sociedad; la necesidad de hacer que la sociedad, con sus leyes e instituciones, esté en armonía con la doctrina de Cristo; el valor del trabajo humano, mediante el cual la persona humana coopera a la actividad creadora de Dios; la evangelización del mundo de la cultura, en sus diferentes aspectos. Gracias a una acción apostólica arraigada en el Evangelio y abierta a los desafíos de la sociedad, podéis contribuir a extender por toda América la civilización del amor, tan anhelada, que destaca fuertemente la primacía del hombre y la promoción de su dignidad en todas sus dimensiones, comenzando por la espiritual.

De una manera más profunda y amplia, la Iglesia en América podrá experimentar las consecuencias de la reconciliación auténtica con Cristo, que abre los corazones y permite a los hermanos y hermanas en la fe llevar a cabo un nuevo modo de cooperación. Para la nueva evangelización es fundamental la colaboración efectiva entre las diferentes vocaciones, los diversos ministerios, los múltiples apostolados y carismas suscitados por el Espíritu, tanto los de institutos religiosos tradicionales como los que han surgido en los últimos tiempos gracias a nuevos movimientos y asociaciones de fieles.

4. Venerados y queridos padres sinodales, que habéis formado la Asamblea especial para América del Sínodo, a cada uno de vosotros va en este momento mi cordial saludo, así como mi más vivo agradecimiento. Siempre que me ha sido posible, he procurado estar presente también yo en los trabajos sinodales. Para mí ha sido una experiencia significativa, que me ha ayudado a afianzar los vínculos de comunión afectiva y pastoral que me unen con vosotros en Jesucristo. Esta unidad espiritual culmina ahora en la celebración de la Eucaristía, centro y cumbre de la vida de la Iglesia y de todo su proyecto apostólico.

Al partir de Roma, para volver a las diversas diócesis de América, llevad con vosotros mi bendición y transmitidla a vuestros fieles, especialmente a los sacerdotes, vuestros colaboradores, a los religiosos y a las religiosas que trabajan en vuestras comunidades, a los laicos comprometidos en el apostolado, a los jóvenes, a los enfermos y a los ancianos. Aseguradles mis oraciones y mi afecto. El Espíritu Santo, en este año especialmente dedicado a él, nos ayude a caminar unidos en el nombre del Señor.

Concluimos los trabajos sinodales en el día dedicado a la Virgen de Guadalupe, primera testigo de la presencia de Cristo en América. Su santuario, en el corazón del continente americano, constituye un recuerdo imborrable de la evangelización realizada a lo largo de estos cinco siglos. La Madre de Cristo se apareció a un hombre sencillo, un indio llamado Juan Diego. Lo escogió como representante de todos sus amados hijos e hijas de aquellas tierras, para anunciar que la divina Providencia llama a la salvación a los hombres de todas las razas y culturas, tanto a los indios que habitaban allí desde hacía muchos siglos, como a las personas que fueron de Europa para llevarles, aun con sus límites y culpas, el inmenso don de la buena nueva.

Durante el Sínodo hemos experimentado la especial cercanía de Nuestra Señora, Madre de Dios, venerada en la basílica de Guadalupe. Y hoy queremos confiarle el camino futuro de la Iglesia en el gran continente americano.

5. Al concluir los trabajos, hace algún día, vosotros, acogiendo la propuesta de los tres presidentes delegados, me habéis manifestado el deseo de que, para la promulgación de la exhortación apostólica postsinodal, vuelva como peregrino a su santuario, en la ciudad de México. A este respecto, le confío todo proyecto y anhelo a ella. Pero ya desde ahora me postro espiritualmente a sus pies, recordando mi primera peregrinación en enero de 1979, cuando me arrodillé delante de su prodigiosa imagen para invocar sobre mi recién iniciado servicio pontifical su materna asistencia y protección. En aquella circunstancia puse en sus manos la evangelización de América, especialmente de América Latina, y tomé parte después en la tercera Conferencia general del Episcopado latinoamericano en Puebla.

Renuevo hoy, en nombre vuestro, la invocación que entonces le dirigí: María, Virgen de Guadalupe, Madre de toda América, ayúdanos a ser fieles dispensadores de los grandes misterios de Dios. Ayúdanos a enseñar la verdad que tu Hijo anunció y a extender el amor, que es el primer mandamiento y el primer fruto del Espíritu Santo. Ayúdanos a confirmar en la fe a nuestros hermanos. Ayúdanos a difundir la esperanza en la vida eterna. Ayúdanos a custodiar los grandes tesoros espirituales de los miembros del pueblo de Dios que nos ha sido confiado.

Reina de los Apóstoles, acepta nuestra disponibilidad a servir sin reservas a la causa de tu Hijo, la causa del Evangelio y la de la paz, fundamentada en la justicia y el amor entre los hombres y entre los pueblos.

Reina de la paz, salva las naciones y los pueblos de todo el continente, que tanto confían en ti; sálvalos de las guerras, del odio y de la subversión. Haz que todos, gobernantes y súbditos, aprendan a vivir en paz, se eduquen para la paz, cumplan todo lo que exigen la justicia y el respeto de los derechos de cada hombre, para que así se consolide la paz.

Escúchanos, Virgen «morenita», Madre de la Esperanza, Madre de Guadalupe.



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