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FIESTA DEL BAUTISMO DE NUESTRO SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Capilla Sixtina
Domingo 12 de enero de 1997

 

1. «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).

La Iglesia celebra hoy la fiesta del Bautismo de Cristo, y también este año tengo la alegría de administrar, en esta circunstancia, el sacramento del bautismo a algunos recién nacidos: diez niñas y nueve niños, de los cuales catorce son italianos, dos polacos, uno español, uno mexicano y uno indio. ¡Sed bienvenidos, queridos padres, que habéis venido aquí con vuestros hijos! También saludo a los padrinos y a las madrinas, así como a todos los presentes.

2. Amadísimos hermanos y hermanas, antes de administrar el sacramento a estos niños recién nacidos, quisiera detenerme a reflexionar con vosotros en la palabra de Dios que acabamos de escuchar. El evangelio de san Marcos, como los demás sinópticos, narra el bautismo de Jesús en el río Jordán. La liturgia de la Epifanía recuerda este acontecimiento, presentándolo en un tríptico que comprende también la adoración de los Magos de Oriente y las bodas de Caná. Cada uno de estos tres momentos de la vida de Jesús de Nazaret constituye una revelación particular de su filiación divina. Las Iglesias orientales subrayan particularmente esta celebración, denominada simplemente «Jordán». La consideran un momento de la «manifestación » de Cristo, estrechamente relacionado con la Navidad. Más aún, la liturgia oriental pone más de relieve la revelación de Jesús como Hijo de Dios que su nacimiento en Belén. Esa revelación tuvo lugar con singular intensidad precisamente durante su bautismo en el Jordán.

Lo que Juan el Bautista confería a orillas del Jordán era un bautismo de penitencia, para la conversión y el perdón de los pecados. Pero anunciaba: «Detrás de mí viene el que puede más que yo (...). Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1, 7-8). Anunciaba esto a una multitud de penitentes, que se le acercaban confesando sus pecados, arrepentidos y dispuestos a enmendar su vida.

De muy diferente naturaleza es el bautismo que imparte Jesús y que la Iglesia, fiel a su mandato, no deja de administrar. Este bautismo libera al hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo rescata de la esclavitud del mal y marca su renacimiento en el Espíritu Santo; le comunica una vida nueva, que es participación en la vida de Dios Padre y que nos ofrece su Hijo unigénito, hecho hombre, muerto y resucitado.

3. Cuando Jesús sale del agua, el Espíritu Santo desciende sobre él como una paloma y, tras abrirse el cielo, desde lo alto se oye la voz del Padre: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco » (Mc 1, 11). Por tanto, el acontecimiento del bautismo de Cristo no es sólo revelación de su filiación divina, sino también, al mismo tiempo, revelación de toda la santísima Trinidad: el Padre —la voz de lo alto— revela en Jesús al Hijo unigénito consustancial con él, y todo esto se realiza en virtud del Espíritu Santo, que bajo la forma de paloma desciende sobre Cristo, el consagrado del Señor.

Los Hechos de los Apóstoles nos hablan del bautismo que el apóstol Pedro administró al centurión Cornelio y a sus familiares. De este modo, Pedro realiza el mandato de Cristo resucitado a sus discípulos: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). El bautismo con el agua y el Espíritu Santo es el sacramento primero y fundamental de la Iglesia, sacramento de la vida nueva en Cristo.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, también estos niños dentro de poco recibirán ese mismo bautismo y se convertirán en miembros vivos de la Iglesia. Ante todo, serán ungidos con el óleo de los catecúmenos, signo de la suave fortaleza de Cristo, que se les da para luchar contra el mal. Luego, se derramará sobre ellos el agua bendita, signo de la purificación interior mediante el don del Espíritu Santo, que Jesús nos hizo al morir en la cruz. Inmediatamente después recibirán una segunda y más importante unción con el «crisma», para indicar que son consagrados a imagen de Jesús, el ungido del Padre. Por último, al papá de cada uno se le entregará una vela para encenderla en el cirio pascual, símbolo de la luz de la fe que los padres, los padrinos y las madrinas deberán custodiar y alimentar continuamente, con la gracia vivificante del Espíritu.

Queridos padres, padrinos y madrinas, encomendemos a estas criaturas a la intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que, revestidos de las vestiduras blancas, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean durante toda su vida auténticos cristianos y testigos valientes del Evangelio.

Amén.



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