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PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO
PARA LA CREACIÓN DE VEINTE NUEVOS CARDENALES


 Sábado 21 de febrero de 1998

 

«A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (1 P 5, 1).

1. Hago mías las palabras del apóstol Pedro al dirigirme a vosotros, venerados y amadísimos hermanos, a los que he tenido la alegría de asociar al Colegio de los cardenales.

Esas palabras aluden a nuestro fundamental arraigo, como «ancianos», en el misterio de Cristo, cabeza y pastor. Por ser partícipes de la plenitud del orden sagrado, somos, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental suya, llamados a proclamar de forma autorizada su palabra, a repetir sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, a ejercer su amorosa solicitud hasta la entrega total de nosotros mismos en favor de la grey (cf. Pastores dabo vobis, 15).

Este arraigo en Cristo recibe hoy en vosotros, venerados hermanos, una ulterior especificación, ya que, con la elevación a la púrpura, sois llamados y habilitados a un servicio eclesial de mucha mayor responsabilidad, en estrechísima colaboración con el Obispo de Roma. Lo que hoy se realiza en la plaza de San Pedro es, por consiguiente, la llamada a un servicio más comprometedor, porque, como hemos escuchado en el evangelio, «el que quiera ser el primero entre vosotros, será servidor de todos» (Mc 10, 44). A Dios corresponde la elección, a nosotros el servicio. ¿No se ha de entender el mismo primado de Pedro como servicio en favor de la unidad, de la santidad, de la catolicidad y de la apostolicidad de la Iglesia?

El Sucesor de Pedro es el siervo de los siervos de Dios, según la expresión de san Gregorio Magno. Y los cardenales son sus primeros consejeros y cooperadores en el gobierno de la Iglesia universal: son «sus» obispos, «sus» presbíteros y «sus» diáconos, no simplemente en la primitiva dimensión de la Urbe, sino también en el pastoreo de todo el pueblo de Dios, al que la sede de Roma «preside en la caridad» (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Romanos, 1, 1).

2. Con estos pensamientos, dirijo mi cordial saludo a los venerados cardenales presentes, que en el Colegio cardenalicio, y especialmente en este consistorio público, manifiestan de modo eminente la gran «sinfonía», por decir así, de la Iglesia, es decir, su unidad en la universalidad de las proveniencias y en la variedad de los ministerios.

Con ellos comparto la alegría de acoger hoy a los veinte nuevos hermanos, que proceden de trece países de cuatro continentes, y han dado pruebas de fidelidad a Cristo y a la Iglesia, algunos en el servicio directo de la Sede apostólica, y otros en el gobierno de importantes diócesis. Agradezco, en particular, al cardenal Jorge Arturo Medina Estévez las palabras que me ha dirigido, expresando los sentimientos de todos en esta circunstancia tan significativa.

Me complace, en este momento, recordar en la oración a monseñor Giuseppe Uhač, a quien el Dios de toda gracia, como escribe el apóstol Pedro, llamó a sí poco antes de su nombramiento, para ofrecerle otra corona: la de la gloria eterna en Cristo (cf. 1 P 5, 10). Al mismo tiempo, deseo comunicar que he reservado in pectore el nombramiento de cardenales de otros dos prelados.

3. Esta celebración tiene lugar durante el año del Espíritu Santo dentro de la preparación al gran jubileo del año 2000, de acuerdo con el itinerario trazado en la exhortación apostólica Tertio millennio adveniente, que recogió y elaboró las propuestas de un memorable consistorio extraordinario celebrado en junio de 1994. ¿Qué mejor marco eclesial y espiritual, para invocar sobre los nuevos cardenales los dones del Espíritu Santo: «espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y (...) espíritu de temor del Señor»? (Is 11, 2-3.) ¿Quién tiene más necesidad que ellos del abundante consuelo de estos dones, para cumplir la misión recibida del Señor? ¿Quién es más consciente que ellos de que «el Espíritu es (...) el agente principal de la nueva evangelización» y de que «la unidad del Cuerpo de Cristo se funda en la acción del Espíritu Santo, está garantizada por el ministerio apostólico y sostenida por el amor recíproco»? (Tertio millennio adveniente, 45.?47).

Venerados hermanos, ojalá que el Espíritu Paráclito habite plenamente en cada uno de vosotros, os colme de la consolación divina y así os lleve a ser, también vosotros, consoladores de cuantos atraviesan un período de aflicción, en particular de los miembros de la Iglesia más probados, de las comunidades que más tribulaciones sufren a causa del Evangelio. Ojalá podáis decir con el apóstol Pablo: «Si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, lo somos para el consuelo vuestro, que os hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros soportamos » (2 Co 1, 6).

4. Venerados hermanos, sois creados cardenales mientras nos encaminamos a grandes pasos hacia el tercer milenio de la era cristiana. Ya vemos perfilarse en el horizonte la puerta santa del gran jubileo del año 2000 y esto da a vuestra misión un valor y un significado de enorme relieve, pues estáis llamados, junto con los demás miembros del Colegio cardenalicio, a ayudar al Papa a llevar la barca de Pedro hacia esa histórica meta.

Cuento con vuestro apoyo y con vuestro iluminado y experto consejo para guiar a la Iglesia en la última fase de la preparación al Año santo. Dirigiendo, juntamente con vosotros, la mirada más allá del umbral del año 2000, pido al Señor la abundancia de los dones del Espíritu divino para toda la Iglesia, a fin de que la «primavera» del concilio Vaticano  II encuentre en el nuevo milenio su «verano», es decir, su desarrollo maduro.

La misión, a la que Dios os llama hoy, exige atento y constante discernimiento. Precisamente por eso, os exhorto a ser cada vez más hombres de Dios, oyentes penetrantes de su Palabra, capaces de reflejar su luz en medio del pueblo cristiano y entre los hombres de buena voluntad. Sólo sostenida por la luz del Evangelio, la Iglesia puede afrontar con segura esperanza los desafíos del presente y del futuro.

5. Doy ahora mi cordial bienvenida a los familiares de los nuevos cardenales, así como a las delegaciones de las diversas Iglesias de donde proceden, y a las representaciones gubernativas y civiles, que han querido participar en este solemne acontecimiento eclesial. Amadísimos hermanos y hermanas, ilustres señores y señoras, os agradezco vuestra presencia, expresión del afecto y de la estima que os unen a los arzobispos y obispos que he asociado al Colegio cardenalicio. Al igual que en ellos, también en vosotros veo una imagen de la universalidad de la Iglesia, y un signo elocuente del vínculo de comunión de laicos y personas consagradas con sus pastores, así como de presbíteros y diáconos con sus obispos. Desde hoy los nuevos cardenales tendrán aún más necesidad de vuestro apoyo espiritual: acompañadlos siempre con la oración, como ya hacéis.

6. Mañana tendré la alegría de celebrar con particular solemnidad la fiesta de la Cátedra de San Pedro junto con los nuevos cardenales, a los que entregar é el anillo. Quisiera invocar, en este momento, la celestial intercesión del Príncipe de los Apóstoles: él, que sintió toda su indignidad ante la gloria de su Señor, obtenga para cada uno de vosotros la humildad de corazón, indispensable para acoger cada día como un don el elevado encargo que se os confía. San Pedro, que, siguiendo a Cristo, se convirtió en pescador de hombres, os alcance dar gracias diariamente por la llamada a ser partícipes, de modo singular, del ministerio de su Sucesor. Él, que en esta ciudad de Roma selló con su sangre su testimonio de Cristo, os obtenga dar la vida por el Evangelio y fecundar así la mies del reino de Dios.

A María, Reina de los Apóstoles, encomiendo vuestras personas y vuestro servicio eclesial: su presencia espiritual, hoy, en este cenáculo, sea para vosotros prenda de la constante efusión del Espíritu, gracias al cual podréis proclamar a todos, en las diversas lenguas del mundo, que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. Amén.



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