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HOMILÍA DEL PAPA JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CRISMAL


Jueves Santo, 1 de abril de 1999

 

1. «Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino, y hecho sacerdotes de Dios, su Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1, 5-6).

Cristo, el Sacerdote de la alianza nueva y eterna, ha entrado por medio de su sangre en el santuario celestial, después de realizar, de una vez para siempre, el perdón de los pecados de toda la humanidad.

En el umbral del Triduo santo, los sacerdotes de todas las Iglesias particulares del mundo se reúnen con sus obispos para la solemne Misa crismal, durante la cual renuevan las promesas sacerdotales. También el presbiterio de la Iglesia que está en Roma se congrega en torno a su Obispo, antes del gran día, en el que la liturgia recuerda cómo Cristo se convirtió, con su sangre, en el único y eterno sacerdote.

Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, amadísimos hermanos en el sacerdocio, y en particular al cardenal vicario, a los cardenales concelebrantes, a los obispos auxiliares y a los demás prelados presentes. Es grande mi alegría al volver a encontrarme con vosotros en este día que, para nosotros, ministros ordenados, tiene el aroma de la unción sagrada con que hemos sido consagrados a imagen de aquel que es el Consagrado del Padre.

«Él viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron» (Ap 1, 7). Mañana, la liturgia del Viernes santo actualizará para nosotros lo que dice el autor del Apocalipsis, con las palabras que acabamos de proclamar. En este día santísimo de la pasión y muerte de Cristo, todos los altares se despojarán y quedarán envueltos en un gran silencio: ninguna misa se celebrará en el momento en que haremos la memoria anual del único sacrificio, ofrecido de modo cruento por Cristo sacerdote en el altar de la cruz.

2. «Nos ha convertido en un reino, y hecho sacerdotes» (Ap 1, 6). Cristo no sólo realizó personalmente el sacrificio redentor, que quita el pecado del mundo y glorifica de forma perfecta al Padre. También instituyó el sacerdocio como sacramento de la nueva alianza, para que el único sacrificio ofrecido por él al Padre de modo cruento pudiera renovarse continuamente en la Iglesia de modo incruento, bajo las especies del pan y del vino. El Jueves santo es, precisamente, el día en que conmemoramos de modo especial el sacerdocio que Cristo instituyó en la última cena, uniéndolo indisolublemente al sacrificio eucarístico.

«Nos ha (...) hecho sacerdotes». Nos ha hecho partícipes de su único sacerdocio, para que pudiera renovarse en todos los altares del mundo y en todas las épocas de la historia el sacrificio cruento e irrepetible del Calvario. El Jueves santo es la gran fiesta de los presbíteros. Esta tarde renovaremos el memorial de la institución del sacrificio eucarístico, según la cronología de los acontecimientos pascuales, tal como nos los transmiten los evangelios. En cambio, la liturgia solemne de esta mañana es una singular acción de gracias a Dios por parte de todos nosotros que, por un don que es a la vez misterio, participamos íntimamente en el sacerdocio de Cristo. Cada uno de nosotros hace suyas las palabras del salmo: «Misericordias Domini in aeternum cantabo», «Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 88, 2).

3. Queremos renovar en nosotros la certeza de ese don. En cierto sentido, queremos recibirlo de nuevo, para orientarlo hacia un ulterior servicio. En efecto, nuestro sacerdocio sacramental es un ministerio, un servicio singular y específico. Servimos a Cristo, a fin de que su sacerdocio único e irrepetible pueda vivir y actuar siempre en la Iglesia para el bien de los fieles. Servimos al pueblo cristiano, a nuestros hermanos y hermanas, quienes, mediante nuestro ministerio sacramental, participan de manera cada vez más profunda en la redención de Cristo.

Hoy, con especial intensidad, cada uno de nosotros puede repetir con Cristo las palabras del profeta Isaías proclamadas en el evangelio: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

4. «Un año de gracia del Señor». Queridos hermanos, ya nos encontramos cerca del umbral de un extraordinario año de gracia, el gran jubileo, en el que celebraremos el bimilenario de la Encarnación. Éste es el último Jueves santo antes del año 2000.

Me alegra entregar idealmente a los presbíteros del todo el mundo la Carta que les he dirigido para esta circunstancia. En el año dedicado al Padre, la paternidad de todo sacerdote, reflejo de la del Padre celestial, debe ser cada vez más evidente, para que el pueblo cristiano y los hombres de toda raza y cultura experimenten el amor que Dios les tiene y lo sigan con fidelidad. Que el próximo jubileo sea para todos ocasión propicia para experimentar el amor misericordioso de Dios, poderosa energía espiritual que renueva el corazón del hombre.

Durante esta solemne celebración eucarística pidamos al Señor que la gracia del gran jubileo madure plenamente en todos los miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y, de modo particular, en los sacerdotes.

El Año santo ya cercano nos llama a todos nosotros, ministros ordenados, a estar completamente disponibles al don misericordioso que Dios Padre quiere dispensar con abundancia a todo ser humano. El Padre busca este tipo de sacerdotes (cf. Jn 4, 23). ¡Ojalá que los encuentre rebosantes de su santa unción, para difundir entre los pobres la buena nueva de la salvación! Amén.

 



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