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PRIMERA ESTACIÓN CUARESMAL EN LA BASÍLICA DE SANTA SABINA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Miércoles de Ceniza, 17 de febrero de 1999

 

1. «Convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso» (Jl 2, 13).

Con esta exhortación, tomada del libro del profeta Joel, la Iglesia inaugura la peregrinación cuaresmal, tiempo favorable a la conversión, que significa volver a Dios, del que nos habíamos alejado. Éste es el sentido del itinerario penitencial que comienza hoy, miércoles de Ceniza: volver a la casa del Padre, llevando en el corazón la confesión de nuestras culpas. El salmista nos invita a repetir: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa» (Sal 50, 3). Con estos sentimientos, cada uno ha de emprender el camino cuaresmal, convencido de que Dios Padre, que «ve en lo secreto» (Mt 6, 4. 6. 18), sale al encuentro del pecador arrepentido en el camino de regreso. Como en la parábola del hijo pródigo, lo abraza y le hace comprender que, al volver a casa, ha recuperado su dignidad de hijo: «estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (Lc 15, 24).

En este año, dedicado en particular a Dios Padre, la Cuaresma asume aún más el valor de tiempo propicio para realizar un auténtico camino de conversión, a fin de volver con corazón arrepentido al Padre de todos, «compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (Jl 2, 13).

2. El antiquísimo y sugestivo rito de la ceniza inaugura hoy este itinerario penitencial. Al imponer la ceniza en la cabeza de los fieles, el celebrante dirige a cada uno la admonición: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19).

También estas palabras hacen referencia a una «vuelta»: la vuelta al polvo. Aluden a la necesidad de la muerte e invitan a no olvidar que estamos de paso en este mundo.

Sin embargo, al mismo tiempo, con la imagen del polvo, esa expresión nos trae a la mente la verdad de la creación, aludiendo a la riqueza de la dimensión cósmica, de la que la creatura humana forma parte. La Cuaresma recuerda la obra de la salvación, para que el hombre tome conciencia de que la muerte, realidad con la que debe confrontarse constantemente, no es una verdad originaria. En efecto, al inicio no existía, pero, como triste consecuencia del pecado, «por envidia del diablo entró en el mundo» (Sb 2, 24), llegando a ser herencia común de los seres humanos.

Antes que a las demás criaturas, las palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» están dirigidas al hombre, creado por Dios a su imagen y puesto en el centro del universo. Al recordarle que debe morir, Dios no renuncia al proyecto inicial; al contrario, lo confirma y lo restablece de modo singular, después de la ruptura causada por el pecado original. Esta confirmación se ha realizado en Cristo, que asumió libremente el peso del pecado y quiso padecer la muerte. El mundo se ha convertido así en teatro de su pasión y de su muerte salvífica. Éste es el misterio pascual, al que el tiempo de Cuaresma nos orienta de manera totalmente especial.

3. «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás».

La muerte del hombre ha sido derrotada por la muerte de Cristo. Por tanto, si el tiempo de la Cuaresma nos orienta a revivir los dramáticos acontecimientos del Gólgota, lo hace siempre y exclusivamente para prepararnos a sumergirnos en la celebración del evento pascual, es decir, en la alegría luminosa de la resurrección.

En ese sentido, podemos entender la otra exhortación que la Iglesia dirige hoy a los fieles durante la imposición de la ceniza: «Convertíos y creed el Evangelio» (Mc 1, 15). ¿Qué significa «creer el Evangelio» sino aceptar la verdad de la resurrección, con todo lo que implica? Desde el primer día de la Cuaresma, entramos en esta perspectiva salvífica, exclamando con el salmista: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. (...) Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza» (Sal 50, 12. 17).

4. La Cuaresma es tiempo de oración intensa y alabanza prolongada; es tiempo de penitencia y ayuno. Pero, además de la oración y el ayuno, la liturgia nos invita a colmar nuestra jornada de obras de caridad. Éste es el culto que agrada a Dios. Como recordé en el mensaje para la Cuaresma, este tiempo es un período propicio para pensar en los demasiados «Lázaros» que esperan recoger las migajas que caen de la mesa de los ricos (cf. n. 4). La imagen que tenemos ante nosotros es la del banquete, símbolo de la providente solicitud del Padre celestial por la humanidad entera (cf. n. 1). Todos deben poder participar en él. Para ello, las prácticas cuaresmales del ayuno y la limosna, además de expresar la ascesis personal, revisten una importante dimensión comunitaria y social: recuerdan la exigencia de «convertir» el modelo de desarrollo, para una distribución más justa de los bienes, de forma que podamos vivir todos con dignidad, salvaguardando al mismo tiempo la creación.

Pero todo eso comienza por un profundo cambio de mentalidad y, más radicalmente, por la conversión del corazón. ¡Cuán urgente y oportuna resulta entonces esta invocación: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»!

Sí, crea en nosotros, oh Padre, un corazón puro, renuévanos por dentro con espíritu firme, «para que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal» (Oración colecta).

Amén.

 



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