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VIAJE APOSTÓLICO A RUMANÍA

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LA
PRESENCIA DEL PATRIARCA TEOCTIST

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Parque Podul Izvor de Bucarest
Domingo 9 de mayo de 1999

 

1. «¡Qué grandes son tus obras, Señor!».

El salmo responsorial de la liturgia de hoy es un cántico de gloria al Señor por las obras que ha realizado. Es una alabanza y una acción de gracias por la creación, obra de arte de la bondad divina, y por los prodigios que el Señor hizo en favor de su pueblo, liberándolo de la esclavitud de Egipto y guiándolo a través del mar Rojo.

¿Qué decir, además, de la obra, aún más extraordinaria, de la encarnación del Verbo, que llevó a plenitud el designio originario de la salvación humana? En efecto, el proyecto del Padre celestial se lleva a cabo con la muerte y la resurrección de Jesús, y abraza a los hombres de todas las razas y de todos los tiempos. Como nos recuerda san Pablo en la segunda lectura, Cristo «murió (...) por los pecados; (...) el inocente por los culpables. (...) Como era hombre, lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida» (1 P 3, 18).

Cristo crucificado y resucitado: éste es el gran anuncio pascual que todo creyente está llamado a proclamar y testimoniar con valentía.

Antes de dejar esta tierra, el Redentor anuncia a sus discípulos la venida del Paráclito: «Yo pediré al Padre que os dé otro Consolador, que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros» (Jn 14, 16-17). Desde entonces, el Espíritu anima a la Iglesia y la convierte en signo e instrumento de salvación para toda la humanidad. Él obra en el corazón de los cristianos y les hace tomar conciencia del don y de la misión que Cristo resucitado les ha encomendado. El Espíritu impulsó a los Apóstoles a recorrer todos los caminos del mundo entonces conocido para proclamar el Evangelio. De este modo, el mensaje evangélico también llegó aquí, y se ha difundido en Rumanía gracias al testimonio heroico de confesores de la fe y de mártires, del pasado y de nuestro siglo.

Verdaderamente, considerando la historia de la Iglesia en Rumanía, podemos repetir, con el corazón rebosante de gratitud: «¡Qué grandes son tus obras, Señor!». 

2. «¡Qué grandes son tus obras, Señor!». La exclamación del salmista surge espontánea en mi corazón durante esta visita, que me brinda la ocasión de ver con mis propios ojos los prodigios que Dios ha obrado entre vosotros a lo largo de los siglos y especialmente durante estos años.

Hasta hace poco tiempo, era impensable que el Obispo de Roma pudiera visitar a sus hermanos y hermanas en la fe que viven en Rumanía. Hoy, después de un largo invierno de sufrimiento y persecución, finalmente podemos darnos el abrazo de la paz y alabar juntos al Señor. Amadísimos hermanos y hermanas, os saludo a todos con gran afecto. Saludo con deferencia y cordialidad a Su Beatitud, que con un gran gesto de caridad ha querido orar con nosotros en esta celebración eucarística. Su presencia y su fraternidad me conmueven profundamente. Le expreso mi gratitud, a la vez que doy gracias por todo a nuestro Señor Jesucristo.

Os saludo con renovada alegría a vosotros, amadísimos y venerados hermanos en el episcopado; en particular, saludo al pastor de esta archidiócesis, monseñor Ioan Robu, a quien agradezco de corazón las palabras que me ha dirigido al comienzo de la misa, y al metropolita de Fagaras y Alba Julia, monseñor Lucian Muresan, presidente de la Conferencia episcopal. Abrazo espiritualmente a todos y cada uno de los católicos de rito latino y a los de rito bizantino-rumano, igualmente queridos para mi corazón. Saludo a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y los laicos que se dedican al apostolado. Saludo a los jóvenes y a las familias, a los enfermos y a cuantos están probados por el sufrimiento físico y espiritual.

Desde esta capital quiero abrazar a Rumanía, con todos sus componentes: a todos, tanto cercanos como lejanos, les aseguro mi afecto y mi oración. Para mí es una gran alegría espiritual estar en Rumanía y dar gracias con vosotros a Dios por las maravillas que ha realizado, y que la liturgia del tiempo pascual nos invita a recordar con alegría y gratitud.

3. Mientras termina este siglo y ya se vislumbra el alba del tercer milenio, la mirada se dirige a los años pasados, para reconocer en ellos los signos de la misericordia divina, que siempre acompañan los pasos de quienes confían en Dios.

¡Cómo no recordar el concilio ecuménico Vaticano II, que abrió una época nueva en la historia de la Iglesia, imprimiéndole un renovado impulso! Gracias a la constitución Lumen gentium, la Iglesia ha tomado mayor conciencia de ser pueblo de Dios en camino hacia la realización plena del Reino. Advertimos el misterio de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, y percibimos el valor de su misión de modo particular aquí, en Rumanía, donde viven juntos cristianos que pertenecen a la tradición oriental y a la occidental. Viven buscando la unidad, preocupados por responder al mandato de Cristo, y por esta razón desean dialogar, comprenderse y ayudarse mutuamente. Es preciso fomentar y promover cada vez más este anhelo de cooperación fraterna, sostenido por la oración y animado por la estima y el respeto recíproco, porque sólo la paz construye, mientras que la discordia destruye.

En nombre de esta gran aspiración ecuménica, me dirijo a todos los creyentes en Cristo que viven en Rumanía. Estoy aquí, entre vosotros, movido únicamente por el deseo de la auténtica unidad y por la voluntad de ejercer el ministerio petrino que el Señor me ha encomendado en medio de los hermanos y hermanas en la fe. Doy gracias a Dios, porque me concede ejercerlo. Deseo vivamente y oro para que se llegue cuanto antes a la plena comunión fraterna entre todos los creyentes en Cristo, tanto en Occidente como en Oriente. Por esta unidad, vivificada por el amor, el divino Maestro oró en el cenáculo, la víspera de su pasión y muerte.

4. Esta unidad de los cristianos es, ante todo, obra del Espíritu Santo, y es preciso pedirla incesantemente. El día de Pentecostés, los Apóstoles, que hasta ese momento se sentían torpes y atemorizados, se llenaron de valor y celo apostólico. No tuvieron miedo de anunciar a Cristo crucificado y resucitado; no tuvieron miedo de testimoniar con las palabras y la vida su fidelidad al Evangelio, aunque eso implicaba la persecución e, incluso, la muerte. En efecto, muchos pagaron con el martirio su fidelidad. Así, la Iglesia, guiada por el Espíritu, se ha difundido en todas las regiones del mundo.

Aunque a veces se han producido incomprensiones y, por desgracia, dolorosas fracturas dentro del único e indiviso cuerpo místico de Cristo, más fuerte que cualquier división sigue siendo la certeza de lo que une a todos los creyentes y de la llamada común a la unidad. Al final del segundo milenio, los senderos que se habían separado comienzan a acercarse, y se intensifica el movimiento ecuménico, que busca alcanzar la unidad plena de los creyentes. Los signos de este incesante camino hacia la unidad están presentes también en vuestra tierra, Rumanía, país que en su cultura, su lengua y su historia mantiene vivas las huellas de la tradición latina y oriental. Deseo vivamente que la oración de Jesús en el cenáculo: «Padre, que sean uno» (cf. Jn 17, 21), esté siempre en vuestros labios y jamás deje de latir en vuestro corazón.

5. «Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él» (Jn 14, 21).

Estas palabras, que Jesús dirigió a sus discípulos la víspera de su pasión, son hoy para nosotros una invitación urgente a proseguir por este camino de fidelidad y amor. Amar a Cristo es el fin último de nuestra existencia: amarlo en las situaciones concretas de la vida, para que se manifieste al mundo el amor del Padre; amarlo con todas nuestras fuerzas, para que se realice su proyecto de salvación y los creyentes lleguen en él a la comunión plena. ¡Que jamás se apague en el corazón este ardiente deseo!

Amadísimos católicos de Rumanía, sé bien cuánto habéis sufrido durante los años del duro régimen comunista; sé también con cuánta entereza habéis perseverado en vuestra fidelidad a Cristo y a su Evangelio. Ahora, en el umbral del tercer milenio, no tengáis miedo: abrid de par en par las puertas de vuestro corazón a Cristo salvador. Él os ama y está cerca de vosotros; os llama a un renovado compromiso de evangelización. La fe es don de Dios y patrimonio de incomparable valor, que hay que conservar y difundir. Para defender y promover los valores comunes, estad siempre abiertos a una colaboración eficaz con todos los grupos étnico-sociales y religiosos, que componen vuestro país. Que todas vuestras decisiones estén animadas siempre por la esperanza y el amor.

María, Madre del Redentor, os acompañe y proteja, para que podáis escribir nuevas páginas de santidad y de generoso testimonio cristiano en la historia de Rumanía. Amén. 

 



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