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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO DE GUATEMALA

 

A mis queridos hermanos,
el señor cardenal Mario Casariego,
y demás obispos de Guatemala:

Las noticias sobre las condiciones de vuestra nación y, en particular, de vuestras comunidades eclesiales, encuentran en mi ánimo un eco profundo, que se hace plegaria y se traduce en el deseo de estar cerca de vosotros, de modo muy especial en vuestra misión pastoral, expresándoos confortamiento y aliento.

Conozco las preocupaciones que en más de una ocasión habéis manifestado, incluso públicamente, en estos últimos meses, por los muchos, ya demasiados actos de violencia que han perturbado el país, como también vuestras repetidas llamadas para que se pusiera término a lo que justamente habéis denominado "camino de autodestrucción", que viola, todo derecho humano —primero entre todos el derecho sagrado a la vida— y que no ayuda a resolver los problemas sociales de la nación.

Comparto vuestro dolor por el trágico balance de sufrimientos y de muertes que grava, y no da señales de disminuir, sobre tantas familias y sobre vuestras comunidades eclesiales depauperadas no sólo de no pocos catequistas, sino también de sacerdotes, muertos en circunstancias oscuras, a veces de manera vil y alevosa.

Me entristece, en particular, la grave situación que se ha producido en la diócesis de El Quiché, donde, a causa del multiplicarse de acciones criminales y de amenazas de muerte contra eclesiásticos, la asistencia religiosa a la comunidad eclesial sigue faltando del todo.

La raíz del malestar que turba la sociedad guatemalteca la habéis visto, venerables hermanos, en una "crisis profunda de humanismo", que ha llevado a que fueran desplazados los valores del espíritu, dejando paso abierto al egoísmo, la violencia y el terrorismo.

En unión con vosotros y por medio de vosotros deseo exhortar y suplicar a cuantos tienen responsabilidad en el país a no omitir esfuerzo alguno para que se ponga remedio a esta oleada de discordia y de odio; hágase todo lo posible para asegurar tranquilidad y seguridad a los ciudadanos; se garantice a la Iglesia la posibilidad de desarrollar su misión evangelizadora, la cual se propone educar a todos para una profunda conversión interior y para la reconciliación de los ánimos.

Es un deseo general, desde hace tiempo, que se realicen las reformas sociales necesarias para una vida, en Guatemala, más justa y más digna de todo hombre. En armonía con estas aspiraciones ratifico lo que he repetido varias veces, en mis viajes apostólicos: que la Iglesia debe animar a los responsables del bien común a emprender oportunamente tales reformas, con decisión y valentía, con clarividencia y eficacia, ateniéndose a criterios de justicia y a los principios de una ética social auténtica.

Una vez más es el caso de recordar que la Iglesia quiere ofrecer su colaboración específica, en vistas a un progreso social que respete en el hombre las exigencias tanto espirituales como materiales. El camino que ella indica para lograr dichos objetivos es el del compromiso solidario de todos, para sustituir las ideologías de egoísmo, de prepotencia y de interés de grupos o de parte, con los valores genuinos de la fraternidad, de la justicia y del amor.

A los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los seglares comprometidos en los diversos sectores del apostolado, envío mi palabra de estímulo a actuar en estrecha unión con vosotros, venerables hermanos, para ofrecer el testimonio de fe y de unidad, de valentía y de abnegación, que debe caracterizar a todo discípulo de Cristo.

A los queridos hijos de la Iglesia de Guatemala, hago una llamada a la esperanza, que los sostenga en las difíciles circunstancias actuales y les ayude a permanecer fieles a su propia vocación cristiana.

Sobre todos invoco la asistencia y la ayuda de Dios, por intercesión de María, Madre de Cristo y de la Iglesia. A vosotros, venerables hermanos, a cuantos colaboran con vosotros en la actividad pastoral y a toda la comunidad eclesial, imparto de corazón mi paternal bendición apostólica.

Vaticano, 1 de noviembre de 1980.

 

IOANNES PAULUS PP. II

 

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