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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL SEGUNDO CENTENARIO DE LA MUERTE DE PÍO VI

 

A monseñor
DIDIER-LÉON MARCHAND
Obispo de Valence

Hace dos siglos, el 29 de agosto de 1799, moría en Valence el Papa Pío VI. Deseoso de rendir homenaje a la gran figura de este Papa y, al mismo tiempo, de conservar el recuerdo de aquel período doloroso, usted ha tomado la iniciativa de conmemorar ese acontecimiento, para que las generaciones presentes puedan sacar de él algunas enseñanzas. Lo saludo cordialmente a usted, así como a mi enviado especial a su diócesis, el cardenal Roger Etchegaray. Me uno con el pensamiento y la oración a todos los que están reunidos para recordar a mi predecesor, que amó y sirvió a la Iglesia de Cristo.

Los últimos meses de Pío VI fueron su vía crucis. Con más de 80 años, gravemente enfermo, fue alejado de la Sede de Pedro. En Florencia pudo disfrutar durante algún tiempo de una libertad relativa, que le permitió ejercer aún su responsabilidad de Pastor universal. Sin embargo, después fue obligado a atravesar los Alpes por caminos nevados, y llegó a Briançon y luego a Valence, donde la muerte puso término a su viaje terreno, haciendo creer a algunos que había llegado el fin de la Iglesia y del papado. Conviene recordar las palabras de Cristo a Pedro, que reflejan lo que vivió el Papa Pío VI en el año 1799: «Cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Jn 21, 18).

Pío VI aceptó la prueba con serenidad y oración, y, en el momento de su muerte, perdonó a sus enemigos, despertando así su admiración. Sin embargo, a sus sufrimientos físicos se añadió un tormento moral relacionado con la situación de la Iglesia. A pesar de la agitación que reinaba entonces en Francia, recibió numerosas y conmovedoras muestras de respeto, compasión y comunión en la fe por parte de la gente humilde, a lo largo de su camino, en Briançon, Grenoble y Valence. Aunque fue humillado, el padre común de los fieles, como lo llamaba el poeta Paul Claudel, era reconocido y venerado por los hijos e hijas de la Iglesia. Aquella acogida sencilla y cordial, en circunstancias tan dramáticas, es un consuelo para todos.

Esta página de la historia de la Iglesia y de la historia de Francia es una fuente de enseñanzas. A lo largo de su historia bimilenaria, la Iglesia ha pasado incesantemente por múltiples pruebas, pero no ha de desanimarse, puesto que su misión procede del Señor, que jamás la abandona: como prometió, Cristo está con nosotros hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 20). En los momentos difíciles es conveniente ante todo acoger la gracia de Dios, que aumenta la fe, alimenta la esperanza y conserva firmemente la comunión entre todos los discípulos de Cristo. Es el Espíritu Santo quien actúa, y es Dios quien hace crecer la obra realizada por todos los misioneros del Evangelio, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos (cf. 1 Co 3, 6).

El pontificado de Pío VI recuerda los méritos del papado que, en el decurso de los siglos, ha defendido la libertad de la Iglesia frente a las exigencias de los poderes civiles. Por eso, numerosos Papas lucharon y sufrieron hasta dar su vida. En efecto, la libertad religiosa es un derecho de toda persona humana, en virtud de su misma dignidad, como reafirmó el concilio Vaticano II (cf. Dignitatis humanae, 2). En todas las naciones, la libertad espiritual y la libertad religiosa son particularmente importantes. Sin ellas, no son posibles las demás libertades personales y colectivas. La libertad religiosa es una condición indispensable para la construcción de una nación, así como para la colaboración y la amistad entre los pueblos. Con este espíritu, a lo largo de la historia, el cristianismo siempre se ha esforzado por unir y congregar a los hombres y a los pueblos, ayudándoles incansablemente a construir una sociedad más justa y fraterna, y a establecer la paz, indispensable para el crecimiento integral de las personas y de las comunidades humanas.

Por otra parte, hay que alegrarse por la importancia atribuida a los derechos del hombre, que recuerdan que el ser humano es el centro de la vida social. Esta demanda legítima no debe hacernos olvidar que los derechos del hombre descansan en valores morales y espirituales, y que nadie puede considerarse señor de sus hermanos. El Creador es el único señor del tiempo y de la historia. Gracias a la ley natural, ha puesto en el corazón de los hombres el deseo del bien. El lema de Francia, «libertad, igualdad, fraternidad», une oportunamente lo que es propio de la libertad individual con la necesaria atención a todos los hermanos, principalmente a los más humildes y débiles, desde la concepción hasta la muerte natural.

La comunidad católica en Francia tiene una rica historia. Los fieles católicos, al expresar su devoción al Papa, manifiestan abiertamente su fe en Cristo y su pertenencia a la Iglesia; en su camino espiritual, les proporciona la fuerza para cumplir su misión y para servir a su patria y a sus compatriotas. Aman a su país y buscan infatigablemente el diálogo con todos los componentes de la nación, en especial con las comunidades protestantes, numerosas en vuestra región, y a las que saludo cordialmente. Así pues, animo a los católicos a tomar parte activa en la vida de su país, en el ámbito local, regional y nacional. Como ya decía la Carta a Diogneto, «lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo. (...) Ese es el puesto que Dios les señaló, y no les es lícito desertar de él» (VI, 1-2. 10). En colaboración con todos sus hermanos, tienen un servicio que prestar a su país, y todos los franceses juntos deben proseguir su compromiso al servicio del hombre, de la sociedad y de la fraternidad entre todas las personas. El rechazo del reconocimiento de la dimensión espiritual y religiosa de las personas y de las comunidades humanas representaría un empobrecimiento para esas mismas personas y para el dinamismo social.

En el umbral del tercer milenio, es importante que los discípulos de Cristo reconozcan sus vínculos de comunión y se esfuercen por recuperar su unidad en torno al Sucesor de Pedro. Estos vínculos de afecto, expresados libremente, muestran la necesidad, tanto para la construcción de Europa como para las relaciones internacionales, de la contribución insustituible de la libertad religiosa y del respeto a las conciencias que el Papa Pío VI, con el lenguaje y la mentalidad de su tiempo, trató de defender. En efecto, toda actividad política, social y económica que no tenga en cuenta a las personas y a los pueblos constituye una seria amenaza para el conjunto de las naciones, para la paz entre los países, para el reconocimiento de los pueblos y para la indispensable libertad de las personas.

Encomendándolo a la intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, y de los santos obispos de Die, de Saint-Paul-Trois-Châteaux y de Valence, le imparto de todo corazón la bendición apostólica, que extiendo a sus diocesanos y a los que participen en las diferentes manifestaciones que caracterizarán la conmemoración de la muerte del Papa Pío VI en esa ciudad.

Castelgandolfo, 25 de agosto de 1999

JUAN PABLO II



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