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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PADRES CAPITULARES
DE LA SOCIEDAD DE MARÍA (MARIANISTAS)

 

Al reverendísimo
David Joseph FLEMING
Superior general de la Sociedad de María

"A vosotros gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (2 Co 1, 2). En el amor de la santísima Trinidad y con las palabras del Apóstol lo saludo a usted y a los miembros de la familia marianista reunidos en Roma, del 8 al 29 de julio, con motivo de su XXXII capítulo general, que tiene como tema "Recrear con nuevo impulso el proyecto misionero de nuestro fundador". Mientras programáis un futuro fiel a la voluntad de Dios y a vuestro carisma fundacional, invoco sobre vosotros una nueva efusión de los dones del Espíritu Santo, y os aseguro un recuerdo en mis oraciones, agradeciendo "la colaboración que habéis prestado al Evangelio" (Flp 1, 5).

Experimenté una gran alegría el año pasado, durante el gran jubileo, al añadir el nombre de Guillermo José Chaminade a la multitud de beatos que han vivido la santidad con que Dios nunca deja de adornar a la Esposa de Cristo. Al beatificar a vuestro fundador, exhorté a toda la Iglesia a celebrar la memoria de un hombre que nació en tiempos difíciles, en momentos de grandes agitaciones en Francia; un hombre que vivió en medio del tumulto de la Revolución, prefiriendo el exilio y la amenaza de muerte a las componendas que se imponían al clero en aquel tiempo; un hombre que, ante las adversidades, nunca dejó de considerar a María como su fuerza secreta y de ver la cruz como la única verdadera esperanza del mundo. Ave Maria, gratia plena y Ave Crux, spes unica  eran palabras grabadas en su corazón, y deben estar también grabadas en el corazón de sus hijos espirituales.

En una época turbulenta como la que vivió Chaminade puede resultar difícil leer los signos de los tiempos. Pero él tuvo una especial capacidad para comprender las necesidades de aquel momento, y las medidas que exigían. Resistiendo no sólo a los desórdenes revolucionarios, sino también a la amenaza menos dramática, pero no menos perniciosa, de la indiferencia religiosa que minaba los cimientos mismos del cristianismo, vuestro fundador demostró poseer una imaginación y una audacia apostólicas arraigadas en una auténtica santidad.

El beato Guillermo José Chaminade comprendió de modo especial una verdad que mencioné en mi carta apostólica Novo millennio ineunte, es decir, "poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad" (n. 31). En realidad, al fundar la Sociedad de María, buscó ofrecer a la sociedad descristianizada de su tiempo "el espectáculo de un pueblo de santos" (ib.). Queridos hermanos, habéis sido fundados precisamente para ser un pueblo de santos. Y a esto se debe orientar toda vuestra planificación durante el capítulo general. "¿Se puede programar la santidad? —me pregunté en esa misma carta apostólica—. ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?" (ib.). Es evidente que si no ponemos, como Chaminade, la santidad como objetivo de toda nuestra programación misionera y pastoral, se logrará muy poco en un tiempo en que hacen falta santos al igual que en la época en que vivió vuestro fundador.

Vuestro fundador, al constituir una Sociedad que combinara las diferentes vocaciones de la Iglesia —sacerdotal, religiosa y laical—,  anticipó la doctrina del concilio Vaticano II, según la cual todos los bautizados, sin excepción, están llamados a una santidad sin límites (cf. Lumen gentium, 5). Al enviar la Sociedad por los caminos de la misión, comprendió que de la santidad auténtica nace la misión auténtica, y que todos los cristianos están llamados a ser misioneros. El éxito de la nueva evangelización en el alba del tercer milenio depende de la acogida renovada de estas verdades eternas.

"Duc in altum, rema mar adentro" (Lc 5, 4):  estas palabras que Cristo dirigió a san Pedro resuenan a lo largo de los siglos. Chaminade las escuchó en lo más íntimo de su alma y vosotros estáis invitados a escucharlas ahora. La orden del Señor siempre ha parecido extraña, porque a los ojos de quien no cree no hay peces para pescar. Ciertamente, en el tiempo de vuestro fundador parecía que en las aguas no había nada que pescar. Sin embargo, Chaminade, al igual que san Pedro, obedeciendo la orden del Señor, echó sus redes en lo profundo, y se produjo una pesca milagrosa. Vosotros sois esa pesca, vosotros y todos aquellos a quienes la Sociedad de María ha llevado al amor de Cristo desde su fundación. Al parecer, en las aguas de nuestro tiempo, aparentemente poscristiano, tampoco hay nada que pescar. Vivimos en una época en que las personas reivindican la libertad, pero se oponen a la verdad; no sólo dudan de la fe, sino también de la razón; insisten en sus derechos, pero eluden sus responsabilidades; desean realizarse, pero se burlan del amor. En estas aguas aparentemente poco prometedoras debéis echar vuestras redes como hijos del beato Guillermo José Chaminade, sabiendo que únicamente Jesús puede colmar los anhelos más profundos del corazón humano.

El Dios que creó todas las cosas sacándolas del caos, que hizo nacer un hijo del seno estéril de Sara, que sacó a los esclavos de la tierra de Egipto y que resucitó a Cristo de entre los muertos, es el Dios de la gran pesca que os aguarda. Es el Señor de lo imposible, el que ahora os dice:  "Mirad que realizo algo nuevo" (Is 43, 19); y es él quien debe inspirar todas vuestras oraciones, vuestros pensamientos, vuestras palabras y vuestras acciones durante los días del capítulo general. No tengáis miedo de trazar un programa de vida y de misión elevado y exigente para vuestra Sociedad. Nuestros tiempos requieren amor y generosidad mayores.

Con toda la Iglesia glorifico a Dios, que "tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar" (Ef 3, 20), por todo lo que la Sociedad de María ha sido y ha hecho desde su nacimiento, en 1817. Encomiendo los trabajos del capítulo y la misión de la Sociedad a la poderosa intercesión de Nuestra Señora, Reina de los Apóstoles, a la que cada uno de vosotros está consagrado de modo especial; y, como prenda de infinita misericordia en su divino Hijo, imparto de buen grado a la Sociedad de María mi bendición apostólica.

Vaticano, 7 de julio de 2001

JUAN PABLO II



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