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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL 50 ANIVERSARIO DE LA CONFERENCIA
NACIONAL DE LOS OBISPOS DE BRASIL

 

Al venerado hermano
JAYME HENRIQUE CHEMELLO
Obispo de Pelotas y
Presidente de la Conferencia nacional
de los obispos de Brasi

La feliz coincidencia de la próxima celebración del 50° aniversario de la Conferencia nacional de los obispos de Brasil (CNBB), precisamente en el inicio de este nuevo milenio, brinda la oportunidad de un encuentro de reflexión y oración común, pero, sobre todo, de acción de gracias, elevada al Dador de todos los bienes, por la obra que ha realizado la Iglesia en favor del pueblo de Brasil. Al mismo tiempo, expresa la confianza en que Dios conservará en esta institución un perenne espíritu de servicio y una fuerza evangélica para la promoción de la unidad.

Me ha agradado conocer el tema central establecido para la XL asamblea general:  "CNBB, 50 años:  presencia histórica, desafíos y perspectivas". En él se refleja el objetivo de una renovación y actualización serenas y fieles, para un mejor desarrollo de la vida eclesial en sus más diversas áreas de actuación pastoral.

La CNBB es un organismo destinado a permanecer a lo largo de la historia como instrumento de comunión afectiva y efectiva entre todos los obispos, y de colaboración eficaz con los Ordinarios diocesanos de cada Iglesia particular en la triple función de enseñar, santificar y gobernar las ovejas del propio rebaño. Pero es cierto que desde el 14 de octubre de 1952 la Iglesia en Brasil, fiel a su glorioso pasado, ha abierto surcos profundos de continuidad en la evangelización, dentro de una mejor comprensión de las exigencias del crecimiento del reino de Dios en este mundo.

La continuidad con el pasado y la apertura a los desafíos del futuro deberán ser las constantes de la "solicitud por todas las Iglesias", que el apóstol san Pablo no duda en fundar en "trabajo y fatiga", para el bien de todos nuestros hermanos en la fe (cf. 2 Co 11, 27-28).

El concilio Vaticano II, en el decreto Christus Dominus, reconoció en las Conferencias episcopales, ya existentes entonces, la oportunidad y la fecundidad de estos organismos, considerando que «es muy conveniente que en todas partes los obispos del mismo país o región formen una asamblea única y que se reúnan en días determinados para comunicarse las luces de la prudencia y de la experiencia, y así el intercambio de pareceres permitirá llegar a una santa armonía de fuerzas, en orden al bien común de las Iglesias» (n. 37). En este sentido, la CNBB puede considerarse precursora en el tiempo y en el espacio de muchas iniciativas —ciertamente no exclusivas— de fuerte impacto en el conjunto de la sociedad y en cada una de sus comunidades. Por eso, no puedo por menos de recordar aquí su experiencia enriquecedora en lo que atañe no sólo a su organización interna, sino también a su liderazgo al secundar los deseos de los obispos, con vistas a una evangelización más eficaz en todo el territorio nacional. De esta forma, asume una dimensión particular la influencia de la Campaña de fraternidad que, promovida inicialmente a nivel diocesano, se extendió en un segundo momento, en 1963, a todo el Brasil. En mis sucesivos mensajes anuales, siempre he querido demostrar mi afecto y mi cariño por todo el pueblo brasileño, a fin de dar mayor impulso a la evangelización y estimular un particular movimiento de caridad hacia las Iglesias más necesitadas.

Por otro lado, la amplitud, profundidad y rapidez de las transformaciones en el mundo en que vivimos y su repercusión en las personas y en los grupos humanos, juntamente con la facilidad y la evidente influencia de las comunicaciones, que permiten hoy que los hombres estén siempre presentes los unos entre los otros, nos obligan a esforzarnos constantemente por discernir los signos de los tiempos. La presencia celosa y vigilante de los obispos en la vida nacional, como levadura en la masa, ha servido de estímulo valiente para ayudar a recorrer el camino trazado por el concilio Vaticano II, principalmente en el campo de la vida eclesial, de la justicia social, de la unidad entre los cristianos y de todos nuestros hermanos separados. Sé bien cuánto exige la prudencia evangélica para descubrir los tiempos y modos con que Jesucristo, "ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8), hace oír su voz a través de sus pastores. Pero "predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria —decía el Apóstol de los gentiles—; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Co 9, 16).

Por eso, reitero aquí que, "dado que la doctrina de la fe es un bien común de toda la Iglesia y un vínculo de su comunión, los obispos, reunidos en la Conferencia episcopal, procuran sobre todo seguir el magisterio de la Iglesia universal y hacerlo llegar oportunamente al pueblo a ellos confiado" (carta apostólica Apostolos suos, 21). Estos son mis deseos de esperanza, en continuidad con el proceso iniciado por valientes misioneros y evangelizadores, durante estos cinco siglos de la historia de Brasil, "tierra de la Santa Cruz".

Este país, que tiene las dimensiones de un continente, requiere siempre nuevos obreros para su mies, y la Conferencia episcopal, a lo largo de los años, ha procurado responder, con solicitud, al mandato del Señor de anunciar el Evangelio, confiando en la promesa de que él "estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo" (cf. Mt 28, 20). Expreso mi aprecio por los esfuerzos realizados en el campo vital de la pastoral de las vocaciones, de la formación del clero y de la promoción del laicado. En este sentido, recomiendo vivamente que se manifieste cada vez más en la vida eclesial la peculiaridad del sacerdocio ministerial como garantía perenne de la presencia sacramental de Cristo redentor y la especificidad del estado de vida de los laicos a los que compete desempeñar un papel peculiar en la misión de todo el pueblo de Dios, en la Iglesia y en el mundo (cf. Novo millennio ineunte, 46).

Deseo añadir que este y otros desafíos de un Episcopado tan numeroso exige una continua sintonía, ciertamente ya facilitada por el trabajo común realizado por esa Conferencia episcopal, pero que debe seguir como modelo de diálogo entre los obispos mismos:  diálogo entre obispos y presbíteros, entre pastores y fieles, entre la Iglesia en Brasil y la Sede apostólica. Este es un medio concreto destinado a reforzar la espiritualidad de comunión, que quise proponer en la carta apostólica Novo millennio ineunte (cf. nn. 44-45).

Ciertamente, el afecto colegial es el fundamento de los nuevos estatutos, que pretenden delinear más claramente el carácter episcopal de la Conferencia, asegurando la dirección de sus actividades a los obispos, a los que "Spiritus Sanctus posuit (...) pascere Ecclesiam Dei" (Hch 20, 28). De este modo, los obispos, mediante el intercambio recíproco de experiencias y pareceres, responden, con fraternidad episcopal y responsabilidad pastoral común, a las exigencias de la nueva evangelización.

Con la certeza del interés con que sigo la solicitud pastoral de los venerables hermanos en el episcopado de este amado país, y con espíritu de sincera unión en la caridad con la que Cristo nos ha redimido, encomiendo a la protección de Nuestra Señora Aparecida a los miembros de la Conferencia nacional de los obispos de Brasil, e invoco, en la jubilosa celebración de su 50° aniversario, la luz del Espíritu Santo, para que, guiados por Cristo camino, sintonizados con Cristo verdad y confortados en Cristo vida, hagan resplandecer allí el rostro sin mancha de la Iglesia, Madre y Maestra. Con mi bendición apostólica, que extiendo a todos los fieles brasileños.

Vaticano, 7 de abril del año 2002, vigésimo cuarto de mi pontificado

 

JUAN PABLO II



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