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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE GUATEMALA
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Queridos Hermanos en el episcopado de la Iglesia en Guatemala:

Desde el 1° de noviembre de 1980 en que tuve la ocasión de dirigiros una carta para expresaros mi participación espiritual en las tareas y preocupaciones de vuestro ministerio, he tenido la grande alegría y el consuelo de encontraros personalmente en más de una oportunidad, particularmente durante la visita apostólica que realicé a Guatemala, el mes de marzo del año pasado, y durante vuestra venida a Roma para la visita «ad limina» el 5 de noviembre del mismo año.

Estos encuentros, que han tenido su continuación natural en mis oraciones y reflexiones sobre los graves problemas que me expusisteis, han dejado en mi corazón un profundo afecto hacia vuestras personas y comunidades cristianas.

El testimonio de vuestro celo de Pastores y de vuestra solicitud de maestros en la fe, ha llegado hasta mí a través de las Cartas Pastorales « Confirmados en la fe » y « Para construir la Paz » que habéis dirigido a los católicos de Guatemala el 22 de mayo de 1983 y el 10 de junio del presente año respectivamente.

En el primer documento, al referiros al Año Santo de la Redención, que se estaba celebrando, habéis afirmado que « todo el esfuerzo de la Iglesia Madre está encaminado a lograr la conversión de sus hijos y, por lo tanto, la verdadera reconciliación y unidad con Dios y con los hermanos ».

Precisamente en la reconciliación, en cuanto dimensión interior de auténtica conversión del corazón y como una más profunda relación de hermandad con el prójimo, resplandece el misterio de la redención realizada por Jesús y se manifiesta claramente la santidad de la Iglesia mediante los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles (Lumen Gentium, 5, 39).

Al dirigirme a vosotros, Hermanos en el episcopado, y por vuestro medio a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles todos, para manifestaros una vez más mi estima y mi afecto, habría deseado encontrar en vuestro País, de modo más claro e inequívoco, los frutos de la anhelada reconciliación, es decir, una comunidad cristiana que, inspirada por la fe e impulsada por las exigencias concretas del amor, ha logrado dar vida a una sociedad civil en la que los hermanos con-viven en la justicia y en la paz. Pero, por desgracia, no es así todavía.

Entre los casos de injusticia y de violencia que continúan dándose aún en vuestro País he de recordar el drama de los desaparecidos y la plaga de secuestros de personas. Es este un uso inhumano que ha vestido de luto tantas familias o que las deja en una angustiosa incertidumbre. La gravedad y crueldad de estos innobles delitos, es aún mayor cuando se cometen contra personas inocentes con fines intimidatorios o de represalia.

No puedo dejar de recordar que entre las víctimas de la violencia y del odio se encuentran innumerables evangelizadores de la Cruz y de su mensaje de caridad: sacerdotes, religiosos y religiosas y, sobre todo, ministros de la Palabra. Cuando la historia más reciente de vuestra Iglesia sea presentada a las generaciones futuras ¿será posible dar a conocer en sus páginas la larga lista de nombres de tantos catequistas, generosos sembradores de la Palabra de Dios, que en el cumplimiento de su misión cayeron víctimas del odio fratricida?

Me inclino con reverencia ante el sacrificio de estos humildes y valientes trabajadores de la viña del Señor, en vuestras ciudades y, sobre todo, en vuestros pueblos, a los cuales ha sido dado no sólo creer en el Evangelio y proclamarlo, sino que han llegado incluso a derramar su sangre en el servicio a la Palabra de vida.

La Palabra de Dios —como dice el profeta Isaías— es como la lluvia y la nieve que bajan del cielo y que no vuelven allá sin antes haber empapado y fecundado la tierra haciéndola germinar ; ella no vuelve vacía sino que lleva a cabo aquello por lo que fue mandada (Cf. IsaÍas 55, 10-11).

Por lo tanto, exhorto a las madres, a las esposas y a los hijos, privados de sus allegados, a mirar con esperanza al cielo, donde el Señor acoge a quienes trabajaron y murieron por su reino.

Al renovar mi viva participación en el sufrimiento de vuestra comunidades cristianas, privadas de tantos catequistas válidos y con el consuelo que nace de la certeza de que la semilla de su testimonio cruento —como el de los sacerdotes y religiosos muertos— no será inútil, os invito a continuar con esperanza, queridos Hermanos en el episcopado, vuestra labor de formación de otros ministros de la Palabra, para que en tiempo no lejano la Iglesia en ese País pueda contar de nuevo con numerosos y fieles mensajeros del Evangelio de la Paz.

Desde lo más profundo de mi corazón dirijo, a través de vosotros, una llamada también a los responsables de la sociedad civil, con la confianza de que querrán aceptarla, para que el carácter sagrado de la vida de todo hombre sea respetado y hecho respetar.

En vistas a lograr una sociedad más justa y fraterna, la atención de quienes tienen responsabilidades en la vida pública —especialmente cuantos se profesan cristianos— debe dirigirse hacia aquellos que tienen más necesidad, o sea a los humildes y marginados. En este contexto se debe situar la urgente e inaplazable necesidad de una distribución más equitativa de los bienes, con el fin de que se superen lo antes posible situaciones inaceptables y peligrosas de explotación y opresión.

Confío lleno de esperanza que vuestras comunidades, libres finalmente de una tempestad que ha envuelto a pastores y fieles, puedan vivir en un clima de paz y en un ambiente que les permita mantener sus propias características culturales y seguir sus legítimas tradiciones religiosas. A este propósito es causa de consuelo y de satisfacción constatar que la Iglesia en Guatemala ha mantenido y defendido la importancia y el valor de las diversas razas, lenguas y culturas indígenas.

No puedo por menos de dejar de alabar igualmente los esfuerzos que habéis ido realizando en el terreno caritativo y asistencial. Testigo de ello son los miles de viudas, huérfanos, desplazados y demás personas necesitadas que reciben, siempre con amor, la ayuda, también material, que la Iglesia les ofrece en la medida de sus limitados recursos.

Queridos Hermanos en el episcopado: al concluir mis pensamientos y confidencias, deseo exhortaros a manteneros unidos. La comunión dentro de la Iglesia es un bien superior, por el que sus ministros, al igual que los simples fieles, deben a veces renunciar a sus ideas y opciones personales, para que la comunidad eclesial no sufra el daño de un reino dividido en sí mismo.

Finalmente, os agradezco el testimonio de fidelidad que habéis dado y seguiréis dando a la Iglesia para la edificación del Reino de Dios. « Que la fe cristiana, gloria de vuestra nación, alma de vuestro pueblo, y de los pueblos centroamericanos, se manifieste en actitudes prácticas bien definidas, sobre todo hacia los más pobres, débiles y humildes de vuestros hermanos » (Homilía en el Campo de Marte, n. 8).

Pongo en manos de la Virgen Santísima, la Inmaculada Concepción, estos deseos y plegarias, mientras a vosotros, venerables Hermanos y a todos vuestros colaboradores y fieles, imparto de corazón mi confortadora Bendición Apostólica.

Vaticano, 2 de diciembre de 1984, primer Domingo de Adviento.

 

IOANNES PAULUS PP. II


*A.A.S., vol. LXXVII (1985), n. 5, pp. 515-518



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