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VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE POLONIA

 

Queridos hermanos en el servicio episcopal:

1. Aprovecho con alegría la ocasión que me brindan los grandes acontecimientos religiosos en Polonia, relativos a la Iglesia universal, para transmitiros un saludo fraterno y dirigiros unas palabras. De este modo, quiero expresaros mi amor a la Iglesia de Cristo en nuestra patria, a la que sirve con espíritu de responsabilidad colegial toda la Conferencia episcopal polaca y cada uno de los obispos.

Mi peregrinación ha comenzado en Wrocław con la participación en el 46 Congreso eucarístico internacional. El encuentro con Cristo en su misterio de infinito amor y unidad, entregado a la Iglesia y a la humanidad en el sacrificio eucarístico, tiene para nosotros una profunda elocuencia: no sólo para los católicos, sino también para todos los hermanos cristianos, especialmente para los que participaron en el Congreso. Toda la Iglesia en Polonia ha tenido ocasión de profundizar y contemplar el misterio de la presencia eucarística del Emmanuel, Dios con nosotros (cf. Mt 1, 23). Para todos nosotros ha sido una experiencia particular de la verdad sobre Cristo que «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8). Todos podemos acudir a esta fuente vivificante para encontrar en ella la fuerza y la esperanza para seguir construyendo en Polonia una comunidad de fe, la comunidad de todos los creyentes en Cristo.

Esta comunidad, por ser unidad en la caridad, siempre es fruto de sacrificio, de renuncia a algo propio en favor de los hermanos, fruto de solicitud por el bien común. Tenemos el deber de descubrir este bien en la unidad de la Iglesia universal, en la de cada Iglesia particular y, por último, en todas las formas de actividad colegial, entre las cuales, después del concilio Vaticano II, desempeñan un papel particular las Conferencias episcopales. También corresponde a la Iglesia construir los fundamentos morales sobre los que puedan crecer y fructificar las diversas comunidades humanas, comenzando por el matrimonio y la familia, pasando por la comunidad de una nación y un Estado, hasta las múltiples formas de convivencia y cooperación internacional.

Como, por disposición divina, la armonía y el orden en una familia se mantienen gracias a la observancia de las normas que derivan de los vínculos naturales de la sangre y de la ley divina, de la misma manera en la comunidad de la Iglesia la armonía depende de la correspondencia al don de la fe, la esperanza y la caridad, así como de la subordinación jerárquica realizada en sintonía con el principio de subsidiariedad, cum Petro et sub Petro, en todo encargo recibido, especialmente en el oficio episcopal, y en cualquier función o ministerio que se realice. Las exigencias mínimas de esa subordinación las marca la legislación eclesiástica, pero es preciso completarla con el imperativo del corazón, que brota del amor a la verdad presente en la Iglesia. La Verdad divina, cuya revelación auténtica se encuentra en la sagrada Escritura y en la Tradición, se manifiesta también a través de la voz del Magisterio de la Iglesia, y especialmente a través del concilio Vaticano II. Para seguir correctamente esa enseñanza, es necesario contar con los conocimientos de los expertos en los diversos campos de las ciencias eclesiásticas y laicas, profundizando sus contenidos, especialmente a nivel de Conferencia episcopal, para transmitirlos después a los presbíteros y a los fieles de una forma pura y comprensible, de modo que cada uno pueda encontrar en ellos la solución a los problemas personales y sociales que se plantean en la vida diaria.

La unidad de la Iglesia exige que la solicitud de los obispos se extienda a todos los que transmiten el don evangélico de la verdad tanto en las escuelas y ateneos católicos, como a través de los medios de comunicación católicos. La Conferencia episcopal, respetando las competencias de los obispos diocesanos, es responsable del conjunto de la transmisión de la fe en el territorio, independientemente de la pertenencia de los que la transmiten al clero diocesano, a los religiosos o a los fieles laicos. Es necesario que la Iglesia esté presente en los medios de comunicación, pues a través de ellos entra en diálogo con el mundo y, con su ayuda, puede formar la conciencia del hombre. Debemos llegar al mundo con lo mejor que la Iglesia le puede ofrecer, respetando la dignidad de la persona humana e impulsándola a asumir su responsabilidad ante Dios.

2. La segunda etapa de mi peregrinación ha sido la antiquísima ciudad de Gniezno, nido y cuna de Polonia y de la Iglesia en Polonia. Mil años después de la muerte por martirio de san Adalberto, he podido venerar las reliquias del patrono de Polonia. Adalberto, obediente al mandato de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19), con la fuerza que brota del Evangelio, se dirigió a Prusia. Su testimonio no fue escuchado entonces, pero, cuando lo confirmó con su muerte, comenzó a producir la mies y ha seguido haciéndolo en abundancia hasta el día de hoy. ¿No es éste el modelo para los pastores también en nuestro país, en el que se observan preocupantes procesos de debilitamiento de los valores del Evangelio e incluso de hostilidad con respecto a Cristo y a su Iglesia? La sociedad polaca exige una nueva y profunda evangelización. Nadie debe considerarse perdido, porque Cristo murió por todos, abriendo a cada hombre el camino para la vida eterna. Es necesaria una fe renovada con el poder de la cruz de Cristo.

Nos encontramos ante los grandes desafíos que caracterizan a nuestro tiempo. Ya lo advertí en mi discurso a la Conferencia episcopal polaca durante mi peregrinación de 1991. Entonces dije: «El camino de la Iglesia es el hombre (...). El Episcopado y la Iglesia en Polonia deben traducir, en cierto modo, este cometido en un lenguaje de tareas concretas, sirviéndose de la visión conciliar de la Iglesia-pueblo de Dios, así como de nuestra analogía de los signos de los tiempos. Nuestros signos de los tiempos polacos sufrieron una modificación con la caída del sistema marxista y totalitario, que condicionaba la conciencia y los comportamientos de la gente en nuestro país. En el sistema anterior (...) la Iglesia creó un espacio en el que el hombre y la nación podían defender sus derechos (...). Ahora (...) el hombre ha de encontrar en la Iglesia espacio para defenderse de sí mismo, del mal uso de su propia libertad y del peligro de desaprovechar esta gran posibilidad histórica para la nación. Si la Iglesia obtuvo el reconocimiento general en el anterior orden de cosas, incluso por parte de ambientes laicos, en la actual coyuntura no se puede contar en muchos casos con dicho reconocimiento. Más bien, es necesario prestar atención a la crítica y, quizá, a algo peor. Hay que lograr discernir: aceptar lo que para cualquier crítica puede ser justo. Por lo demás, está claro que Cristo será siempre signo de contradicción (cf. Lc 2, 34). Esta contradicción es para la Iglesia confirmación de que es ella misma, de que está en la verdad. Tal vez, es también el coeficiente de la misión evangélica y del servicio pastoral» (Discurso a los obispos y a los religiosos, Cracovia, 9 de junio de 1991: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de julio de 1991, p. 9).

Entre los problemas concretos y las tareas que es preciso afrontar, quisiera subrayar la necesidad de que los laicos asuman la responsabilidad que les corresponde en la Iglesia. Eso atañe a las esferas de la vida en que los laicos deberían, en nombre propio, pero como miembros fieles de la Iglesia, desarrollar el pensamiento político, la vida económica y la cultura, en sintonía con los principios del Evangelio. Sin duda, es preciso ayudarles en esta misión, pero no hay que ocupar su lugar. La Iglesia debe ser libre en el anuncio del Evangelio y de todas las verdades y las indicaciones contenidas en él. Desea esa libertad, se esfuerza por lograr esa libertad, y esto le basta. No busca y no quiere tener privilegios especiales.

En mi discurso a los obispos polacos, con ocasión de la visita ad limina del año 1993, les recordé la posibilidad de aprovechar el Sínodo plenario para reavivar la participación de los laicos en la vida de la Iglesia. Parece que esa oportunidad sigue existiendo y es preciso hacer todo lo posible para aprovecharla. Una dimensión nueva en la actividad de la Iglesia son las organizaciones católicas y, entre ellas, la Acción católica. Esas posibilidades no existían en Polonia desde la década de 1940. Es verdad que no es fácil sensibilizar a la sociedad para que actúe de forma comunitaria, pero ésta es la dirección correcta de la pastoral polaca y no se puede fácilmente renunciar a ella.

Una solicitud muy seria de la Iglesia es la juventud, de la que depende su futuro. La Iglesia en Polonia tiene magníficas experiencias relacionadas con la catequesis parroquial. Hoy la enseñanza de la religión se realiza en la escuela. Eso ha dado origen a nuevos desafíos, que brotan, entre otras causas, de las transformaciones que se han llevado a cabo en el seno de la sociedad polaca en los últimos años. A los niños y a los jóvenes de nuestro tiempo hay que llevarles el mismo Evangelio, pero anunciado de modo nuevo y adaptado a la mentalidad de hoy y a las condiciones en que vivimos. Eso exige un serio esfuerzo, no sólo encaminado a la formación de los nuevos instrumentos de diálogo con los niños y con los jóvenes, sino también para encontrar los modos oportunos para llegar hasta los jóvenes.

3. La tercera etapa de mi visita fue la ciudad de Cracovia y el VI centenario de la fundación en Polonia del primer centro científico y didáctico del pensamiento teológico, como era la facultad de teología de la Academia de Cracovia, que más tarde se convirtió en la Universidad Jaguellónica. Nació gracias a la reina Eduvigis de Anjou, a la que canonicé solemnemente en Błonia de Cracovia, con lo que fue incluida entre los santos de la Iglesia universal. Agradezco a Dios todopoderoso esta gran gracia.

Por una feliz coincidencia, durante la misma visita apostólica a Polonia podemos, después de siglos, contemplar los efectos de las iniciativas clarividentes tanto de san Adalberto, obispo y mártir, como de santa Eduvigis, reina, que querían, desde su misión, consolidar la fe cristiana en nuestra patria. Lo que san Adalberto anunció y sembró con su muerte por martirio, la reina santa Eduvigis decidió extenderlo y hacerlo propio de muchas generaciones, abriendo en Polonia un gran centro donde se pudiera acceder al tesoro del saber y de la ciencia de la Europa cristiana. Después de seiscientos años, sabemos que fue una decisión providencial. Como san Adalberto puede considerarse patrono de la organización eclesiástica en Polonia, así a santa Eduvigis se le puede justamente atribuir el título de patrona de la apertura de Polonia al pensamiento cristiano europeo.

¡Cuán elocuentes son para nosotros esos dos ejemplos hoy que, después de años de aislamiento, volvemos de nuevo al ámbito de la cultura de Occidente, tan conocida para nosotros, puesto que durante siglos le aportamos también nuestra riqueza. No podemos hoy dejar de tomar la dirección que se nos señala. La Iglesia en Polonia puede ofrecer a la Europa que se está uniendo su adhesión a la fe, su tradición inspirada por la religiosidad, el esfuerzo pastoral de los obispos y los sacerdotes, y ciertamente muchos otros valores, gracias a los cuales Europa podrá constituir un organismo rico no sólo por su gran nivel económico, sino también por su profunda vida espiritual.

Queridos hermanos en el episcopado, aquí sólo he tocado algunos problemas. Los presento hoy a vuestra reflexión pastoral y, ante todo, a vuestra ardiente oración. Ciertamente, aún deberemos volver sobre ellos con ocasión del encuentro en Roma en el umbral del año próximo, al que os invito de todo corazón. Os agradezco a todos cordialmente por haberme apoyado con vuestra oración durante toda mi visita. Encomiendo a la intercesión de los santos y los beatos elevados a los altares durante mi peregrinación, a vosotros, a la Iglesia que se os ha confiado y a toda la patria. Os bendigo de corazón.

Cracovia, 8 de junio de 1997.

JUAN PABLO II

 



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