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  MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA XIX JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN
POR LAS VOCACIONES


 

Venerables hermanos en el Episcopado y
amadísimos hijos e hijas del mundo entero:

"Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante" (Jn 10, 10).

1. Estas palabras del Señor preceden inmediatamente a la lectura evangélica del IV domingo de Pascua, en el que celebramos la XIX Jornada mundial de Oración por las Vocaciones consagradas de modo especial a Dios, en el servicio a la Iglesia y para la salvación del mundo.

En este fragmento del Evangelio (Jn 10, 11-18), que os invito a meditar en la intimidad de vuestro corazón, Jesús repite cinco veces que el Buen Pastor ha venido a ofrecer la vida por su rebaño, un rebaño que deberá abarcar a toda la humanidad: "y habrá un solo rebaño, un solo Pastor" (Jn 10, 16).

Con estas palabras el Señor Jesús nos revela el misterio de la vocación cristiana y, en particular, el misterio de cada vocación totalmente consagrada a Dios en la Iglesia. En efecto, ésta consiste en ser llamados a ofrecer la propia vida, para que otros tengan vida y la tengan abundante. Así hizo Jesús, primicia y modelo de cada llamado y consagrado: "He aquí que vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10, 9; cf. Sal 39 [40]. 8). Y por esto Él ha dado la vida, para que otros tengan vida. Así debe hacer cada hombre y cada mujer, llamados a seguir a Cristo en la entrega total de sí.

La vocación es una llamada a la vida: a recibirla y a darla.

2. ¿De qué vida habla aquí el Señor Jesús?

Nos habla de la vida que viene de Aquel que Él llama su Padre (cf. Jn 17, 1) y nuestro Padre (cf. Mt 6, 9): el cual es "la fuente de la vida" (Sal 35 [36], 10); el Padre que, "por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina" (Lumen gentium, 2).

Vida que "se ha manifestado" (1 Jn 1, 2) en el mismo Señor Jesús, el cual la posee en plenitud: "En Él estaba la vida" (Jn 1, 4); "Yo soy... la vida" (Jn 14, 6), y quiere darla en abundancia (cf. Jn 10, 10).

Vida, que sigue siendo ofrecida a los hombres mediante el Espíritu Santo; el Espíritu, "que es Señor y da la vida", según la fe que profesamos en el Credo de la Misa y que "es fuente de agua que salta hasta la vida eterna" (Lumen gentium, 4; cf. Jn 4, 14; 7, 38-39).

Es pues la vida del "Dios vivo" (Sal 41 [42], 3), que Él da a todos los hombres regenerados en el bautismo y llamados a ser sus hijos, su familia, su Pueblo, su Iglesia. Es la vida divina que celebramos en este tiempo litúrgico, reviviendo el misterio pascual del Señor resucitado; es la vida divina que pronto celebraremos, reviviendo el misterio siempre operante de Pentecostés.

3. La Iglesia nació para vivir y para dar la vida.

Como el Señor Jesús vino para dar la vida, así también instituyó la Iglesia, su Cuerpo, para que en Él su vida se comunique a los creyentes (cf. Lumen gentium, 7). Para vivir y dar la vida, la Iglesia recibe de su Señor todo don, mediante el Espíritu Santo: la Palabra de Dios es para la vida; los sacramentos son para la vida; los ministerios ordenados del episcopado, del presbiterado, del diaconado, son para la vida; los dones o carismas de la consagración religiosa, secular, misionera, son para la vida.

Don que sobresale entre todos, en virtud del orden sagrado, es el sacerdocio ministerial, que participa del único Sacerdocio de Cristo, el cual se ofreció a Sí mismo en la cruz y sigue ofreciéndose en la Eucaristía para la vida y salvación del mundo. Sacerdocio y Eucaristía: misterio admirable de amor y de vida, revelado y perpetuado por Jesús con las palabras de la última Cena: "Haced esto en conmemoración mía" (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24; cf. Concilio Tridentino, Denz.-Sch., 1740, 1752). Misterio admirable de divina fecundidad, porque el sacerdocio ha sido dado para la multiplicación espiritual de toda la Iglesia, principalmente mediante la Eucaristía (cf. Concilio Florentino, Denz.-Sch., 1211: Presbyterorum ordinis, 5). Cada vocación sacerdotal debe ser comprendida, acogida, vivida como íntima participación en ese misterio de amor, de vida y de fecundidad.

4. La vida engendra la vida.

Con estas palabras me dirigí al Congreso Internacional de los obispos y de los otros responsables de las vocaciones consagradas, con ocasión de la precedente Jornada mundial de Oración por las Vocaciones (cf. Homilía del 10 de mayo de 1981). Me complazco en repetirlo a todos: la Iglesia viva es madre de vida y por tanto madre de vocaciones, que son entregadas a Dios para la vida. Las vocaciones son un signo visible de su vitalidad. Al mismo tiempo son condición fundamental para su vida, para su desarrollo y para la misión que debe desempeñar al servicio de toda la familia humana, "poniendo a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador" (Gaudium et spes, 3).

Invito a cada comunidad cristiana, y a cada creyente, a tomar conciencia de la propia y grave responsabilidad de incrementar las vocaciones consagradas. Tal deber se cumple "ante todo con una vida plenamente cristiana" (Optatam totius, 2). La vida engendra la vida. ¿Con qué coherencia podremos rezar por las vocaciones, si la oración no está efectivamente acompañada por una búsqueda sincera de conversión?

Invito con insistencia y particular afecto a las personas consagradas, a que con toda su buena voluntad hagan un examen de la propia vida. Su vocación, consagrada totalmente a Dios y a, la Iglesia, debe vivir el ritmo del "recibir-donar". Si han recibido mucho, deben dar mucho. La riqueza de su vida espiritual, la generosidad de su entrega apostólica constituyen un elemento muy favorable para que surjan otras vocaciones. Su testimonio y cooperación corresponden a las amables disposiciones de la Providencia divina (cf. Ib., 2).

Finalmente invito con confianza serena a todas las familias creyentes a que reflexionen sobre la misión que han recibido de parte de Dios en orden a la educación de los hijos en la fe y en la vida cristiana. Es una misión que conlleva además responsabilidades incluso sobre la vocación de los hijos. "La educación de los hijos ha de ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan, con pleno sentido de la responsabilidad, seguir la vocación, aun la sagrada" (Gaudium et spes, 52). La cooperación entre familia e Iglesia, incluso en orden a las vocaciones, encuentra raíces profundas en el misterio y "ministerio" mismo de la familia cristiana: "Efectivamente, la familia que está abierta a los valores trascendentes, que sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primer y mejor semillero de vocaciones a la vida consagrada al reino de Dios" (Familiaris consortio, 53).

Como final de estas consideraciones y exhortaciones, os invito a recitar conmigo la siguiente oración.

Señor Jesús,
Pastor bueno,
que has ofrecido tu vida
para que todos tengan la vida,
danos a nosotros, comunidad creyente extendida por todo el mundo,
la abundancia de tu vida,
y haznos capaces de testimoniarla y comunicarla a los demás.

Señor Jesús,
concede la abundancia de tu vida
a todas las personas consagradas a Ti,
para el servicio de la Iglesia:
hazles felices en su entrega,
infatigables en su ministerio,
generosas en su sacrificio.
Que su ejemplo abra otros corazones
para escuchar y seguir tu llamada.

Señor Jesús,
da la abundancia de tu vida a las familias cristianas,
para que sean fervorosas en la fe
y en el servicio eclesial,
favoreciendo así el nacimiento
y el desarrollo de nuevas vocaciones consagradas.

Señor Jesús,
da la abundancia de tu vida a todas las personas,
de manera especial a los jóvenes y a las jóvenes
que llamas a tu servicio;
ilumínalas en la elección:
ayúdalas en las dificultades;
sostenlas en la fidelidad;
haz que estén dispuestas a ofrecer generosamente su vida,
según tu ejemplo, para que otros tengan la vida.

Con la seguridad de que la Santísima Virgen, Madre de Dios y de la Iglesia, corroborará esta súplica con su poderosa intercesión y la hará agradable a su Hijo Jesús, invoco sobre todos vosotros, venerados hermanos en el Episcopado, sacerdotes, religiosos y religiosas, y sobre todo el pueblo cristiano, y en particular sobre los alumnos de los seminarios y de los institutos religiosos, la abundancia de las gracias celestiales, en prenda de las cuales imparto de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, año 1982, IV de mi pontificado.


JOANNES PAULUS PP. II



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