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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA XI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

 

«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

Amadísimos jóvenes:

1. «Ansío veros, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía» (Rm 1, 11-12).

Estas palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Roma resumen el sentimiento con que me dirijo a todos vosotros, al comienzo del itinerario de preparación para la XI Jornada mundial de la juventud.

En efecto, con ese mismo anhelo de veros, voy espiritualmente a vosotros, en todos los rincones del planeta, donde afrontáis la intensa aventura diaria de la vida: en vuestras familias, en los lugares de estudio y trabajo, en las comunidades en que os congregáis para escuchar la palabra del Señor y abrirle el corazón en la oración.

Mi mirada se dirige, en especial, a los jóvenes implicados directamente en los demasiados dramas que aún desgarran a la humanidad: los que sufren por la guerra, las violencias, el hambre y la miseria, y que prolongan el sufrimiento de Cristo, el cual con su pasión está cerca del hombre oprimido bajo el peso del dolor y la injusticia.

En 1996 la Jornada mundial de la juventud, como ya es costumbre, se celebrará en las comunidades diocesanas, a la espera del nuevo encuentro mundial que en 1997 nos llevará a París.

2. Nos encaminamos ya hacia el gran jubileo del año 2000, una cita que con la carta apostólica Tertio millennio adveniente he invitado a toda la Iglesia a preparar mediante la conversión del corazón y de la vida.

También a vosotros os pido desde ahora que comencéis esta preparación con el mismo espíritu y los mismos propósitos. Os encomiendo un proyecto de acción que, basado en las palabras del Evangelio y de acuerdo con los temas propuestos para cada año a toda la Iglesia, constituirá el hilo conductor de las próximas Jornadas mundiales:

Año 1997: «Maestro, ¿dónde vives? Venid y lo veréis» (Jn 1, 38-39).

Año 1998: «El Espíritu Santo os lo enseñará todo» (Jn 14, 26).

Año 1999: «El Padre os ama» (Jn 16, 27).

Año 2000: «El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14).

3. A vosotros, jóvenes, os dirijo en particular la invitación a mirar hacia la frontera epocal del año 2000, recordando que «el futuro del mundo y de la Iglesia pertenece a las jóvenes generaciones que, nacidas en este siglo, alcanzarán la madurez en el próximo, el primero del nuevo milenio (...). Si (los jóvenes) saben seguir el camino que él indica, tendrán la alegría de aportar su propia contribución para su presencia en el próximo siglo» (Tertio millennio adveniente, 58).

En el camino de acercamiento al gran jubileo os acompañe la constitución conciliar Gaudium et spes, que deseo entregaros de nuevo a todos vosotros, como ya lo hice a vuestros coetáneos del continente europeo, en Loreto, el pasado mes de septiembre: es un «documento valioso y siempre joven. Releedlo atentamente. Encontraréis en él luz para descifrar vuestra vocación de hombres y mujeres llamados a vivir, en este tiempo maravilloso y a la vez dramático, como artífices de fraternidad y constructores de paz» (Ángelus del 10 de septiembre de 1995: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 1995, p. 7).

4. «Señor, ¿a quién iremos?». La meta y el término de nuestra vida es él, Cristo, que nos espera, a cada uno y a todos juntos, para guiarnos más allá de los confines del tiempo en el abrazo eterno del Dios que nos ama.

Pero si la eternidad es nuestro horizonte de hombres hambrientos de verdad y sedientos de felicidad, la historia es el escenario de nuestro compromiso diario. La fe nos enseña que el destino del hombre está inscrito en el corazón y en la mente de Dios, que gobierna los hilos de la historia. Y nos enseña asimismo que el Padre pone en nuestras manos la tarea de comenzar ya desde aquí la construcción del reino de los cielos que el Hijo vino a anunciar y que llegará a su plenitud al final de los tiempos.

Así pues, tenemos el deber de vivir dentro de la historia, al lado de nuestros contemporáneos, compartiendo sus anhelos y esperanzas, porque el cristiano es, y debe ser, plenamente hombre de su tiempo. No se evade a otra dimensión, ignorando los dramas de su época, cerrando los ojos y el corazón a las inquietudes que impregnan su existencia. Al contrario, es un hombre que, aun sin ser de este mundo, está inmerso cada día en este mundo, dispuesto a acudir a donde haya un hermano a quien ayudar, una lágrima que enjugar, una petición de ayuda a la cual responder. En esto seremos juzgados.

5. Recordando la advertencia del Maestro: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36), debemos poner en práctica el «mandamiento nuevo» (Jn 13, 34).

Nos opondremos así a lo que parece hoy la derrota de la civilización, para reafirmar con energía la civilización del amor, la única que puede abrir de par en par a los hombres de nuestro tiempo horizontes de auténtica paz y de justicia duradera en la legalidad y en la solidaridad.

La caridad es el camino real que nos debe llevar también a la meta del gran jubileo. Para llegar a esa cita, es preciso saber analizarse, haciendo un riguroso examen de conciencia, premisa indispensable de una conversión radical, capaz de transformar la vida y de darle un sentido auténtico, que permita a los creyentes amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas, y al prójimo como a sí mismos (cf. Lc 10, 27).

Confrontando vuestra vida diaria con el Evangelio del único Maestro que tiene palabras de vida eterna, podréis convertiros en auténticos constructores de justicia, poniendo en práctica el mandamiento que hace del amor la nueva frontera del testimonio cristiano. Ésta es la ley de la transformación del mundo (cf. Gaudium et spes, 38).

6. Es preciso, ante todo, que vosotros, jóvenes, deis un gran testimonio de amor a la vida, don de Dios; un amor que se debe extender desde el inicio hasta el fin de toda existencia y debe luchar contra toda pretensión de hacer del hombre el árbitro de la vida del hermano, tanto del que aún no ha nacido como del que se halla en su ocaso, del minusválido y del débil.

A vosotros, jóvenes, que de forma natural e instintiva hacéis del deseo de vivir el horizonte de vuestros sueños y el arco iris de vuestras esperanzas, os pido que os transforméis en profetas de la vida. Sedlo con las palabras y con las obras, rebelándoos contra la civilización del egoísmo que a menudo considera a la persona humana un instrumento en vez de un fin, sacrificando su dignidad y sus sentimientos en nombre del mero lucro; hacedlo ayudando concretamente a quien tiene necesidad de vosotros y que tal vez sin vuestra ayuda tendría la tentación de resignarse a la desesperación.

La vida es un talento (cf. Mt 25, 14-30) que se nos ha confiado para que lo transformemos y lo multipliquemos, dándola como don a los demás. Ningún hombre es un iceberg a la deriva en el océano de la historia; cada uno de nosotros forma parte de una gran familia, dentro de la cual tiene un puesto que ocupar y un papel que desempeñar. El egoísmo vuelve sordos y mudos; el amor abre de par en par los ojos y el corazón, capacita para dar la aportación original e insustituible que, junto a los innumerables gestos de tantos hermanos, a menudo lejanos y desconocidos, contribuye a constituir el mosaico de la caridad, que puede cambiar el rumbo de la historia.

7. «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna».

Cuando, considerando demasiado duro su lenguaje, muchos de sus discípulos lo abandonaron, Jesús preguntó a los pocos que habían quedado: «¿También vosotros queréis marcharos?», le respondió Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 67-68). Y optaron por permanecer con él. Se quedaron porque el Maestro tenía palabras de vida eterna, palabras que, mientras prometían la eternidad, daban pleno sentido a la vida.

Hay momentos y circunstancias en que es preciso hacer opciones decisivas para toda la existencia. Como sabéis muy bien, vivimos momentos difíciles, en los que con frecuencia no logramos distinguir el bien del mal, los verdaderos maestros de los falsos. Jesús nos ha advertido: «Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: "Yo soy" y "el tiempo está cerca". No les sigáis» (Lc 21, 8). Orad y escuchad su palabra; dejaos guiar por verdaderos pastores; no cedáis jamás a los halagos y a los fáciles espejismos del mundo que luego, con demasiada frecuencia, se transforman en trágicos desengaños.

En los momentos difíciles, en los momentos de prueba se mide la calidad de las opciones. Así pues, en estos tiempos de dificultad cada uno de vosotros está llamado a tomar decisiones valientes. No existen atajos hacia la felicidad y la luz. Prueba de ello son los tormentos de las personas que, en el decurso de la historia de la humanidad, se han puesto a buscar con empeño el sentido de la vida, la respuesta a los interrogantes fundamentales inscritos en el corazón de todo ser humano.

Ya sabéis que estos interrogantes no son sino la expresión de la nostalgia de infinito sembrada por Dios mismo en el interior de cada uno de nosotros. Así pues, con sentido del deber y del sacrificio debéis caminar por las sendas de la conversión, del compromiso, de la búsqueda, del trabajo, del voluntariado, del diálogo, del respeto a todos, sin rendiros ante los fracasos, conscientes de que vuestra fuerza está en el Señor, que guía con amor vuestros pasos, dispuesto a acogeros de nuevo como al hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-24).

8. Queridos jóvenes, os he invitado a ser profetas de la vida y del amor. Os pido también que seáis profetas de la alegría: el mundo nos debe reconocer por el hecho de que sabemos comunicar a nuestros contemporáneos el signo de una gran esperanza ya realizada, la de Jesús, muerto y resucitado por nosotros.

No olvidéis que «la suerte futura de la humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar» (Gaudium et spes, 31).

Purificados por la reconciliación, fruto del amor divino y de vuestro arrepentimiento sincero, practicando la justicia, viviendo en acción de gracias a Dios, podréis ser en el mundo, a menudo sombrío y triste, profetas de alegría creíbles y eficaces. Seréis heraldos de la plenitud de los tiempos, cuya actualidad nos recuerda el gran jubileo del año 2000.

El camino que Jesús os señala no es cómodo; se asemeja más bien a un sendero escarpado de montaña. No os desalentéis. Cuanto más escarpado sea el sendero, tanto más rápidamente sube hacia horizontes cada vez más amplios. Os guíe María, estrella de la evangelización. Dóciles, al igual que ella, a la voluntad del Padre, recorred las etapas de la historia como testigos maduros y convincentes.

Con ella y con los Apóstoles sabed repetir en cada instante la profesión de fe en la presencia vivificante de Jesucristo: Tú tienes palabras de vida eterna.

Vaticano, 26 de noviembre de 1995, solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, rey del universo.

IOANNES PAULUS PP. II

 



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