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DISCURSO DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
A LAS RELIGIOSAS DE ROMA


Viernes 10 de noviembre de 1978

 

Queridas hermanas:

1. Ayer, festividad de la Dedicación de la basílica del Santísimo Salvador de Letrán, di comienzo a la preparación del gran acto de toma de posesión de dicha basílica —cátedra del Obispo de Roma—, que tendrá lugar el domingo próximo. Por ello, me he encontrado ayer con el clero de la diócesis de Roma, sobre todo con los sacerdotes dedicados a la pastoral diocesana. Hoy me reúno con vosotras, religiosas. He querido que este encuentro siguiese inmediatamente al de ayer. Así tengo oportunidad de acercarme como nuevo Obispo de Roma a quienes constituyen, en cierto modo, las principales reservas espirituales de esta diócesis, que es la primera entre todas las diócesis de la Iglesia, y tener al menos un primer contacto con ellas. Tengo gran interés en este contacto y en este conocimiento.

¡Habéis venido en gran número! Seguramente ninguna cátedra episcopal del mundo puede contar con tantas. El cardenal Vicario de Roma me ha informado de que en el territorio de la diócesis hay casi veinte mil religiosas, unas doscientas casas generales y alrededor de quinientas casas provinciales de distintas órdenes y congregaciones femeninas. Estas casas están al servicio de vuestras familias religiosas en el ámbito de la Iglesia entera, o también de provincias que sobrepasan los límites de la ciudad de Roma. Durante los años de mi ministerio episcopal, me encontré muchas veces con órdenes femeninas (Cracovia es la más rica de Polonia en religiosas), y he podido darme cuenta de cómo desean todas las congregaciones tener una casa, y sobre todo la casa general precisamente, en Roma junto al Papa. Me alegro de ello y os lo agradezco, si bien soy del parecer que deberíais manteneros fieles siempre al lugar de origen, donde está la casa-madre, donde se encendió por vez primera la luz de la nueva comunidad, de una vocación nueva, de una misión nueva en la Iglesia.

2. Os doy la bienvenida a todas vosotras, religiosas que os habéis reunido hoy aquí. Deseo ante todo saludaros como nuevo Obispo de Roma y deseo deciros cuál es vuestro puesto en esta "Iglesia local", en esta diócesis concreta de la que me estoy preparando a tomar posesión solemnemente el domingo próximo. Basándome en la tradición viva y secular de la Iglesia, en la doctrina reciente del Concilio Vaticano II y también en mis experiencias anteriores de obispo, vengo aquí con la convicción honda de que el vuestro es "un puesto" especial.

Ello resulta de la visión del hombre y de su vocación que Cristo mismo nos ha manifestado. "Qui potest capere capiat: El que pueda entender, que entienda" (Mt 19, 12) así dijo Él a sus discípulos que le dirigían preguntas insistentes sobre la legislación del Antiguo Testamento y en particular, sobre la legislación referente al matrimonio. En tales preguntas, así como en la tradición del Antiguo Testamento, iba implícita una cierta limitación de esa libertad de los hijos de Dios que Cristo nos ha traído, y que después recalcó con tanta fuerza San Pablo.

La vocación religiosa es fruto precisamente de esta libertad de espíritu reavivada por Cristo, de la que brota la disponibilidad de la donación total a Dios mismo.

La vocación religiosa se sitúa en la aceptación de una disciplina severa que no dimana de un mandamiento, sino de un consejo evangélico: consejo de castidad, consejo de pobreza, consejo de obediencia. Y todo ello, abrazado conscientemente y radicado en el amor al Esposo divino, constituye de hecho la revelación especial de la profundidad que posee la libertad del Espíritu humano. Libertad de los hijos de Dios: hijos e hijas.

Dicha vocación procede de una fe viva y coherente hasta las últimas consecuencias, que abre al hombre la perspectiva final, o sea, la perspectiva del encuentro con Dios mismo, el único digno de un amor "sobre todas las cosas", amor exclusivo y esponsalicio.

Este amor consiste en la donación de todo nuestro ser humano, alma y cuerpo, a Aquel que se ha dado enteramente a nosotros los hombres mediante la Encarnación, la cruz y la humillación, mediante la pobreza, castidad y obediencia: se hizo pobre por nosotros... para que nosotros fuéramos ricos (cf. 2 Cor 8, 9).

Así, pues, a partir de la riqueza de la fe viva, toma vida la vocación religiosa. Esta vocación es como la chispa que enciende en el alma una "llama de amor viva", como escribió San Juan de la Cruz. Una vez aceptada, una vez confirmada solemnemente por medio de los votos, esta vocación debe alimentarse continuamente con la riqueza de la fe, no sólo cuando trae consigo gozo interior, sino también cuando va unida a dificultades, aridez, sufrimiento interior, la llamada "noche" del alma.

Esta vocación es un tesoro peculiar de la Iglesia que no puede cesar de orar para que el Espíritu de Jesucristo suscite vocaciones religiosas en las almas.

En efecto, para la comunidad del Pueblo de Dios y para el "mundo" éstas son signo viviente del "siglo futuro", signo que al mismo tiempo se enraíza (también mediante vuestro hábito religioso) en la vida diaria de la Iglesia y de la sociedad, e impregna sus tejidos más delicados.

Las personas que han amado a Dios sin reservas tienen capacidad especial para amar al hombre y entregarse a él sin intereses personales y sin límites. ¿Acaso tenemos necesidad de pruebas? Las encontramos en todas las épocas de la vida de la Iglesia y las encontramos también en nuestros tiempos. En el tiempo de mi ministerio episcopal anterior, estos testimonios los encontraba a cada paso. Recuerdo los institutos y hospitales de enfermos gravísimos o de minusválidos. En todas partes donde ya nadie podía prestar servicio de buen samaritano, siempre se encontraba una religiosa.

3. Este, claro está, es sólo uno de los campos de acción y un ejemplo, por tanto. Dichos campos son en realidad y sin duda alguna, mucho más abundantes. Pues bien, al encontrarme hoy aquí con vosotras por vez primera, queridas religiosas, deseo deciros ante todo que vuestra presencia es indispensable en toda la Iglesia y especialmente aquí en Roma, en esta diócesis. Vuestra presencia debe ser para todos un signo visible del Evangelio. Debe ser asimismo fuente de apostolado especial.

Este apostolado es tan vario y rico que hasta me resulta difícil enumerar aquí todas sus formas, sus campos, sus orientaciones. Va unido al carisma específico de cada congregación, a su espíritu apostólico que la Iglesia y la Santa Sede aprueban con alegría, viendo en él la expresión de la vitalidad del mismo Cuerpo místico de Cristo. Generalmente dicho apostolado es discreto, escondido, cercano al ser humano; y por ello cuadra más al alma femenina, sensible al prójimo y, por lo mismo, llamada a la misión de hermana y madre. Es precisamente ésta la vocación que se encuentra en el "corazón" mismo de vuestro ser de religiosas.

Como Obispo de Roma os pido: sed madres y hermanas espiritualmente de todos los hombres de esta Iglesia que Jesús ha querido confiarme por gracia inefable suya y por su misericordia. Sedlo de todos sin excepción; pero sobre todo de los enfermos, los afligidos, los abandonados, los niños, los jóvenes, las familias en situación difícil... (Corred a su encuentro! ¡No esperéis que vengan ellos a vosotros! El amor nos impele a ello. ¡El amor debe buscar! "Caritas Christi urget nos: El amor de Cristo nos apremia" (2 Cor 5, 14).

Y ahora os confío un ruego en este comienzo de mi ministerio pastoral: Comprometeos generosamente a colaborar con la gracia de Dios, a fin de que muchas almas jóvenes acojan la llamada del Señor y fuerzas nuevas vengan a incrementar vuestras filas, para hacer frente a las exigencias crecientes que surgen en los amplios campos del apostolado moderno.

La primera forma de colaboración es ciertamente la invocación asidua al "Dueño de la mies" (cf. Mt 9, 38) a fin de que ilumine y oriente el corazón de muchas chicas que "están buscando", las cuales existen ciertamente también hoy en esta diócesis, así como en las demás partes del mundo. Ojalá comprendan que no hay ideal más grande al que consagrar la vida, que el de la entrega total de sí a Cristo para servicio del reino.

Pero hay otra manera no menos importante de favorecer la llamada de Dios, y es el testimonio que irradia de vuestra vida:

— testimonio, ante todo, de coherencia sincera con los valores evangélicos y con el carisma propio del instituto; todo lo que sea ceder al compromiso es una desilusión para quien os está cercano, ¡no lo olvidéis!;

— testimonio, luego, de una personalidad humanamente lograda y madura, que sabe entrar en relación con los demás sin prevenciones injustificadas ni imprudencias ingenuas, sino con apertura cordial y equilibrio sereno;

— testimonio, en fin, de vuestro gozo, un gozo que se pueda leer en los ojos y en la actitud, además de en las palabras; y que ponga de manifiesto claramente ante quien os ve vuestra seguridad de que poseéis el "tesoro escondido", "la piedra preciosa", cuya adquisición no admite lamentos por haber renunciado a todo, según el consejo evangélico (cf. Mt 13, 44-45).

Y ahora, antes de terminar, quiero dedicar una palabra especial a las queridas religiosas de clausura, a las aquí presentes en este encuentro y a las que se hallan en su clausura austera, escogida por amor especial al Esposo divino.

Os saludo a todas con particular intensidad de sentimientos y visito en espíritu vuestros conventos cerrados en apariencia, pero en realidad tan profundamente abiertos a la presencia de Dios vivo en nuestro mundo humano, y por ello tan necesarios al mundo.

Os encomiendo la Iglesia y Roma, os encomiendo los hombres y el mundo. A vosotras, a vuestra oración, a vuestro "holocausto" me encomiendo yo mismo, Obispo de Roma. Estad conmigo, cercanas a mí, vosotras que estáis "en el corazón de la Iglesia". Que en la vida de cada una se realice lo que fue un programa de la vida de Santa Teresa del Niño Jesús "in corde Ecclesiae amor ero: en el corazón de la Iglesia seré amor".

Termino así mi primer encuentro con las religiosas de Roma Santa. En vosotras se perpetúa la siembra singular del Evangelio, expresión peculiar de la llamada a la santidad que recordó últimamente el Concilio en la Constitución sobre la Iglesia. De vosotras espero mucho. En vosotras confío mucho. Y todo ello deseo encerrarlo y expresarlo en la bendición que os imparto de todo corazón.

Os encomiendo a María, Esposa del Espíritu Santo, Madre del Amor más hermoso.

 



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