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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL PROF. GIULIO CARLO ARGAN, ALCALDE DE ROMA


Domingo 12 de noviembre de 1978

 

Señor alcalde:

Le estoy sinceramente agradecido por las nobles palabras que usted me acaba de dirigir; y con usted estoy agradecido a todo el ayuntamiento, al cual me siento gozoso y honrado de dirigir mi saludo cordial.

Este primer encuentro con aquellos a quienes corresponde interpretar, tutelar y servir los intereses de una ciudad como Roma, cuyo glorioso y arcano destino se entrelaza tan íntimamente con las vicisitudes de la Iglesia de Cristo que tiene aquí, por disposición providencial, su centro visible, suscita en mí una avalancha difícilmente contenible de sentimientos, recuerdos y pensamientos solemnes y graves. A esta Ciudad que fue dominadora soberana de pueblos, maestra admirable de civilizaciones, creadora no superada de leyes sapientísimas, llegó un día el humilde pescador de Galilea, el Apóstol Pedro, humanamente desprovisto e inerme, pero sostenido interiormente por la fuerza del Espíritu que le constituía el portador intrépido de la Feliz Noticia, destinada a conquistar el mundo. A esta misma Ciudad ha llegado ahora un nuevo Sucesor de Pedro, también él marcado por muchas limitaciones humanas, pero confiado en la indefectible ayuda de la gracia; procedente además de un país al cual usted, señor alcalde, ha querido dedicar palabras de simpatía y cor­dialidad.

El nuevo Papa inicia hoy oficialmente su ministerio de Obispo de Roma y Pastor de una diócesis, que no tiene pareja en el mundo. Siento vivamente la responsabilidad que deriva de los complejos problemas que lleva consigo el cuidado pastoral de una comunidad crecida vertiginosamente en estos años. No puedo dejar de mirar con simpatía a quien, teniendo sobre sus espaldas el honor y el peso de la administración civil de la Ciudad, se prodiga por el mejoramiento de las condiciones ambientales, la superación de situaciones sociales inadecuadas, la elevación general del tenor de vida de la población.

Al desear que estos objetivos, a los cuales se dirige tan importante servicio a los ciudadanos, sean felizmente conseguidos, expreso también el deseo de que la administración, haciendo suya una visión del bien común que comprende en sí todo auténtico valor humano, sepa reservar una atención abierta y cordial también a las exigencias impuestas por la dimensión religiosa de la Urbe, que, por los incomparables valores cristianos que caracterizan su fisonomía, se constituye en centro de atracción de innumerables multitudes de peregrinos, provenientes de todas las nades del mundo.

Con estos sentimientos invoco la bendición de Dios sobre esta Ciudad, que siento ya mía, y auguro para usted, señor alcalde, para sus colaboradores y para oda la gran familia del pueblo romano, prosperidad serena y progreso civil en la concordia activa, en el respeto mutuo, en el deseo sincero de una convivencia pacífica, armoniosa y justa.

 



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