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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE RITO BIZANTINO DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Jueves 23 de noviembre de 1978

 

Queridos hermanos, compañeros en el ministerio episcopal de la Iglesia de Cristo:

Os acogemos con hondo respeto y afecto. Los fieles cristianos a quienes servís son ciudadanos de una nación joven todavía y, sin embargo, son herederos de dos de las antiguas tradiciones que enriquecen a la Iglesia católica. Al recibiros a vosotros abrazamos también a todas las Iglesias a vuestro cargo, expresándoles nuestra veneración cordial y nuestro amor hacia ellas.

Sin duda alguna la Iglesia se enriquece con tales tradiciones venerables, y seríamos mucho más pobres sin ellas. Su variedad contribuye al esplendor de aquélla en medida no pequeña. Atesoran muchos y grandes valores artísticos y culturales, cuya pérdida se sentiría fuertemente. Cada una de ellas es en sí digna de gran admiración y veneración.

Pero estas tradiciones no son mero adorno de la Iglesia. Unidas en hermandad son medios importantes a disposición de la Iglesia para desplegar por el mundo la universalidad de la salvación de Cristo, y para cumplir su misión de atraer discípulos de todas las naciones. La variedad dentro de la hermandad, que se ve en la Iglesia católica, lejos de ir en detrimento de la unidad de la Iglesia, más bien la pone de manifiesto haciendo ver cómo todos los pueblos y culturas están llamados a vivir unidos orgánicamente en el Espíritu Santo a través de una misma fe, unos mismos sacramentos y un mismo gobierno.

Cada tradición debe valorar y amar a las otras. El ojo no puede decir a la mano «no tengo necesidad de ti»; porque si todos fueran un órgano único, ¿existiría el cuerpo? (cf. 1 Cor 12, 19-21). La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y las diferentes partes del cuerpo están dedicadas a servir al bien del todo, y a colaborar con cada una de las otras para tal fin.

Cada tradición individual debe prestar contribución peculiar al bien del conjunto. La comprensión de la fe de cada una se profundiza a través de las obras de los Padres y escritores espirituales de las otras; a través de riquezas teológicas transparentadas en la liturgia de las demás, tal y como se han ido desarrollando durante siglos bajo la guía del Espíritu Santo y de la autoridad eclesiástica legítima; y a través de los modos de vivir los otros la fe que han recibido de los Apóstoles. Cada una puede encontrar estímulo en los ejemplos de celo, fidelidad y santidad que les presenta la historia de las otras.

El Concilio Vaticano II declaró que «conocer, venerar, conservar y favorecer el riquísimo patrimonio litúrgico y espiritual de las Iglesias orientales es de la máxima importancia para conservar fielmente la plenitud de la tradición cristiana» (Unitatis redintegratio, 15). El Concilio declaró también que «todo este patrimonio (de las Iglesias orientales) espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradicio­nes, pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia» (ib., 17).

Hermanos míos obispos: Respeto hondamente y aprecio muchísimo las tradiciones venerables a que pertenecéis, y deseo verlas florecer.

Yo quisiera que cada miembro —hombre o mujer— de la Iglesia católica estimara la propia tradición. «Es deseo de la Iglesia católica que las tradiciones de cada Iglesia particular o rito se conserven y mantengan íntegras, a la vez que adaptan su propia forma de vida a las diferentes circunstancias de tiempo y lugar» (Orientalium Ecclesiarum, 2). Vosotros y las Iglesias que presi­dís deberíais guardar de común acuerdo la propia herencia y transmi­tirla en toda su integridad a las generaciones futuras.

Desearía asimismo que cada miembro de la Iglesia católica reconociera que es igual la dignidad de los otros ritos dentro de la unidad. Cada rito está llamado a ayudar a los otros trabajando juntos en armonía y buen orden, para bien del conjunto y no para el propio bien particular.

Os prometo mis oraciones por to­dos los miembros de vuestras Iglesias de Estados Unidos de América. Rezo también por los coterráneos y por vuestros hermanos de los países de origen de vuestros antepasados. El país de muchos de vosotros está cerca de mi tierra natal. La tierra de uno de vosotros es una de las áreas más tremendamente probadas del mundo hoy en día, el Líbano, una zona que merece especiales oraciones de todos para que terminen las luchas y calamidades, y todos sus habitantes puedan vivir en ella con paz y concordia.

Unámonos para invocar la bendición de Dios Omnipotente sobre todo nuestro pueblo.

Al terminar deseo añadir unas palabras en ruteno, la lengua de vuestros antepasados. Os quiero expresar mi saludo cordial y mi agradecimiento al mismo tiempo, por vuestra visita al Sucesor de Pedro en la Sede de Roma.

Como Vicario de Cristo os invito a seguir trabajando con celo por el bien de las almas que os están encomendadas.

De todo corazón os bendigo a vosotros aquí presentes, a vuestros sacerdotes, a todas las religiosas que trabajan en vuestras parroquias, así como a todos vuestros fieles.

 



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