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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA


Jueves 26 de abril de 1979

 

Señor cardenal,
señor secretario,
queridos amigos:

Mi venerado predecesor el Papa Pablo VI quiso dirigiros una palabra de aliento hace cinco años cuando celebrasteis la primera sesión plenaria inmediatamente después de haberos dado las normas de organización contenidas en el "Motu proprio" Sedula cura. También para mí es un gozo particular recibiros hoy con ocasión de la primera reunión de este nuevo quinquenio, y saludar sobre todo a los miembros nuevos.

No es éste el momento de explicar cuál es vuestra responsabilidad ante Dios y la Iglesia; sois bien conscientes de ello. En efecto, por encima del tecnicismo y complejidad crecientes de los estudios bíblicos, su objetivo sigue siendo siempre el de abrir al pueblo cristiano las fuentes de agua viva contenidas en las Escrituras, y el tema que estudiáis este año sobre la inserción cultural de la revelación, ofrece testimonio de ello.

El tema de que os ocupáis es de gran importancia, pues atañe a la misma metodología de la revelación bíblica en su realización. El término "aculturación" o "inculturación" por muy neologismo que sea, expresa de maravilla uno de los elementos del gran misterio de la Encarnación. Lo sabemos, "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14): de este modo al ver a Jesucristo "el hijo del carpintero" (Mt 15, 55). podemos contemplar la gloria misma de Dios (cf. Jn 1, 14). Pues bien, la misma Palabra divina se había hecho ya antes lenguaje humano asumiendo los modos de expresarse de distintas culturas que desde Abrahán al Vidente del Apocalipsis ofrecieron al misterio adorable del amor salvífico de Dios la posibilidad de ser accesible y comprensible también para las generaciones siguientes aun en la diversidad grande de sus situaciones históricas. De modo que "muchas veces y en muchas maneras" (Heb 1, 1) Dios estuvo en contacto con los hombres y en su condescendencia amorosa e insondable dialogó con ellos por intermedio de los profetas. los apóstoles. los escritores sagrados y, sobre todo, por el Hijo del Hombre. Y Dios ha comunicado siempre sus maravillas valiéndose del lenguaje y experiencia de los hombres. Las culturas mesopotámicas, las de Egipto, Canaán y Persia, la cultura griega y para el Nuevo Testamento la cultura greco-romana y la del judaísmo tardío, día tras día han servido a la revelación de su misterio inefable de salvación, como bien lo demuestra vuestra sesión plenaria de ahora.

Pero estas consideraciones, vosotros lo sabéis, provocan el problema de la formación histórica del lenguaje bíblico, que de alguna manera está ligado a los cambios verificados en la sucesión prolongada de los siglos, a lo largo de los cuales la palabra escrita ha dado origen a los Libros santos. Pero es precisamente aquí donde se asienta la paradoja del anuncio revelado y del anuncio más específicamente cristiano, la paradoja de que personas y acontecimientos históricamente contingentes se conviertan en portadores de un mensaje trascendente y absoluto. Los vasos de barro pueden romperse, pero el tesoro que contienen sigue íntegro e incorruptible (cf. 2 Cor 4, 7). Y del mismo modo que en la debilidad de Jesús de Nazaret y de su cruz se desplegó el poder redentor de Dios (cf. 2 Cor 13, 4), así también en la fragilidad de la palabra humana se manifiesta una eficacia insospechada que la hace "tajante más que una espada de dos filos" (Heb 4. 12). He aquí por qué recibimos de las primeras generaciones cristianas el conjunto del Canon de las Escrituras Santas, convertidas en punto de referencia y norma de fe y vida de la Iglesia de todos los tiempos.

Evidentemente toca a la ciencia bíblica y a sus métodos hermenéuticos establecer la distinción entre lo que es caduco y lo que debe conservar siempre su valor. Pero es ésta una operación que requiere sensibilidad aguda en extremo no sólo en el plano científico y teológico, sino también y sobre todo en el plano eclesial y de la vida.

Dos consecuencias se desprenden de todo ello, diferentes y complementarias a un tiempo. La primera se refiere al gran valor de las culturas; si en la historia bíblica éstas ya fueron consideradas capaces de ser vehículos de la Palabra de Dios, es porque en ellas está inserto algo muy positivo que es ya presencia en germen del Logos divino. Del mismo modo, el anuncio de la Iglesia no teme servirse en la actualidad de expresiones culturales contemporáneas; así que a causa de cierta analogía con la humanidad de Cristo, aquéllas están llamadas, por así decir, a participar de la dignidad del mismo Verbo divino. Pero hay que añadir en segundo lugar que del mismo modo se ve aflorar el carácter puramente instrumental de las culturas, sometidas siempre a fuertes cambios bajo la influencia de una evolución histórica muy marcada: "Sécase la hierba, marchítase la flor, cuando sobre ellas pasa el soplo de Yavé" (Is 40, 8). Determinar con precisión las relaciones existentes entre las variaciones de la cultura y la constante de la revelación es cabalmente la tarea ardua y a la :es entusiasmarte de los estudios bíblicos y de toda la vida de la Iglesia.

En esta tarea, hermanos e hijos muy queridos de la Pontificia Comisión Bíblica, tenéis sin duda alguna un papel preponderante y en él estáis estrechamente asociados al Magisterio de la Iglesia. Ello me induce a atraer vuestra atención sobre un punto en especial. Al tratar de la finalidad de vuestra Comisión, el "Motu proprio" Sedula cura precisa que debe colaborar con la aportación de su trabajo al Magisterio de la Iglesia. Deseo muy en especial que vuestros trabajos brinden ocasión de demostrar cómo la investigación más rigurosa y más técnica posible no se encierra en sí misma, sino que puede ser de utilidad a los organismos de la Santa Sede, que deben afrontar los dificilísimos problemas de la evangelización, o sea, las condiciones concretas de la inserción del fermento evangélico en mentalidades y culturas nuevas.

Bajo esta perspectiva la obligación fundamental de fidelidad al Magisterio alcanza toda su amplitud: "Dios ha confiado le Sagrada Escritura a su Iglesia y no al juicio privado de los especialistas" (cf. "Motu proprio" Sedula cura, parte 3ª). Su trata, en efecto, de fidelidad a la función espiritual confiada por Cristo a su Iglesia; se trata de la fidelidad a la misión. Los exegetas figuran entre los servidores primarios de la Palabra de Dios. Queridos amigos: Estoy seguro de que vuestro ejemplo pondrá en evidencia de modo eminente la unión entre la competencia científica que os reconocen vuestros iguales, y ese sentido espiritual acrisolado que hace ver en la Escritura la Palabra de Dios confiada a su iglesia.

Que el Señor mismo guíe vuestros esfuerzos. ¡Que el Espíritu Santo os ilumine! Por mí parte, a la vez que os digo mi confianza y lo mucho que la Iglesia espera de vosotros, os doy muy de corazón la bendición apostólica.



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