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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE FRANCIA ANTE LA SANTA SEDE*


Jueves 20 de diciembre de 1979

 

Señor Embajador:

Los sentimientos que acaba de expresar me conmueven hondamente, y ello por dos razones. En primer lugar, en sí mismos, pues ponen de manifiesto una nobleza y unos ideales a los que un cristiano no puede dejar de adherirse. Y además, Excelentísimo Señor, usted representa a un país que tanto en el mundo como en la Iglesia universal ha ocupado y sigue ocupando, aunque quizá de modo diferente, un puesto particular que suscita a un tiempo gran estima, confianza segura y expectativas nuevas y exigentes.

La Santa Sede siempre ha tenido conciencia de ello; los Sucesores de Pedro se han vuelto hacia Francia en muchos períodos de su historia. Estad seguro de que yo mismo, elegido recientemente a esta Sede y procedente de un país familiarizado con el vuestro, soy igualmente sensible a estos lazos que unen la Sede Apostólica y Francia, lazos que las relaciones diplomáticas contribuyen a que sean cordiales y fructuosas.

En sus funciones de Embajador estará atento evidentemente a la vitalidad eclesial que aquí se manifiesta, pues concierne de cerca a la vida espiritual y moral de muchos católicos de su país, y las autoridades públicas no podrán desinteresarse de ella. Permítame repetir ante usted en esta ocasión, la estima y confianza que tiene el Papa hacia sus hermanos en el Episcopado y todos los hijos de Francia. Les deseo que acrecienten cada vez más la fe heredada de un pasado grandioso y confrontada incesantemente por los vientos de una cultura en cambio continuo; y que la vivan con unidad y desarrollen todas sus consecuencias para ellos y los demás.

Representa usted ante la Santa Sede a los responsables del bien común de la nación francesa, es decir, al Presidente de la República y al Gobierno. Para ellos también formulo votos sinceros a fin de que Dios les conceda cumplir lo mejor posible su tarea, ciertamente entusiasmante, pero tan difícil.

La Iglesia percibe la amplitud de tales responsabilidades dentro de la nación en el plano económico y en el social y cultural; y también fuera de ella para aportar contribución a la paz y la justicia en el engranaje de las relaciones internacionales.

Honra a su país el hecho de que se hace mucho caso de la expresión democrática de los ciudadanos y de sus múltiples asociaciones y su sentido de justicia. ¡Bienaventurada libertad en un sentido! Pero el bien común no debería limitarse al compromiso entre reivindicaciones particulares o entre exigencias sólo económicas. El legislador por su parte no puede contentarse con avalar lo que se hace o se piensa. La misión del Estado implica que tenga también él la mirada fija en el significado profundo del hombre, en los valores esenciales y las exigencias morales, para que el elevado servicio de que es responsable garantice hoy y el día de mañana la felicidad verdadera y la grandeza auténtica. Y este servicio, ¿cómo podría dejar de desear la formación real de todos y cada uno en este sentido?

Las instituciones varias que constituyen la riqueza de una nación en el orden de la cultura y del espíritu, le proporcionan los apoyos que necesita en este punto. Y la Iglesia forma parte de las instancias espirituales que permiten adquirir una visión del hombre a la altura de todo lo que está en juego, y ayudar a ponerla por obra eficazmente. La Iglesia puede y debe seguir formando las conciencias a fin de preparar, entre otras cosas, opciones cada vez más humanas. Ello es particularmente verdadero en cuanto a la rectitud moral, la honradez profesional, el sentido de servicio, la solicitud hacia los desheredados, la acogida a la vida humana en todas sus formas —desde la concepción hasta la vejez—, el apoyo a la familia, el lugar que se dé al extranjero y el socorro a los refugiados. Conozco todo lo que su país ha emprendido generosamente en este último punto, y me agrada añadir mi felicitación a todas las que ya se ha atraído con justo título. Ello demuestra, si hubiera necesidad, la solicitud con que la Iglesia se interesa en el bien de la nación y en la tarea del Estado, aportando su contribución específica.

Le agradecería, Señor Embajador, que diera gracias muy expresivas al Excmo. Sr. Presidente de la República por los sentimientos delicados que le ha encargado de transmitirme. A usted deseo que encuentre satisfacciones muy hondas en el cumplimiento de su misión, para la que contará aquí con apoyo constante. Le prometo también mis oraciones. ¡Dios bendiga a su país y asista a cada uno de sus hijos!


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, 1980 n.6, p.6.

 



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