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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS RECTORES DE LOS COLEGIOS ECLESIÁSTICOS DE ROMA


Viernes 16 de marzo de 1979

 

Queridísimos hermanos:

Al finalizar vuestro congreso anual, habéis querido encontraros con el Papa, para recibir de él una palabra de ánimo y orientación. Debo deciros que también yo he deseado este encuentro para conoceros personalmente, para expresaros mi viva gratitud por el delicado ministerio que desarrolláis como rectores de los Colegios eclesiásticos de Roma, y para comunicaros algunas reflexiones con sencillez y sinceridad.

1. En estos días de reunión habéis meditado y estudiado juntos el tema: «Nuestros jóvenes en el contexto juvenil de hoy», analizándolo según una perspectiva lógica.

Los alumnos de vuestros colegios —seminaristas o sacerdotes jóvenes—, procedentes de todos los continentes, se deben formar ante todo en un profundo sentido de Iglesia. Deben amar intensamente a la Iglesia como «Cristo la amó y se entregó por ella» (cf. Ef 5, 25). El Concilio Vaticano II no ha dejado de inculcar este elemento fundamental para la formación de los sacerdotes: «Imbúyanse de tal forma los alumnos del misterio de la Iglesia..., de manera que, unidos con humilde y filial caridad al Vicario de Cristo y, una vez sacerdotes, con la adhesión a su propio obispo, cual fieles colaboradores, y ayudando a sus hermanos, sepan dar testimonio de esa unidad que atrae a los hombres a Cristo» (Optatam totius, 9). Amor a la Iglesia, nuestra Madre, que se manifiesta concretamente en una responsabilidad y eficaz acción personal, para que aparezca y sea siempre «gloriosa, sin mancha o arruga, o cosa semejante, sino santa e intachable» (Ef 5, 27). Cuanto más santos sean los seminaristas y los sacerdotes, tanto más santa será la Iglesia.

2. Vuestros alumnos vienen desde tocias las partes del mundo a esta ciudad de Roma, centro geográfico del catolicismo. Traen dentro de sí su temperamento, su cultura originaria, sus diversas experiencias históricas, sus deseos de prepararse, en la diócesis del Sucesor de Pedro, al futuro ministerio que desarrollarán en sus diócesis y naciones, después de haberse enriquecido con los grandes valores religiosos y culturales que la Urbe ha acumulado durante siglos y sigue ofreciendo a las almas deseosas de verdad, bondad y belleza. La experiencia de su estancia en Roma es para un seminarista o un sacerdote joven un verdadero don de la Providencia: la visita en oración a sus basílicas espléndidas, a las catacumbas, a los sepulcros de los innumerables mártires y santos, a los monumentos de su historia plurisecular, compleja y singular, el estudio especializado en las Universidades Pontificias, la permanencia en los Colegios eclesiásticos: todo esto incide profundamente en la personalidad y en la maduración de un joven.

Deseo que vuestros alumnos, con sano discernimiento, sepan tomar y aprovechar todos estos elementos para su propia formación humana y sacerdotal. Pero, por otra parte, deseo también que Roma sepa ofrecer siempre estas riquezas espirituales y no defraude jamás las expectativas y esperanzas de estos jóvenes y no deforme o destruya la imagen que se habían formado de ella. Puedan ellos hacer propias y repetir de la diócesis de Roma las palabras que le dirigía San Ignacio de Antioquía, con ferviente entusiasmo: «La Iglesia amada e iluminada en la voluntad de Aquel que ha querido todas las cosas que existen..., digna de Dios, de veneración. de alabanza» (Carta a las romanos, introd.).

3, Finalmente, querría manifestar mí deseo sincero de que la vida común que se practica en los Colegios eclesiásticos no se reduzca a un simple conjunto de relaciones exteriores, sino que tome ejemplo del espíritu que animaba la de los Apóstoles y de los primeros discípulos en el Cenáculo: «Todos... perseveraban unánimes en la oración... con María, la Madre de Jesús» (Act 1, 14). Sí. Esto deben ser justamente los seminarios, los colegios, los convictorios eclesiásticos de Roma: verdaderos cenáculos en los que se respire una vida de intensa oración, personal y comunitaria; una vida de caridad mutua, activa y laboriosa; una vida de recíproca ayuda espiritual para ser siempre fieles a la vocación y a los compromisos sagrados asumidos ante Dios, ante la Iglesia y ante la propia conciencia.

Y que en vosotros, rectores, sepan ver y descubrir los jóvenes no sólo al superior que debe preocuparse de la buena marcha, ordenada v disciplinada, de una casa, sino al guía sereno, al padre, al hermano, al amigo y, sobre todo, al sacerdote que en su porte irradia la presencia de Cristo (cf. Gál 2, 20).

Con estos deseos imparto de todo corazón una especial bendición apostólica a todos vosotros y a los jóvenes de vuestros colegios.

 



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