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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE OBISPOS DE LA INDIA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Jueves 31 de mayo de 1979

 

Queridos hermanos en Nuestro Seño Jesucristo:

Por tercera vez en el espacio breve de un mes tengo el gozo de encontrarme con un grupo de obispos indios que están haciendo la visita ad Limina. Evocando mis encuentros con vuestros hermanos obispos y a fin de confortaros y alentaros, os ofrezco las reflexiones hechas con ellos anteriormente. Hablé del ministerio de la fe que es el nuestro y que descansa en el poder de Dios, y está eminentemente expresado en el Sacrificio eucarístico y en el sacramento de la penitencia. Después hablé del Santo Nombre de Jesús, fuente de nuestra fuerza y motivación gozosa de todas nuestras actividades pastorales. Hoy me gustaría seguir reflexionando con vosotros sobre nuestro ministerio común de fe ejercido en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador del mundo.

Día tras día vamos tomando conciencia del reto que suponen las palabras de Cristo pronunciadas antes de la Ascensión: "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). En cuanto obispos con tal mandato, sabemos lo que significa experimentar limitaciones, encontrar oposición, topar con la injusticia y sentir los efectos del pecado. Y a pesar de ello, rebosamos de esperanza en nuestro trabajo, aceptando como aceptamos las palabras de Dios: virtus in infirmitate perficitur (2 Cor 12, 9). Queridos hermanos: Esta fue igualmente la convicción de todos los obispos del mundo al comienzo del Concilio Vaticano II. En el mensaje de apertura afirmaron: "Nosotros, en verdad, no poseemos riquezas humanas ni poder terreno, pero ponemos nuestra confianza en la fuerza del Espíritu Santo, prometido por Jesucristo a la Iglesia" (20 de octubre de 1962).

Por tanto, ésta debe ser nuestra actitud siempre, pero especialmente hoy que nos basamos en la unidad inherente al hecho de ser compañeros de apostolado, junto con María, la Madre de Jesús, recibir de nuevo en Pentecostés el don del Padre que es el Espíritu, de modo que podamos seguir dando testimonio de Jesús y prolongando en medio de nuestro pueblo su misión de Buen Pastor.

Precisamente el domingo pasado tuve la alegría de ordenar a veintiséis obispos, entre ellos el auxiliar de Calcuta. No pude menos de meditar en el significado profundo del rito de la ordenación cuando examinaba a los candidatos y les preguntaba: "¿Estáis dispuestos a prestar apoyo como padres abnegados al Pueblo de Dios y guiarlo por el camino de salvación, en cooperación con los sacerdotes y diáconos que participan de vuestro ministerio?" Aquí hay dos palabras clave: prestar apoyo y guiar.

Nuestro ministerio pastoral ejercido en estrecha unión con nuestros colaboradores, está enderezado antes que nada al bien del Pueblo de Dios, en el que nuestro querido laicado constituye la inmensa mayoría. A ellos dedicamos la vida con la misma entrega que un padre, para sostenerlos y guiarlos en el camino de salvación. Pablo VI profundiza más en la realidad de esta paternidad espiritual nuestra, cuando escribe en la Ecclesiam suam: “Es necesario hacerse hermanos de los hombres por el mismo hecho de que queremos ser sus pastores, padres y maestros” (n. 33). Y de este modo en la hermandad que debemos procurar para dar ejemplo, Jesucristo es sin duda alguna el modelo supremo, El que es Hijo Unigénito de Dios, pero se hizo y fue llamado con razón: "el primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8, 29).

En este tiempo de Pentecostés, sostengamos a nuestro pueblo transmitiéndole el mensaje alentador del mismo Jesús: "No temas, rebañito mío, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino" (Lc 12, 32). Hagámoslo poniendo de manifiesto, sobre todo, la alta dignidad del laicado dentro de la comunidad de la Iglesia. Es de importancia primordial a este respecto el hecho de que por el bautismo y la confirmación el Señor mismo ha encomendado al laicado que tome parte en la misión salvadora de la Iglesia, (cf. Lumen gentium, 33). No son razones prácticas las que nos mueven a alentarlo y guiarlo en su apostolado, sino el deseo del mismo Cristo para su pueblo, para su Iglesia. En muchas circunstancias los laicos son heraldos inmediatos de la fe al dar testimonio auténtico del Reino de Dios que todavía debe ser revelado en plenitud. Corresponde al laicado la gestión de los asuntos temporales con justicia y paz, equidad y libertad, verdad y amor, siguiendo el plan divino de creación y redención. Están llamados a trabajar a modo de levadura en la santificación del mundo desde dentro, comenzando por la propia familia. Y todos sus esfuerzos. luchas y sufrimientos en pro del Reino de Dios son de inmenso valor cuando los unen al Sacrificio de Cristo. En el ejemplo del Laicado, el mundo debe descubrir el amor de Cristo manifestado en sus miembros. La naturaleza de la Iglesia en cuanto comunidad de oración, es inmediatamente perceptible en las asambleas de fieles reunidos para dar culto y alabar a Dios.

En la comunidad de fieles —que debe mantener siempre la unidad católica con los obispos y la Sede Apostólica— se registran grandes penetraciones en la fe. El Espíritu actúa alumbrando la mente de los fieles con su verdad, y enardeciendo los corazones con su amor. Pero esta evidencia de fe que en ellos resplandece y este sensus fidelium no son independientes del magisterium de la Iglesia, la cual es instrumento del mismo Espíritu y está asistida por El. Sólo cuando los fieles se han alimentado de la Palabra de Dios, transmitida fielmente en toda su pureza e integridad, sólo entonces sus carismas peculiares son plenamente eficaces y provechosos. Una vez que la Palabra de Dios es proclamada fielmente a la comunidad y ésta la acepta, entonces produce frutos de justicia y santidad de vida en abundancia. Pero el dinamismo de la comunidad, al comprender y vivir la Palabra de Dios y hacerla vida, depende de que reciba intacto el depositum fidei; y a este fin concreto ha sido dado a la Iglesia un carisma apostólico y pastoral especial. Es uno y el mismo Espíritu de verdad el que dirige el corazón de los fieles y autentica a la vez el magisterium de los pastores del rebaño.

Uno de los mayores servicios que podemos prestar a nuestro pueblo es proclamar ante ellos un día tras otro "la incalculable riqueza de Cristo" (Ef 3, 8), haciendo notar que el cristianismo es un mensaje único y original de salvación, que se llega a encontrar en el nombre de Jesús y sólo en su nombre.

Hermanos: Cada uno de nosotros debe repetir y reafirmar el sí de la ordenación episcopal. Hemos de estar prontos a sostener al Pueblo de Dios y a guiarlo por el camino de la salvación. Y al esforzarnos por cumplir esta misión, debemos pensar en Jesús que transmite a sus discípulos el gran tesoro de la palabra del Padre: Ego dedi eis sermonem tuum (Jn 17, 14). Estamos llamados a proseguir su revelación del Padre, a transmitir la Palabra de Dios.

Al mismo tiempo que exhortamos a nuestro pueblo a servir más y más sin discriminación alguna a sus hermanos y a amar a todos, deseamos que sean conscientes de su gran dignidad de discípulos de Cristo y de las consecuencias reales que en la vida diaria tiene el ser sus discípulos. Con humildad, pero con convicción profunda, debemos estar en nuestro puesto, siguiendo abiertamente el consejo de San Pablo: "No os conforméis a este siglo" (Rom 12, 2).

Todo esto lleva a descubrir el reto que afronta nuestro laicado; éste debe ocupar su puesto con valentía en amorosa unión con sus obispos en la pusillus grex; todo esto proyecta luz sobre las metas a mantener en el seminario; todo esto pone de relieve la larca sacerdotal de evangelizar auténticamente, y lleva a penetrar con mayor hondura en nuestro ministerio pastoral de obispos de la Iglesia de Dios.

Queridos hermanos: Sigamos adelante; adelante en el nombre de Jesús; muy unidos entre nosotros y con nuestro clero; fuertes en nuestra comunión de fe y amor; ante los obstáculos, serenos; perseverantes en la oración con María, Madre de Jesús; y sosteniendo como padres y hermanos a nuestro pueblo en su vocación característica de cristianos, guiándolo por el camino de la salvación.

Y juntos con toda la Iglesia esperemos al Espíritu Santo, el único quo puede suplir nuestra debilidad y llevar a término y perfección el ministerio de fe que ejercemos en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea gloria y honor por los siglos de los siglos. Amén.

 



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