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VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

ALOCUCIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II
A LAS RELIGIOSAS

Santuario de la Inmaculada Concepción, Washington
Domingo 7 de octubre de 1979

 

Queridas hermanas:

La gracia, el amor y la paz de Dios Padre nuestro, y de nuestro Señor Jesucristo sean con vosotras.

Me alegro de tener oportunidad de hablaros hoy. Me siento contento en esta ocasión por la estima que tengo de la vida religiosa y la gratitud que nutro hacia las religiosas, por su preciosa contribución a la misión y vida auténtica de la Iglesia.

Me complace especialmente que os hayáis reunido en el santuario nacional de la Inmaculada Concepción, porque la Virgen María es modelo de la Iglesia, Madre de los fieles y ejemplo perfecto de vida consagrada.

1. En el día de nuestro bautismo recibimos el mayor don que Dios puede otorgar al hombre y a la mujer. Ningún otro honor, ninguna otra distinción alcanzarán a igualar su valor. Porque fuimos liberados del pecado e incorporados a Cristo y a su Cuerpo que es la Iglesia. Ese día, y cada uno de los días sucesivos, fuimos elegidos "para que fuésemos santos e inmaculados ante El" (Ef 1, 4).

En los años que siguieron a nuestro bautismo nos creció el conocimiento —y hasta la admiración— del misterio de Cristo. Escuchando las bienaventuranzas, meditando en la cruz, hablando con Cristo en la oración y recibiéndole en la Eucaristía, fuimos progresando hasta un día, un momento particular de nuestra vida, en el que ratificamos solemnemente nuestra consagración bautismal con conciencia y libertad plenas. Manifestamos la determinación de vivir siempre unidos a Cristo y ser miembros vivos y generosos del Pueblo de Dios según los dones recibidos del Espíritu Santo.

2. Vuestra consagración religiosa se construye sobre este único fundamento del que participan todos los cristianos en el Cuerpo de Cristo. Con el deseo de perfeccionar e intensificar lo que Dios comenzó por el bautismo en vuestra vida y convencidas de que Dios os estaba ofreciendo el don de los consejos evangélicos, quisisteis seguir a Cristo más de cerca, conformar más completamente vuestra vida con la de Jesucristo, en una comunidad religiosa determinada y a través de ella. Esta es la esencia de la consagración religiosa: profesar dentro de la Iglesia y para bien de ésta, pobreza, castidad y obediencia en respuesta a la invitación especial de Dios. a fin de alabar y servir a Dios con mayor libertad de corazón (cf. 1 Cor 7, 34-35), y para llevar una vida más conforme a la de Cristo, según el tipo de vida elegido por El y su Madre bendita (cf. Perfectae caritatis, 1; Lumen gentium, 46).

3. La consagración religiosa no sólo hace más honda vuestra entrega personal a Cristo, sino que también refuerza vuestra relación con su Esposa, la Iglesia. La consagración religiosa es un modo peculiar de vivir en la Iglesia, un modo particular de actuar la vida de fe y servicio iniciados en el bautismo.

Por su parte, la Iglesia os ayuda a discernir la voluntad de Dios. Al aceptar y refrendar el carisma de vuestros institutos, vincula vuestra profesión religiosa a la celebración del misterio pascual de Cristo.

Estáis llamadas por el mismo Jesús a actuar y manifestar en la vida y actividades vuestra profunda relación con la Iglesia. Este vínculo de unión con la Iglesia debe quedar patente en el espíritu y empresas apostólicas de cada instituto religioso. Porque la fidelidad a Cristo jamás puede separarse de la fidelidad a la Iglesia, especialmente en la vida religiosa. Esta dimensión eclesial de la vocación de consagración religiosa tiene muchas consecuencias importantes para los mismos institutos y para cada uno de sus miembros. Implica, por ejemplo, mayor testimonio público del Evangelio, puesto que representáis de modo especial en cuanto religiosas, la relación esponsalicia entre la Iglesia y Cristo. La dimensión eclesial requiere asimismo, por parte de cada miembro y del instituto en su conjunto, fidelidad a los carismas peculiares que Dios ha dado a la Iglesia a través de vuestros fundadores y fundadoras. Esto significa que los institutos están llamados a alimentar con fidelidad dinámica los compromisos corporativos que estuvieron vinculados al carisma fundacional, fueron refrendados por la Iglesia y todavía responden a necesidades importantes del Pueblo de Dios. Buen ejemplo a este respecto sería el sistema de la enseñanza católica que ha sido de valor incalculable para la Iglesia de Estados Unidos, y medio excelente no sólo de comunicar el Evangelio de Cristo a los estudiantes, sino también de impregnar a toda la comunidad de la verdad y amor de Cristo. Es éste uno de los apostolados en el que las mujeres han prestado y siguen prestando todavía una colaboración incomparable.

4. Queridas hermanas en Cristo: Jesús debe ser siempre el primero en vuestra vida. Su persona debe ser el centro de vuestras actividades, de las actividades de cada día. Ninguna otra persona ni actividad puede tener precedencia ante El. Pues toda vuestra vida ha sido consagrada a El. Con San Pablo tenéis que decir: todo cuanto deseo es "conocerle a El y el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos, conformándome a El en la muerte" (Flp 3, 10).

Sólo cuando ocupa el lugar principal en la mente y el corazón, Cristo sigue siendo el primero en vuestra vida. Por ello debéis uniros a El continuamente en oración. Sin oración la vida religiosa no tiene sentido. Ha perdido el contacto con la fuente, se ha vaciado de su sustancia y no podrá seguir cumpliendo sus objetivos. Sin oración no puede haber gozo, ni esperanza, ni paz. Porque la oración es lo que nos mantiene en contacto con Cristo. Estas palabras incisivas escritas en la Evangelica testificatio nos hacen reflexionar: "No olvidéis el testimonio de la historia: la fidelidad a la oración o el abandono de ésta constituye el test de vitalidad o decadencia de la vida religiosa" (Evangelica testificatio, 42).

5. Dos fuerzas dinámicas actúan en la vida religiosa: vuestro amor a Jesús —y en Jesús, a todos los que le pertenecen— y su amor a vosotras.

No podemos vivir sin amor. Si no encontramos amor, si no lo experimentamos y lo hacemos nuestro, y si no participamos íntimamente en él, nuestra vida carece de significado. Sin amor somos incomprensibles para nosotros mismos (cf. Redemptor hominis, 10).

De modo que cada una de vosotras necesita una relación entusiasta de amor al Señor, una unión profunda de amor con Cristo, Esposo vuestro, un amor como el que se expresa en este salmo:

"Dios, tú eres mi Dios, a ti te busco solícito, sedienta de ti está mi alma, mi carne te desea como tierra árida, sedienta, sin aguas. Cómo te contemplaba en tu santuario, ponderando tu grandeza y tu gloria" (Sal 63, 1-2).

Pero mucho más importante que vuestro amor a Cristo es el amor de Cristo a vosotras. Habéis sido llamadas por El. El os ha hecho miembros de su Cuerpo, El os ha consagrado en la vida de los consejos evangélicos y destinado a participar de la misión que Cristo ha confiado a su Iglesia, su propia misión salvífica. Por esta razón centráis la vida en la Eucaristía. En la Eucaristía celebráis su muerte y resurrección, y recibís de El el pan de vida eterna. Y es sobre todo en la Eucaristía donde os unís al que es objeto de vuestro amor. En la Eucaristía y con El encontráis todavía mayores motivos para amar y servir a sus hermanos y hermanas. En la Eucaristía y con Cristo adquirís mayor comprensión y misericordia para con el Pueblo de Dios. Y en la Eucaristía recibís fuerzas para perseverar en la dedicación a un servicio abnegado.

6. Vuestro servicio es entonces en la Iglesia, prolongación de Cristo a quien habéis hecho entrega de la vida. Porque no apareceréis vosotras, sino Jesucristo Nuestro Señor. Al igual que Juan Bautista, sabéis que para que Cristo crezca, vosotras debéis disminuir. Y por ello vuestra vida debe caracterizarse por la disponibilidad total: prontitud a servir según lo requieran las necesidades de la Iglesia, prontitud a dar testimonio público de. Cristo al que amáis.

La necesidad de este testimonio público constituye una llamada constante a la conversión interior, a la rectitud y santidad de vida de cada religiosa. Resulta también una invitación a que cada instituto reflexione sobre la integridad de su testimonio eclesial corporativo. Por esta razón, en mi discurso de noviembre último a la Unión Internacional de Superioras Generales, dije que no carecía de importancia el que vuestra consagración se manifieste en el signo exterior permanente de un hábito religioso, sencillo y adecuado. Esta no sólo es mi convicción personal, sino también el deseo de la Iglesia expresado con frecuencia por muchos fieles.

Como hijas de la Iglesia —título amado de muchos de vuestros grandes Santos—estáis llamadas a la adhesión generosa y amorosa al auténtico Magisterio de la Iglesia, que es garantía sólida de la fecundidad de vuestro apostolado y condición indispensable de interpretación auténtica de los "signos de los tiempos".

7. La vida contemplativa ocupa hoy y ocupará siempre un puesto de gran honor en la Iglesia. La oración de contemplación tuvo su fundamento en la vida del mismo Jesús y ha sido parte de la vida religiosa de todos los tiempos. Por ello, aprovecho esta ocasión para alentar de nuevo —como lo hice en Roma, México y Polonia— a los miembros de comunidades contemplativas. Sabed que siempre estaréis cumpliendo una tarea importante en la Iglesia, en su misión salvífica, en su servicio a la entera comunidad del Pueblo de Dios. Proseguid fielmente, con confianza y en oración, las ricas tradiciones que se os han transmitido.

Os recuerdo al terminar y con sentimientos de admiración y amor, que el objeto de la vida religiosa es alabar y glorificar a la Santísima Trinidad y, a través de vuestra consagración, ayudar a la humanidad a entrar en la plenitud de vida del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En todos los programas y actividades procurad tener siempre presente esta meta. No podéis prestar mayor servicio; no podéis alcanzar mayor realización de vosotras mismas, Queridas hermanas: Hoy y siempre ¡Alabado sea Jesucristo!

 



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