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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE CIENTÍFICOS


Viernes 28 de septiembre de 1979

 

Me alegra mucho recibir hoy a los organizadores, relatores y participantes en el Congreso Internacional sobre el Problema del Cosmos. La autoridad del instituto que lo ha organizado, la competencia de los ilustres relatores y el interés del tema de los trabajos, han atraído lógicamente la atención de un amplio público, y también la mía, sobre esta importante iniciativa científica.

El Instituto de la Enciclopedia Italiana se ha granjeado, efectivamente, una gran estima entre los hombres de cultura de todo el mundo por su ya más que cincuentenaria tradición investigadora en los más diversos campos de la cultura. Es una investigación sólida y seria, que busca la verdad, animada por el ansia moral de una objetividad que no se deje desviar por modas pasajeras o por intereses particulares, sin dejar de ser también una investigación consciente del continuo progreso de los conocimientos científicos, presente siempre en las fronteras de la fascinadora aventura del hombre del siglo XX, que está a punto de asomarse a los umbrales de un nuevo milenio.

Y ahora, este nuevo fruto del trabajo del instituto, la Enciclopedia del Novecientos, ya en su mismo título expresa un programa. En estas dos palabras están realmente indicadas, a la vez, la voluntad de forjar y expresar una cultura presente en nuestro tiempo y la tensión interior hacia la unidad de esta cultura. Y porque en una obra de tan amplio horizonte, atenta a todas las vías por las que el hombre busca sinceramente la verdad, no pueden faltar un espacio y un acento adecuados para la temática religiosa, me alegro especialmente de la importancia que a tal temática se le ha atribuido, señal elocuente de la profundidad y seriedad de sus planteamientos.

Precisamente por el amplio programa de investigación que confluye en esta enciclopedia para luego tomar en ella nuevas direcciones, se celebra, en el año centenario del nacimiento de Albert Einstein, vuestro congreso sobre el Problema del Cosmos. Tema lleno de una inmensa fascinación para el hombre de hoy, como para el de ayer; para el hombre de siempre.

Es la vuestra una estupenda ciencia que, en el campo de la investigación sobre la naturaleza, se coloca de algún modo en el vértice de todas las demás, en cuanto que tal investigación no se refiere a un aspecto particular de la naturaleza misma y de sus fenómenos, sino que, con ímpetu magnífico que exalta y ennoblece la mente del hombre, trata incluso de abarcar la inmensidad del universo, de penetrar en su estructura, de recorrer su evolución. La cosmología, una ciencia de la totalidad de cuanto existe como ser experimentalmente observable, está dotada, por tanto, de un estatuto epistemológico especial que la coloca, quizá más que a ninguna otra, en los confines de la filosofía y de la religión, porque la ciencia de la totalidad conduce espontáneamente a la pregunta sobre la totalidad misma, pregunta que no encuentra sus respuestas dentro de dicha totalidad.

Con profunda emoción hablo hoy yo con vosotros, cultivadores de una ciencia tan amplia, que despliega ante vosotros toda la creación. Vuestra ciencia es para el hombre un camino maestro hacia la maravilla. La contemplación del firmamento ha sido siempre para el hombre fuente de absoluto estupor, desde los más antiguos tiempos; pero vosotros, hoy, nos conducís a los hombres del siglo XX sobre las sendas de una maravilla nueva. Son sendas que pasan a través del fatigoso y paciente camino de la razón, que ha interrogado a la naturaleza con sagacidad y constancia, con una austera disciplina que, en cierto modo, ha dejado a un lado la complacencia en la contemplación de la belleza del cielo, para sondear cada vez más profunda y sistemáticamente los abismos. Instrumentos cada vez más potentes e ingeniosos —telescopios, radiotelescopios, sondas espaciales— han permitido desvelar, a nuestras mentes y a nuestros ojos atónitos, objetos y fenómenos que nuestra fantasía no hubiera jamás osado imaginar —masas estelares, galaxias y grupos de galaxias, quasars y pulsars...—; han ensancharlo los confines de nuestros conocimientos a distancias de miles de millones ele años luz; nos han permitido remontar el tiempo hasta el más remoto pasado, casi a los orígenes de ese proceso de expansión del universo que constituye uno de los descubrimientos más extraordinarios e inesperados de nuestro tiempo. La razón científica, tras un largo camino, nos hace, por tanto, descubrir nuevamente las cosas con maravillas nuevas; nos induce a reproponer con renovada intensidad alguna de las grandes preguntas del hombre de siempre —¿de dónde venimos, adónde vamos?—; nos lleva a considerarnos una vez más en las fronteras del misterio, ese misterio que Einstein definió como "el sentimiento fundamental que está a la raíz del verdadero arte y de la verdadera ciencia"; y —añadimos nosotros— de la verdadera metafísica y de la verdadera religión.

Pero también por otro motivo aprecio yo de manera especial vuestra ciencia. A diferencia de tantas otras ciencias de la naturaleza, que se cultivan y desarrollan con particular solicitud porque colocan en las manos del hombre el poder para transformar el mundo en que vive, vuestra ciencia es, en cierto sentido, una ciencia "gratuita". No da poder al hombre para construir ni para destruir, sino que secunda su puro deseo, su profundo ideal de conocer. Y esto, en un mundo fuertemente tentado de utilitarismo y de sed de dominio, es un valor que hay que testimoniar y custodiar. Yo me doy, buena cuenta de ello.

Pero en realidad conocer el mundo no es cosa gratuita ni inútil; más aún, es algo absolutamente necesario para conocer quién es el hombre. No en balde la visión del cosmos en las diversas épocas y en las diversas culturas ha estado siempre estrechamente ligada y ha influido fuertemente sobre la visión que esas culturas han tenido del hombre. Ahora bien, si el conocimiento de las dimensiones desmesuradas del cosmos, ha borrado la ilusión de que nuestro planeta o nuestro sistema solar sean el centro físico del universo, no por ello el hombre se ha visto disminuido en su dignidad. Al contrario; la aventura de la ciencia nos ha hecho descubrir y experimentar con vivacidad nueva la inmensidad y la trascendencia del espíritu humano, capaz de penetrar en los abismos del universo, de escrutar sus leyes, de trazar su historia, elevándose a un nivel incomparablemente más alto que el de las otras criaturas que le rodean.

Por eso, vienen espontáneamente a los labios del creyente del siglo XX las palabras del antiguo salmista: "Oh, Señor nuestro... Cuando contemplo tu cielo, obra de tus manos; la luna y las estrellas que tú has establecido... ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes y el hijo del hombre para que de él te cuides? Y lo has hecho poco menor que los ángeles..." (Sal 8, 2. 4-5). Como ya frente a la sublimidad de lo creado, también frente al hombre, investigador del universo y de sus leyes, nuestro ánimo se llena de estupor y maravilla, porque también aquí se percibe el misterio.

Y en el fondo, ¿no se trata acaso del único y gran misterio, que es el que está en la raíz de todas las cosas. del cosmos y de su origen, así como también de quien es capaz de investigar y comprender ese misterio? Si el universo es como una palabra inmensa que, aunque fatigosa y lentamente, puede en fin de cuentas ser descifrada y entendida, ¿quién es el que le dice al hombre esa palabra? La voz y el pensamiento del creyente se sienten estremecer después que vosotros lo habéis conducido sobre los caminos y por las profundidades de la inmensidad; y sin embargo yo, testigo de la fe en los umbrales del tercer milenio, pronuncio una vez más, con temor y con gozo, el nombre bendito: Dios, Creador del cielo y de la tierra, cuyo amor nos fue revelado en Cristo nuestro Señor.

Con estos sentimientos, os animo a todos a proseguir vuestros severos estudios, mientras sobre vosotros, sobre vuestras tareas científicas y sobre vuestros seres queridos invoco la riqueza de los dones del Pantocrátor, del Señor del cielo y de la tierra.

 



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