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DISCURSO DEL PAPA A LOS HERMANOS RELIGIOSOS
DE LOS INSTITUTOS CLERICALES Y LAICALES DE ROMA


Sala de las Bendiciones
Sábado 12 de enero de 1980

 

Hijos queridísimos:

1. Estoy verdaderamente contento de encontrarme con vosotros esta mañana en la familiaridad de una audiencia. Atribuyo a este diálogo una importancia especial de significado y de afecto. En realidad este afecto hoy es todo para vosotros, hermanos laicos de diversas congregaciones, cuya aportación es tan importante para la vida y para la actividad de las respectivas familias religiosas, y, más en general, para la vida de toda la Iglesia. Y, al recibiros, es mi intención subrayar el aprecio que la Iglesia tiene por vuestra función, y dar espacio a algunas reflexiones, que enfoquen los aspectos propios de vuestra opción de vida.

Por lo tanto, al abriros las puertas de mi casa, hermanos queridísimos, os abro también de par en par las de mi corazón y os dirijo un saludo afectuoso que, a través de vuestras personas, quiere llegar a todos los religiosos laicos esparcidos por el mundo, y llevarles el testimonio de mi estima sincera y de mi profundo aprecio.

Vosotros estáis llamados a caminar hacia la perfección por la vía de los consejos evangélicos, profesados con generosa totalidad de compromiso. Efectivamente sois "religiosos" con pleno título. El Concilio Vaticano II como sabéis, ha recalcado solemnemente el principio según el cual vuestra opción de vida «constituye en sí misma un estado completo de profesión de los consejos evangélicos» (Decreto Perfectae caritatis, 10) y ha dicho una palabra especial para «confirmaros» en vuestra vocación (cf. ib.). para que de la renovada «seguridad» acerca de la validez de vuestro compromiso pudiera derivarse una consolidación de los propósitos y un impulso más generoso de dinamismo creativo.

Por eso reavivad en vosotros la conciencia y la alegría de vuestro estado de personas consagradas: Cristo debe ser la finalidad y la medida de vuestra vida. Del encuentro con El nació vuestra vocación: la fe en El ha determinado el "sí" de vuestro compromiso, la esperanza de su ayuda sostiene ahora su cumplimiento perseverante, el amor que El ha encendido en vuestros corazones alimenta el impulso necesario para superar las inevitables dificultades y para la renovación cotidiana de vuestra ofrenda.

3. En Cristo, que «por nosotros los hombres y, por nuestra salvación bajó del cielo», vosotros habéis descubierto, además, la razón profunda de vuestro don a los hermanos. Este es un punto que merece un momento de reflexión. Vuestra consagración religiosa no sólo ha reforzado el don bautismal de unión con la Trinidad, sino que os ha llamado también a un servicio mayor al Pueblo de Dios.

Debéis vivir vuestro servicio, cualquiera que sea, con espíritu abierto a toda la Iglesia: vosotros contribuís a su vida con vuestra actividad y con vuestro testimonio (cf. Lumen gentium, 44). Aquí es oportuno descender a lo concreto, con la intención de destacar algún aspecto característico de la riqueza que representa para la Iglesia vuestra vida religiosa laical.

Vuestra profesión religiosa se sitúa ante todo en la línea de la consagración bautismal, y expresa la bipolaridad del sacerdocio universal, que se funda en esta consagración. Efectivamente, en la vida religiosa laical se realiza la ofrenda del sacrificio espiritual, el ejercicio del culto en espíritu y verdad, a que está llamado cada uno de los cristianos; al mismo tiempo, resuena en ella ante el mundo la proclamación clarísima de las maravillas de la salvación. Una doble dirección, pues, hacia Dios y hacia los hombres, caracteriza vuestra vida; y en la base de la una y de la otra está el mismo único sacerdocio bautismal, en la una y en la otra se expresa el mismo amor difundido en el corazón por el Espíritu (cf. Rom 5, 5), en ambas se vive en plenitud el idéntico carisma del "laicado", conferido por la gracia de los sacramentos de la iniciación cristiana.

Hay más: el texto del Decreto Perfectae caritatis señala una forma especial de "servicio eclesial" que están llamados a desarrollar los religiosos laicos. Ellos participan de manera utilísima «en la actividad pastoral de la Iglesia en la educación de la juventud, en la asistencia a los enfermos y en otros ministerios» (núm. 10), que no se especifican ulteriormente, pero que cada uno de vosotros puede ejemplificar muy bien, pensando en la actividad que desarrolla. Así, pues, es importante que cada uno de vosotros sea plenamente consciente del carácter esencialmente eclesial de su trabajo, cualquiera que sea.

Esto es verdad sobre todo según el dinamismo interior de la gracia, ya que vuestra consagración religiosa, por su naturaleza, orienta a la vida del Cuerpo místico cada una de las formas de actividad, a la que estáis llamados en virtud de la obediencia. El creyente sabe bien que la importancia de la aportación propia a la vida de la Iglesia no depende tanto del tipo de actividad que desarrolla, cuanto, sobre todo, de la carga de fe y de amor que sabe poner en el cumplimiento del propio servicio, por humilde que pueda aparecer.

Me apremia subrayar después cómo se complementan vuestro testimonio y el del laicado "secular". Efectivamente el testimonio de los laicos que viven en el mundo, puede seros útil para recordaros que vuestra consagración no debe dejaros indiferentes ante la salvación de los hombres ni ante el progreso terreno, que también es querido por Dios. Por otra parte, en reciprocidad, vuestro testimonio puede recordar provechosamente al laicado comprometido que el progreso terreno no es un fin en sí mismo.

Esto os sitúa, si se me permite la expresión, en punto de "soldadura" entre realidades humanas y eclesiales, entre reino del hombre y Reino de Dios: con vuestras tareas materiales, que condicionan la buena marcha de toda la comunidad, con vuestro servicio apostólico junto a los hermanos sacerdotes, con vuestra presencia en el mundo de la enseñanza, del trabajo, de la tecnología, estáis llamados a desarrollar una función de enlace tanto en el interior de las respectivas familias religiosas con miras a una mejor unidad orgánica, como en el mundo exterior de las profesiones y del trabajo, donde podéis jugar un papel importantísimo para favorecer un nuevo acercamiento de esos ambientes a la Iglesia.

4. Está claro que la delicadeza de semejante posición lleva consigo también riesgos: efectivamente, subsiste siempre la tentación de perder de vista las "cosas eternas", de "laicizarse", dejando enfriar las relaciones vitales con Dios y perdiendo así el contacto con la Fuente de la que se deriva el alimento y el apoyo de toda actividad.

En efecto; vuestro trabajo resulta una expresión viviente de la consagración al Señor, sólo si hace referencia a El explícitamente con un propósito conscientemente renovado de vida consagrada. Esto supone, ante todo, una cotidiana revisión de vida sobre la fidelidad a los compromisos asumidos con la profesión religiosa. Sed generosos, hijos queridísimos, en corresponder a la voz de Cristo, que os llama a seguirlo de cerca mediante la práctica de la pobreza, de la castidad y de la obediencia.

5. Sabed conservar, además, ese «primado de la vida espiritual» del que habla el Decreto Perfectae caritatis (cf. núm. 6). La vida interior se alimenta —como allí se recuerda— mediante el recurso asiduo a las fuentes genuinas de la espiritualidad cristiana, que son la Sagrada Escritura y la liturgia.

A propósito de esta última, recordad siempre que la participación consciente en la oración litúrgica os ayudará a conoceros más afondo a vosotros mismos y el sentido de vuestra presencia en la Iglesia. Sin embargo, es necesario añadir que una participación semejante no sería posible, si faltase el hábito de la oración personal. Es necesario que cada uno aprenda a orar también dentro de si y por propia cuenta. La devoción personal, la meditación cultivada en la intimidad del propio espíritu, el coloquio filial y espontáneo con Dios Uno y Trino, que habita en la profundidad del alma, constituyen el presupuesto de una oración auténticamente litúrgica.

Quiero indicar todavía una condición para la autenticidad de vuestro testimonio y para su plena eficacia apostólica: sabed ofrecer vuestra adhesión cordial y responsable a la vida común. Vivir en una comunidad religiosa es expresión concreta de amor a los otros, y es secreto de maduración personal serena y armoniosa. La aceptación del hermano con sus cualidades y sus limitaciones, el esfuerzo de coordinación de las propias iniciativas con las decisiones maduradas conjuntamente, la autocrítica impuesta por la relación continua con las valoraciones y los puntos de vista de los otros; se convierten no sólo en una palestra eficacísima de virtudes humanas y cristianas, sino también en ocasión preciosa de verificación constante de la seriedad con que se compromete a traducir en la vida las obligaciones asumidas en la profesión religiosa.

6. Hijos queridísimos, que gastáis las energías mejores de la mente y del corazón en la educación de la juventud; y vosotros que con entrega fraterna y paciente atendéis al cuidado de los enfermos, viendo en ellos a Cristo que sufre (cf. Mt 25, 36); y también vosotros que prestáis vuestro trabajo, tan precioso como humilde, junto a los hermanos sacerdotes, sed conscientes de la misión especial que os ha confiado el Señor en la vida de su Iglesia.

Sabed cultivar una espiritualidad que, abriéndose a la percepción de la acción de Dios en el mundo, asuma responsablemente la tarea de cooperar a la actuación de sus designios de salvación. Debéis ingeniaros con todos los recursos de vuestra perspicacia para captar las exigencias de los hombres, contemporáneos vuestros, a fin de tratar luego de corresponder con toda la riqueza de vuestro corazón. Os corresponde comprometeros en hacer rendir todas las dotes de vuestra inteligencia, para que vuestro servicio sea cada vez más calificado y por lo mismo más digno de ese Jesús a quien sabéis encontrar en cada uno de los hermanos, hacia los qué vais empujados por el amor.

Y vivid contentos en el ejercicio cotidiano de vuestras tareas, porque está escrito que «Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7). Con este deseo confío los generosos propósitos que guardáis en vuestros corazones a la materna intercesión de la Virgen Santísima, vuestra Patrona especial y modelo continuo en la vida oculta de Nazaret; y, mientras invoco sobre vosotros y sobre vuestro trabajo la abundancia de los dones y de los consuelos celestes, concedo a todos mi bendición apostólica, como prenda de mi benevolencia especial.

 



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