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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DESDE LA MONTAÑA DEL CORCOVADO


Río de Janeiro
Miércoles 2 de julio de 1980

 

¡Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo!

1. ¡Cristo! ¿Desde qué otro lugar, dentro o fuera de Brasil, se puede hacer resonar ese nombre —el único que nos puede salvar (cf. Act 4, 12) y que tiene un especial derecho de ciudadanía en la historia del hombre y de la humanidad (cf. Redemptor hominis, 10)— mejor que desde lo alto de este inmenso peñasco hecho altar, entre maravillas naturales creadas por El, el Verbo de Dios (cf. Jn 1, 3), en pleno corazón de Río de Janeiro? Aquí, la estatua que, hace justamente 50 años quiso erigir todo un pueblo en la cima del pedestal natural, se hace a un tiempo símbolo, llamada e invitación.

¡Redentor! ¡Los brazos abiertos abrazan la ciudad que está. a sus pies! Hecha de luz y color y, al mismo tiempo de sombras y oscuridad, la ciudad es vida y alegría, pero es también un entramado de aflicciones y sufrimientos, de violencia y de desamor, de odio, de mal y de pecado. Radiante a la luz del sol, silueta luminosa suspendida en el aire por la noche, el Redentor, en oración muda pero elocuente, continúa proclamando aquí que "Dios es luz" (1 Jn 1, 7), "es amor" (1 Jn 4, 8). Un amor más grande que el pecado, que la flaqueza y que "la caducidad de lo que fue creado" (cf. Rom 8, 20), más fuerte que la muerte (cf. Redemptor hominis, 9).

2. Sí; en la cumbre de estos montes, nadie puede dejar de contemplar su imagen, en actitud de acoger y abrazar, ni de imaginarlo como es, siempre dispuesto al encuentro con el hombre, deseoso de que el hombre venga a su encuentro. Ahora bien; esta es la única finalidad que la Iglesia —y con ella el Papa en este momento— tiene ante sus ojos y en su corazón: que cada hombre pueda encontrar a Cristo, a fin de que Cristo pueda recorrer con cada hombre los caminos de la vida (cf Redemptor hominis, 13).

Símbolo de amor, llamada a la reconciliación e invitación a la fraternidad, Cristo Redentor proclama aquí continuamente la fuerza de la verdad sobre el hombre y sobre el mundo, de la verdad contenida en el misterio de su Encarnación y Redención (cf. ib., 13). En esta hora, iluminados por la mirada de Cristo, los ojos del Papa se dirigen a cada habitante de esta metrópoli y la voz del Papa, sencillo eco de resonancia de la voz de Cristo, querría hablar, de corazón a corazón, con todos y cada uno; querría, como una breve visita, llegar a cada hogar y también hasta quienes no lo tienen; a los lugares de reunión y a los lugares de trabajo, donde hay alegría y también donde hay dolor, especialmente donde se sufre y padece: hospitales, prisiones, calles de los sin-hogar, sin pan y sin amor...

3. Con esa breve visita, al Papa, con Cristo, le gustaría consolar, infundir esperanza y animar a todos, sin olvidar a ninguno: niños, jóvenes, padres y madres de familia, ancianos, enfermos, detenidos, desalentados y angustiados. Para todos desearía ser portador de confianza, de amor y de paz. Ese es el sentido y la intención de la bendición sobre la ciudad y sobre todos sus habitantes, que daré seguidamente, en nombre de Cristo Redentor, Redentor del hombre en la plenitud de la verdad.

Antes, sin embargo, para confirmar una amistad, mejor, para afirmar una fraternidad —porque Dios cuida paternalmente de todos y quiere que los hombres constituyan todos una sola familia humana— invitaría a rezar juntos la oración que Cristo Redentor nos enseñó.

Dirijo esta invitación a todos, dondequiera que estén: en la calle, en casa, en el automóvil, en el lugar de trabajo o de reunión, en el hospital, en prisión... A toda la ciudad invito a rezar conmigo:

El Papa se dispone a dar la bendición, desde el Corcovado la célebre montaña en la que está la grandiosa imagen del Redentor.

Padre nuestro que estás en los cielos santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal. Amén.

Y que este momento de encuentro y de encanto perdure en nuestros corazones y en nuestra memoria y se transforme para todos en fuente de paz y de gracia: ricos y pobres, débiles y poderosos y, de modo especial "los más necesitados", que sufren en el cuerpo o en el alma. Con el valioso auxilio de la Madre de nuestra confianza, Nuestra Señora Aparecida.

 



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