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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PUEBLO DE DIOS QUE ESTÁ EN SALVADOR DE BAHÍA


Domingo 6 de julio de 1980

 

Carísimos hermanos y hermanas:

1. Al llegar a esta vuestra ciudad, que se asoma magnífica, sobre la bahía de Todos los Santos, contemplo con inmensa alegría vuestra tan numerosa asamblea, reunida en esta plaza.

Saludo a vuestro cardenal, Avelar Brandão Vilela, a su arzobispo coadjutor, a su obispo auxiliar y a sus más próximos colaboradores. Saludo a las autoridades estatales y municipales. Saludo a los sacerdotes, los religiosos y las religiosas aquí presentes. Saludo a esta multitud entera en la que veo hijos y hermanos muy queridos. Busco vuestros rostros uno por uno, aprieto vuestras manos y os ofrezco un abrazo. En la Iglesia no somos masa amorfa y anónima. No somos números impersonales y desconocidos unos de otros. Somos Pueblo de Dios. Somos amados, de uno en uno, por el Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Somos personas capaces de corresponder a la llamada de amor eterno de este Dios, que desde siempre nos conoció y nos predestinó para hacernos conformes a la imagen de su Hijo; que nos llamó, nos justificó y nos glorificó (cf. Rom 8, 30). Somos, por eso, hermanos que nos amamos y formamos un solo cuerpo.

Yo te saludo, pues, Pueblo de Dios, que estás en Salvador de Bahía. Saludo a esta Iglesia, eternamente amada por el Señor, con las mismas palabras de San Pablo, que la liturgia hace propias: "La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre, la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros" (cf. 2 Cor 13, 13).

2. Este encuentro está dedicado a los "constructores de la sociedad pluralista de hoy", que han venido aquí, a título especial, como signo de la realidad extraordinariamente rica de fuerzas humanas, intelectuales y sociales, que Brasil representa en el mundo. Os saludo, por tanto, de modo particular, hermanos y hermanas, que hacéis de la construcción de la sociedad vuestro ideal, vuestro honor y vuestra labor cotidiana. Todo hombre es constructor de la sociedad en que vive. El Concilio Ecuménico Vaticano II puso en evidencia esta verdad: "Compete a los laicos —dijo el Concilio— asumir como tarea propia la instauración del orden temporal y, en él, actuar de modo directo y concreto, guiados por la luz del Evangelio y del pensamiento de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana; como ciudadanos, cooperar con los demás conciudadanos, según la específica competencia y bajo la propia responsabilidad; buscar, antes de nada y en todas las cosas, el Reino de Dios" (Apostolicam actuositatem, 7).

Veo en todos vosotros a los constructores del Brasil de hoy y de mañana. Si Brasil ha llegado al umbral del siglo XXI como una nación llena de promesas, ha sido gracias al esfuerzo de grupos de individuos que, asumiendo la diversidad inherente a esta tierra inmensa, procurando su perfeccionamiento y el bienestar, debidos a sí mismos, a sus familias y a sus conciudadanos, han contribuido a la construcción de su comunidad, su ciudad y la nación. Del mismo modo, sois llamados a edificar el futuro de vuestra patria, un futuro de paz, de prosperidad y concordia, un futuro que sólo será garantizado cuando todos los ciudadanos, según las propias responsabilidades y ron una sola preocupación común, supieren crear y mantener relaciones sociales basadas en el respeto del bien común, que pone en el centro de todo al hombre, criatura de Dios.

Al poner de relieve vigorosamente esta realidad, yo me dirijo a todos y cada uno de vosotros, a los presentes y a los lejanos: trabajadores e industriales, profesionales y estudiantes, economistas y artistas, hombres de ciencia y de técnica, artesanos y periodistas, políticos y campesinos, habitantes de las grandes y de las pequeñas ciudades. ¡Sois todos, en cierto modo y en cierta medida, los constructores de la sociedad pluralista de hoy!

La misma expresión ya dice cuáles son la complejidad y la riqueza del mundo moderno, en su dinamismo, en su vitalidad, en su ascensión continua hacia un nivel más alto. ¡Os felicito, hombres y mujeres que construís el mundo de hoy y de mañana!

3. ¿Qué rumbo sigue el mundo? ¿Hacia dónde va? No os hablo aquí como economista o sociólogo, sino en fuerza del mandato y misión de Pastor universal de esa Iglesia que mi inolvidable predecesor Pablo VI definió como "experta en humanidad".

Si el cuadro grandioso de fuerza y capacidad creativa y constructiva del hombre, que la sociedad moderna representa, suscita en nosotros sorpresa y admiración, no es menos sorprendente el cuadro de alienación a que la sociedad ha sido muchas veces reducida. En mi primera llegada a vuestro continente, sentí la necesidad de decir a los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla: "Quizás una de las más vistosas debilidades de la civilización actual esté en una inadecuada visión del hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente, es también la época de las más hondas angustias del hombre respecto de su propia identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes" (Discurso inaugural, 1, 9; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de febrero 1979, pág. 7).

No es necesario repetir, porque todos los conocéis bien, los daños que trae al hombre la autosuficiencia de una cultura y de una técnica cerradas a lo trascendente, la reducción del hombre a mero instrumento de producción, víctima de ideologías preconcebidas o de la fría lógica de las leyes económicas, manipulado para fines utilitaristas e intereses de grupos, que ignoraron e ignoran el bien verdadero del hombre.

La misma palabra "pluralismo" tiene en su seno un peligro. En una sociedad que gusta de definirse "pluralista" existe en efecto, una diversidad de creencias de ideologías, de ideas filosóficas. Pero a pesar de todo, esta pluralidad no me exime —ni a ningún cristiano que siga el Evangelio— de afirmar la base necesaria, los principios indiscutibles que deben sostener toda actividad orientada hacia la construcción de una sociedad que debe responder a las exigencias del hombre, tanto a nivel de los bienes materiales como al de los bienes espirituales y religiosos, una sociedad fundada sobre un sistema de valores que la defiendan de las manipulaciones del egoísmo individual o colectivo.

4. Consciente de la misión universal que me ha traído en estos días entre vosotros, tengo el deber de proclamar bien alto la Palabra de Dios: "¡Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los constructores!" (Sal 126, 1).

Es la respuesta que la Iglesia tiene que dar, hoy sobre todo: no se edifica la sociedad sin Dios, sin la ayuda de Dios. Seria una contradicción. Es Dios la garantía de una sociedad a medida del hombre: ante todo, porque El imprimió en lo íntimo del hombre la suprema nobleza de su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 26 ss.); y, en segundo lugar, porque Jesucristo vino a recomponer esta imagen enturbiada por el pecado y, como "Redentor del hombre", lo restituyó a la dignidad irrenunciable de su origen. Las estructuras externas —comunidades y organismos internacionales, Estados ciudades, actividades de cada hombre— deben realzar esta realidad, darle el espacio necesario; de no ser así, se derrumban, o se reducen a una fachada sin alma.

La Iglesia, fundada por Cristo, indica al hombre de hoy el camino a seguir para construir la ciudad terrena, preludio —aun no exento de antinomias y contradicciones— de la ciudad celestial. La Iglesia indica la manera de construir la sociedad en función del hombre, en el respeto al hombre. Su tarea es la de introducir en todos los campos de la actividad humana el fermento del Evangelio. Es en Cristo en quien la Iglesia es "experta en humanidad".

Recorriendo la historia de vuestra patria, no puedo dejar de observar que la Iglesia, cumpliendo su misión en los siglos pasados, contribuyó en hacer esta misma historia, para determinar los valores que constituyen la herencia cultural del pueblo brasileño. La Iglesia está ligada a vuestro pueblo de tal modo que eliminarla sería mutilar su patrimonio socio-cultural. Por eso ella debe seguir colaborando en la construcción de vuestra sociedad, reconociendo y alentando las aspiraciones de justicia y de paz que encuentra en las personas y en el pueblo, en su sabiduría y en sus esfuerzos de promoción. En este punto, la Iglesia pretende respetar las atribuciones de los hombres públicos. No pretende entrometerse en la política, no aspira a participar en la gestión de los asuntos temporales. Su contribución específica será la de fortalecer las bases espirituales y morales de la sociedad, haciendo lo posible para que toda y cualquier actividad en el campo del bien común vaya en sintonía y coherencia con las directrices y exigencias de una ética humana y cristiana.

5. Ese servicio, aun teniendo como objeto la realidad concreta, la tarea concreta realizada en común, es, ante todo, un servicio de formación de las conciencias: proclamar la ley moral y sus exigencias, denunciar los errores y los atentados a la ley moral, a la dignidad del hombre en que se basa, esclarecer, convencer.

Es lo que hice observar en el ya citado discurso en Puebla: "Hay que poner particular cuidado en la formación de una conciencia social a todos los niveles y en todos los sectores. Cuando arrecian las injusticias y crece dolorosamente la distancia entre pobres y ricos, la doctrina social, en forma creativa y abierta a los amplios campos de presencia de la Iglesia, debe ser precioso instrumento de formación y acción" (Discurso inaugural 3, 7; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de febrero, 1979, pág. 9).

En su doctrina social, la Iglesia no propone un modelo político o económico concreto, sino que indica el camino, expone principios. Y lo hace en función de su misión evangelizadora, en función del mensaje evangélico que tiene como objetivo al hombre en su dimensión escatológica, pero también en el contexto concreto de su situación histórica, contemporánea. Y lo hace porque cree en la dignidad del hombre, creado a imagen de Dios: dignidad que es intrínseca a cada hombre, a cada mujer, a cada niño, sea cual sea el lugar que ocupe en la sociedad.

Todo hombre tiene derecho a esperar que la sociedad respete su dignidad humana y le permita mantener una vida de acuerdo con esta dignidad. En el discurso que pronuncié ante la Organización de los Estados Americanos (OEA), el día seis de octubre del año pasado, propuse al hombre, ya sea un simple ciudadano o alguien revestido de poder, como único criterio que da sentido y dirección a todos los compromisos de los responsables del bien común.

Propuse como criterio al hombre concreto, con estas palabras: "Cuando hablamos de derecho a la vida, a la integridad física y moral, al alimento, a la vivienda, a la educación, a la salud, al trabajo, a la responsabilidad compartida en la vida de la nación, hablamos de la persona humana... Es esta persona humana la que se encuentra frecuentemente amenazada y hambrienta, sin vivienda y trabajo decentes, sin acceso al. patrimonio cultural de su pueblo o de la humanidad y sin voz para hacer oír sus angustias. A la gran causa del pleno desarrollo en la solidaridad deben dar nueva vida aquellos que, en uno u otro grado, ya gozan estos bienes; para el servicio de todos aquellos —¡y son todavía tantos en vuestro continente!— que están privados de ellos en medida a veces dramática" (Discurso a la OEA, 6 de octubre de 1979, núm. 5; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de noviembre, 1979, pág. 7).

6. Colocar al hombre en el centro de toda actividad social, por lo tanto, quiere decir sentirse preocupado por todo aquello que es injusticia, porque ofende a su dignidad. Adoptar al hombre como criterio quiere decir comprometerse en la transformación de toda situación y realidad injustas, para convertirlas en elementos de una sociedad justa.

Ese fue el mensaje que dirigí a las autoridades de este país; este es el mensaje que expuse a los trabajadores de São Paulo. Ese es también el mensaje que os expongo hoy, a vosotros, constructores de la sociedad, que me estáis escuchando aquí, en Salvador de Bahía.

Toda sociedad, si no quiere ser destruida desde dentro, debe establecer un orden social justo. Este llamamiento no es una justificación de la lucha de clases —pues la lucha de clases está destinada a la esterilidad y a la destrucción— sino que es un llamamiento a la lucha noble en pro de la justicia social en la sociedad entera.

Todos vosotros, que os llamáis constructores de la sociedad, tenéis en las manos cierto poder, por causa de vuestras posiciones, de vuestras situaciones y de vuestras actividades. Empleadlo al servicio de la justicia social. Rechazad el raciocinio inspirado por el egoísmo colectivo de un grupo, de una clase o basado en la motivación del provecho material unilateral. Rehusad la violencia como medio de resolver los problemas de la sociedad, pues la violencia va en contra de la vida, es destructora del hombre. Vuestro poder, ya sea político, económico o cultural, aplicadlo al servicio de la solidaridad que abarque a todos los hombres y, en primer lugar, a aquellos que son más necesitados, y cuyos derechos son violados más frecuentemente. Poneos al lado de los pobres, coherentes con la enseñanza de la Iglesia, al lado de todos aquellos que, de alguna manera, son los más desprovistos de los bienes espirituales o materiales, a los que tienen derecho.

' "Bienaventurados los pobres de espíritu" (Mt 5, 3). Bienaventurados los que en la carencia saben salvaguardar su dignidad humana; pero bienaventurados también aquéllos que no se dejan poseer por sus bienes, que no permiten que su sentido de justicia social sea sofocado por el apego a sus posesiones. ¡Realmente, bienaventurados los pobres de espíritu!

7. Al proponeros ese mensaje de justicia y de amor, la Iglesia es fiel a su misión y tiene conciencia de servir al bien de la sociedad. Ella no considera que sea su tarea entrar en las actividades políticas, pero sabe que está al servicio del bien de la humanidad. La Iglesia no combate el poder, sino que proclama que, para el bien de la sociedad y para salvaguardar su soberanía, el poder es necesario; y sólo eso lo justifica. La Iglesia está convencida de que es su derecho y su deber promover una pastoral social, es decir, ejercer una influencia, a través de los medios que le son propios, para que la vida de la sociedad se haga más justa, gracias a la acción conjunta, decidida pero siempre pacífica, de todos los ciudadanos.

Me dirijo, por tanto, a todos aquellos que son, en algún sector de la sociedad, constructores de esta misma sociedad y a los cuales llega mi palabra —palabra de la Iglesia— aquí en Salvador o en cualquier parte de Brasil.

A vosotros, principalmente, que tenéis responsabilidades especiales por vuestra posición y poder de cristianos.

A vosotros, líderes y militantes políticos quiero recordar que el acto político por excelencia es ser coherente con una vocación moral y fiel a una conciencia ética que, más allá de los intereses personales o de grupos, mire hacia la totalidad del bien común de todos los ciudadanos.

A vosotros, educadores, que tenéis la función de explicitar, junto con los jóvenes y en diálogo con ellos, los valores con los que se convertirán a su vez en constructores de la sociedad, para lo cual debéis asentar vuestra actividad sobre fundamentos sólidos e inculcar en los jóvenes el sentido de la dignidad de la persona humana.

A vosotros, empresarios, comerciantes e industriales, yo os exhorto a incluir en vuestros planes y proyectos al hombre en primer lugar, este hombre que, por su trabajo y por el producto de sus brazos y su inteligencia, es constructor de la sociedad, antes de su propia familia y después de comunidades más amplias. No os olvidéis de que todo hombre tiene derecho al trabajo, no sólo en el medio urbano y en las grandes concentraciones industriales, sino también en el medio rural.

A vosotros, hombres de ciencia, a vosotros, técnicos, tengo el deber de recordar: la ética tiene siempre la primacía sobre la técnica y el hombre sobre las cosas.

A vosotros, trabajadores, debo deciros: la construcción de la sociedad no es sólo tarea de aquellos que controlan la economía, la industria o la agricultura. También vosotros, con vuestro sudor, construís la sociedad, para vuestros hijos y para el futuro. Si tenéis el derecho de decir vuestra palabra sobre la actividad económica e industrial, también tenéis el deber de orientarla según las exigencias de la ley moral, que es justicia, dignidad y amor.

A vosotros, especialistas en comunicación, os pido: no encadenéis el alma de las masas con el poder que tenéis, filtrando las informaciones, promoviendo exclusivamente la sociedad de la abundancia, accesible sólo para una minoría. Antes bien, haceos los portavoces del hombre, de sus legítimas exigencias y de su dignidad. Sed instrumentos de justicia, de verdad y de amor. Defender lo que es humano es permitir al hombre el acceso a la plena verdad.

8. Sí, hermanos y hermanas, construir la sociedad es, antes que nada, tomar conciencia, no en el sentido exclusivo de tomar conocimiento de los resultados de un cierto análisis de la situación y de los males de la sociedad, sino en la plena acepción de la palabra, es decir, formar la propia conciencia según las exigencias de la ley de Dios, del mensaje de Cristo sobre el hombre, de la dimensión ética de toda empresa humana.

Construir la sociedad es comprometerse, tomar el partido de la conciencia, de los principios de la justicia, de la fraternidad, del amor, contra los intentos del egoísmo, que mata la solidaridad, y del odio, que destruye.

Construir la sociedad es sobrepasar las fronteras, las divisiones, los contrastes, para trabajar juntos. El hombre tiene en sí la apertura hacia el otro. Y Cristo nos pregunta de modo contundente: "¿Quién es mi prójimo?". Ninguna obra duradera y verdaderamente humana es posible si no está hecha por todos, en la colaboración de todas las fuerzas vivas de la sociedad, en el intercambio entre todos los hombres y mujeres sin distinción de posición social o de situación económica.

Construir la sociedad es, en fin, convertirse continuamente, revisar las propias actitudes, para detectar los prejuicios estériles y descubrir los propios errores a fin de abrirse a los imperativos de una conciencia formada a la luz de la dignidad de cada persona humana, tal como fue revelada y confirmada por Jesucristo. Es abrir el corazón y el espíritu para que la justicia, el amor y el respeto hacia la dignidad y los destinos del hombre penetren en el pensamiento e inspiren la actuación.

9. Para la construcción de un mundo a la medida del hombre, la Iglesia, "experta en humanidad", ofrece su colaboración. Pero también solicita la vuestra plena, sincera, generosa, sin segundas intenciones.

Depende de todos y cada uno de vosotros que el futuro de Brasil sea un futuro de paz, que la sociedad brasileña sea una convivencia en la justicia. Creo que ha llegado la hora de que todo hombre y toda mujer de este inmenso país tome una resolución y emplee decididamente las riquezas de su talento y su conciencia para dar a la vida de la nación una base que ha de garantizar un desarrollo de las realidades y estructuras sociales en la justicia. Quien reflexione sobre la realidad de América Latina, tal y como se presenta en la hora actual, tiene que concordar con la afirmación de que la realización de la justicia en este continente está ante un claro dilema: o se hace a través de reformas. profundas y valientes, según principios que expresan la supremacía de la dignidad humana, o se hace —pero sin resultado duradero y sin beneficio para el hombre, de esto estoy convencido— por la fuerza de la violencia. Cada uno de vosotros tiene que sentirse comprometido por este dilema. Cada uno de vosotros tiene que hacer su elección en esta hora histórica.

Hermanos y hermanas. ¡Amigos míos! ¡No tengáis miedo de dar un paso hacia adelante, de caminar de frente, rumbo al año 2000! ¡Un mundo nuevo tiene que surgir, en nombre de Dios y del hombre! ¡No retrocedáis!

La Iglesia espera mucho de vosotros. "¿Quieres, junto conmigo, construir el mundo, elevarlo, hacerlo mejor y más digno de ti y de tus hermanos, que son mis hermanos?" ¡No frustréis la expectativa de Cristo! ¡No desilusionéis las esperanzas del hombre vuestro contemporáneo!

En este esfuerzo, enorme pero estupendo, ¡sabed que el Papa está con vosotros, reza por vosotros, os lleva en el corazón y, en nombre de Cristo, os bendice!

 



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