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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

CEREMONIA DE DESPEDIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Aeropuerto Brigadeiro Eduardo Gomes, Manaus
Viernes 11 de julio de 1980

 

Queridos amigos brasileños,
mis hermanos y hermanas en Nuestro Señor Jesucristo:

1. Ha llegado, con mucha pena para mí; la hora de decir adiós.

Antes de dejar el suelo brasileño, quiero expresar mi gratitud profunda a todos: a Su Excelencia, el Señor Presidente de la República, al Episcopado de Brasil, a los miembros del Gobierno, al señor Ministro aquí presente, y a las demás autoridades y responsables de los destinos de este país.

Imposible citar, ni siquiera genéricamente, a todas las personas y grupos con quienes tuve contactos estos días benditos y, por otra parte, no quisiera olvidar a nadie. Llegue mi sentido agradecimiento a todo el pueblo de este país y a cada uno de los brasileños; a los fieles católicos y a los no católicos; a todos los hombres y mujeres, nacidos o radicados en esta tierra, sea cual fuere su origen étnico, desde los primitivos habitantes de la "Tierra de Santa Cruz", los indios de Brasil, a los últimos establecidos en esta patria hospitalaria; en fin, a todos cuantos tuve el gusto de ver y saludar personalmente, así como a cuantos en estos días me acompañaron gracias a la maravilla de los medios audiovisuales. A todos ¡muchas gracias! Desearía que ese muchas gracias llegase especialmente a todos cuantos participaron de manera activa en la preparación y en el desarrollo de esta mi visita pastoral. Ya me he dado cuenta de lo grande que ha sido esa tarea y de lo exigente que fue ese trabajo. No tengo otro modo de expresar toda mi gratitud sino recordándolo en mis oraciones, pidiendo que el mismo Dios recompense a todos y cada uno. A todos sin excepción. Tanto a los representantes de la autoridad y de la administración como a las instituciones de la Iglesia y también a toda la comunidad de la nación brasileña.

2. Mi estancia en Brasil me ha permitido enriquecer mi conocimiento de la lengua portuguesa con algunas palabras y expresiones. He aprendido, por ejemplo, que "quem parte, leva saudades" (quien se va, lleva nostalgias). Debo confesar que ya estoy experimentando lo que significa ese proverbio. Pero con la nostalgia de Brasil llevo también en el corazón una inmensa alegría y la más grata satisfacción por todo lo que pude ver, comunicar y vivir con vosotros, en estos días de mi permanencia en este país.

Permanencia larga y breve, pero suficiente para una intensa e indeleble experiencia humana y religiosa, que quedará como cimiento de una profunda amistad.

¡Dios sea loado por todo y por todos! Y ya que "toda dádiva y todo don viene de lo alto" (Sant 1, 17), quiero "adorar y dar gracias a Dios, a quien sirvo" (cf. 2 Tim 1, 3) por las muchas alegrías y consolaciones que su infinita bondad me quiso proporcionar, a lo largo de este viaje pastoral.

3. Llevo en los ojos y en el corazón tantas imágenes de vida y belleza, que me impresionaron en este dinámico y prometedor país; las últimas y más importantes serán las imágenes portentosas de estos ríos y bosques del Amazonas. Con todo, más todavía que las imágenes de las innumerables maravillas, tanto naturales como creadas por el hombre es la imagen de ese hombre brasileño la que llevo conmigo. Del hombre concreto e histórico que es en este momento protagonista de una hora importante para el país.

Cuando el 22 de octubre de 1978 inicié solemnemente mi ministerio en la Sede de San Pedro, me dirigí a todos con una ferviente exhortación. Abrid las puertas a Cristo; abrid completamente los corazones a Cristo.

Abriré las puertas a Cristo hoy cuando, después de 12 días de peregrinación por tierras brasileñas, ha llegado la hora de despedirme de vosotros. Mi corazón está lleno de gratitud precisamente porque vosotros habéis abierto las puertas a aquel que, como Sucesor de San Pedro vino de Roma para cumplir entre vosotros su ministerio, el servicio del Evangelio. Que Dios os recompense a todos vosotros, que habéis acogido este mi ministerio. El Evangelio es la palabra de la verdad. Es cierto que esta palabra nos coloca ante no pocas exigencias. Recordad que tales exigencias están siempre dictadas por el amor para con el hombre y dictadas por motivo del bien del mismo hombre. Todo el servicio, el ministerio de la Iglesia tiende siempre a contribuir para que la vida humana también aquí sobre la tierra se vuelva cada vez más digna del hombre y, por eso, la palabra del Evangelio tiene siempre como finalidad el bien de todas las sociedades y de todas las naciones. ¡Oh, cuánto desearía yo que mi servicio apostólico en tierras brasileñas contribuyese al bien de toda vuestra gran sociedad nacional, que la reforzase y la hiciese cada ver más patria común de todos los hombres que habitan aquí por generaciones sucesivas desde los comienzos y de todos los otros que, en el transcurso de los tiempos encontraron aquí las condiciones de vida, de existencia. Plazca a Dios que en esta patria se constituya la gran comunidad en la que reine la fraternidad, el amor, la justicia y la paz. Esta fue también la finalidad de mi ministerio ejercido entre vosotros.

4. Y ahora, ¿puedo confiaros un deseo? Que vuestras puertas, las cuales se abrieron para mí con amor y confianza, permanezcan largamente abiertas para Cristo. Será mi mayor alegría. En la fuerza redentora de la cruz, en la energía vivificadora de la Eucaristía y en la indefectible protección de María, Madre de la Iglesia, quede la iniciativa del viaje que ahora está a punto de terminar. En la cruz, en la Eucaristía y en Nuestra Señora se basa mi esperanza de que la semilla de salvación que aquí he tratado de lanzar, germine, crezca y dé frutos de amor, de fraternidad y de vida cristiana.

Tengo plena confianza en que, para la evangelización auténtica y total, la Buena Nueva del amor al Padre, manifestado en su Hijo, Jesús, llamando a los hombres a la vida eterna, por la continua acción del Espíritu Santo, ha de penetrar en el corazón de las masas, pues la salvación también es "levadura" destinada a "fermentar toda la masa" del querido pueblo brasileño.

Al dejar Brasil, tras estas intensas jornadas de fe y de calor humano, y también de calor climático, vosotros los brasileños continuaréis bien presentes en mi oración. Pediré siempre a Dios que los grandes principios cristianos, arraigados desde siempre en vosotros y, sobre todo, el sentido de Dios y la solidaridad humana continúen marcando la fidelidad de Brasil a sí mismo y a su identidad histórica.

¡Muchas gracias a todos! ¡Mis mejores votos de prosperidad! ¡Dios os lo pague y bendiga a Brasil bajo la continua protección de Nuestra Señora Aparecida!

Os dije que era la hora de decir adiós. Pero no; os digo solamente hasta luego. ¡Hasta luego! ¡Hasta luego!, si Dios quiere.

 



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