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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE VIETNAM
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Martes 17 de junio de 1980

 

Hoy es para mí un día de gran gozo. Me siento efectivamente muy feliz al poder recibir aquí un grupo importante de obispos del Vietnam. Venís principalmente del norte de vuestro país, pero también del centro y del sur. Al querido y celoso cardenal Joseph-Marie Trinh van-Can, arzobispo de Hanoi, a mons. Philippe Nguyen-Kin-Dien, el activo arzobispo de Hué y a todos vosotros. Pastores del pueblo cristiano del Vietnam, os doy la bienvenida más fraternal y afectuosa. Hacía bastante tiempo que un número tan considerable de obispos no había venido a aportar el testimonio de la fidelidad y adhesión de los católicos del Vietnam al Sucesor de Pedro. Algunos de vosotros realizan su primera visita a Roma y, para muchos, es el primer encuentro con aquel que tiene la misión "de servir más que de presidir" (San León Magno, Sermo 5, 5, S.C. 200).

Son muchas las cosas que quisiera deciros en esta ocasión tan importante de la visita "ad Limina Apostolorum". Venís a venerar las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo que confesaron aquí la fe hasta el martirio. Venís a visitar al actual Sucesor de Pedro. Venís a ver a Pedro.

De ese modo, cumplís una práctica que se remonta a los orígenes de la Iglesia. Fue el Apóstol Pablo quien hizo el primer viaje para encontrar a Pedro: "Subí a Jerusalén para visitar a Cefas y me quedé quince días con él" (Gál 1, 18). Con ese espíritu, los cristianos y sus Pastores peregrinan a Roma para "ver a Pedro".

Venís a ver a Pedro porque él es, ante todo, el testigo y custodio de la fe apostólica. Porque confesó la fe en Jesús, en el Mesías, Hijo de Dios vivo, pudo escuchar del propio Jesús: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). Pero Pedro confirma también la fe de sus hermanos en Cristo: "He rogado por tí, para que tu fe no desfallezca jamás. Y tú, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32).

Tal es el ministerio de servicio y de autoridad que es propio de Pedro, el cual os confirma hoy en el encargo que habéis recibido del Señor. Porque los obispos son los doctores de la fe. "Por el Espíritu Santo que les ha sido dado, los obispos han sido constituidos verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores" (Christus Dominus, 2). He ahí vuestra primera misión. Vosotros la cumpliréis anunciando lo mejor posible a los hombres el Evangelio de Cristo.

Para hacer eso, es necesario que el obispo visite con regularidad a sus diocesanos, al servicio de la fe. Confirmaréis así en la fe a los que han sido confiados a vuestro cuidado pastoral.

Con todos los obispos, habéis podido reuniros, en los meses precedentes a esta visita, por provincias eclesiásticas y luego todos juntos en la Conferencia Episcopal del país. De ese modo, habéis podido rezar juntos, habéis intercambiado vuestras experiencias pastorales, habéis preparado este encuentro. Las reuniones de obispos son el signo de la colegialidad, justamente puesta de relieve por el Concilio Vaticano II, y una forma concreta de ejercitarla. Yo deseo vivamente que esas asambleas puedan celebrarse con regularidad.

Mi pensamiento va ahora hacia vuestros sacerdotes, "vuestros auxiliares y consejeros" (Presbyterorum ordinis, 7). Ellos deben ocupar un sitio de honor en vuestro corazón. Sólo el Señor conoce sus dificultades y sus méritos. Son pobres y trabajan en condiciones a veces precarias. ¡Que se beneficien cada vez más del afecto de las comunidades cristianas y que encuentren la comprensión y la estima de todos! Expresadles de mi parte los más sinceros alientos.

Pero los sacerdotes son pocos y, por lo general, ancianos. El relevo de operarios para la mies es indispensable, es urgente. La acción de la Iglesia depende de ello. Las comunidades católicas del Vietnam han dado tantas pruebas de valor, de generosidad y de fidelidad singular a Cristo y a su Iglesia, que han suscitado y siguen suscitando la admiración del mundo entero; lo cual pone más de relieve todavía el derecho que les corresponde, como por otra parte lo exige fundamentalmente la  libertad religiosa, de tener sus sacerdotes, todos los sacerdotes que sean necesarios para mantener su fe y hacerles beneficiarios de la acción de su ministerio sacerdotal, indispensable para su vida cristiana, según las exigencias de su conciencia. Conviene, por tanto, que los candidatos —ya numerosos— puedan recibir la formación intelectual y espiritual en sus seminarios tal como lo entiende la Iglesia. A ese respecto, me causa gran alegría la buena noticia que me dais de la reapertura del seminario de Hanoi. Deseo además que los sacerdotes estén cada vez más consagrados a su ministerio espiritual, sin mezclar en su propia misión religiosa iniciativas de otra índole, que son extrañas a la Iglesia. Su celo religioso, su espíritu de sacrificio al servicio de las comunidades eclesiales, ¿no constituyen ya precisamente una contribución al bien de su propio país?

Vuestro pueblo ha vivido largos años de guerra y devastaciones. Encuentra todavía muchas dificultades. Yo sé que los católicos del Vietnam tienen a gala tomar parte en la tarea de reconstrucción. No es necesario recordar la atención y el cuidado constantes que en ello pone la Santa Sede. Las organizaciones católicas de diferentes países continuarán igualmente prestando en el futuro su generoso concurso, tanto para remediar calamidades como para ayudar en la obra de desarrollo económico y social emprendida.

Aprovecho esta privilegiada ocasión para decir que aprecio el hecho de que las autoridades de vuestro país hayan favorecido la realización de vuestra visita. Cuando se presente la ocasión, me alegrará, así como a mis colaboradores, tener con ellas contactos que no dejarán de ser útiles al bien del Vietnam y también al de toda la Iglesia.

Vuestro cardenal, al tomar posesión el año pasado de su título cardenalicio, decía que la Iglesia en el Vietnam ha encontrado siempre en María "la mano poderosa de una Madre". Yo confío a su protección vuestra misión eclesial y la de todos los cristianos de vuestro país. A la vuelta de mi peregrinación a Lisieux, séame permitido invocar también a la humilde carmelita, Santa Teresa del Niño Jesús, a la que tantos lazos unen con el Vietnam. Su carmelo es el origen de la vida carmelitana en vuestro país y si su salud se lo hubiera permitido, ella misma hubiera ido allí de buen grado. ¡Que los ciento diecisiete bienaventurados mártires vietnamitas, símbolo de la fidelidad intrépida de vuestro pueblo en la fe, os acompañen en los caminos tan frecuentemente difíciles como son los vuestros!

Al final de este encuentro, dirijo a todos aquellos sobre los que ejercéis vuestra misión pastoral, sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas, padres y madres de familia, adolescentes y niños, mi paternal bendición apostólica, con mis más fervientes deseos de aliento, de gozo y de paz en Cristo.

 



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